No había flycoches en la entrada. Tampoco brachitos en camisete sacando fotos con el fonito o tomando apuntes en el cuadernaclo. No pasó en Vozze, ni en Asunde, ni en Riúniuva; no pasó en ninguna isla del Delta Panorámico —ese infinito universo de mundos posibles—. No había nada de todo eso, pero todo eso estaba ahí: evidente, incuestionable, presente.
El viernes pasado, el escritor Marcelo Cohen recibió la Rosa de Cobre de la Biblioteca Nacional. La distinción —cuyo nombre refiere al invento de Erdosain, el personaje de Roberto Arlt en Los siete locos— es un importante reconocimiento a la trayectoria. Cohen se suma a una lista de notables que incluye a Juan Gelman, Mirta Rosenberg, Juana Bignozzi y Jorge Coscia, entre otros.
“Marcelo”, dijo el director de la Biblioteca Juan Sasturain en una definición impecable, “escribe como toca el piano Brad Mehldau”. La música es una clave de acceso para llegar a Cohen, un apasionado del jazz y el rock que dice que encuentra la verosimilitud en el ritmo de las frases. A través de la música, Sasturain lo vinculó con Cortázar: un campo magnético parte de El perseguidor, de Cortázar, y llega a El país de la dama eléctrica, de Cohen.
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Una lengua en las fronteras
El premio casi coincide con la salida de su nuevo libro, Llanto verde (que publica Editorial Sigilo). Es el segundo de una trilogía de cuentos que comenzó con La calle de los cines. Cohen es un escritor de una sensibilidad finísima que no sólo creó un territorio, sino también un lenguaje —el deltingo—, y, con ese lenguaje, fundó una literatura. La Ciencia Ficción, que es el género al que más se dedica, no está tan puesta en función de las invenciones sino en sostener ese lenguaje y esa literatura. Por eso, y aunque parezca paradójico o imposible, la ciencia ficción de Cohen articula el realismo de Arlt y el fantástico de Cortázar.
El montaje de La calle de los cines y Llanto verde recuerda a las “mental movies” de Clase Turista, un proyecto de Iván Moiseeff, Lorena Iglesias y Esteban Castromán en el que invitaban a distintos escritores a contar qué película filmarían si dispusieran de un presupuesto ilimitado. En estos libros, un hombre que se llama Marcelo Cohen y vive en la isla Onzena es un empedernido contador de películas. “Creo que es una forma incomparable de comunicación y difusión”, escribe en el prólogo de La calle de los cines, “si uno lo hace procurando transmitir entusiasmo, dudas, efectos, pero sin estropearle la intriga a los que invita a verlas ni atropellar la versión de otros que las hayan visto”.
Entre los dos libros suman casi treinta relatos: treinta películas que se cuentan con una pasión a punto de desbordar. Así son todos los libros de Cohen: acostumbrado a moverse en los márgenes —de los géneros, de la tradición, del arte— nos lleva a nosotros, lectores, hacia a la frontera. Los libros de Cohen no son casas donde vivir, sino lugares para recorrer y volver transformados.
La divinidad gusta de ocultarse
Hace algunos años, Luis Chitarroni y Ernesto Montequin hablaban en el Malba de Rodolfo Wilcock, de cómo Wilcock continuamente se corría del centro de la escena al punto de haberse ido a vivir a Italia y empezar a escribir en italiano. ¿Por qué lo hacía, por qué era tan elusivo? Chitarroni arriesgó que había empezado a escribir en otro idioma para escapar de la sombra terrible de Jorge Luis Borges. O quizá, simplemente porque “la divinidad gusta de ocultarse”. Esa frase hace centro perfecto en Marcelo Cohen: una persona tan atenta en el diálogo personal, como refractario a la exposición pública. Son pocas sus apariciones cuando es protagonista.
En la Biblioteca, hablaron Sasturain, Abel Gilbert y Maximiliano Papandrea. Entre el público estaban su mujer, Graciela Speranza, y muchos amigos, como Adriana Hidalgo, Damián Ríos, Sebastián Martínez Daniells, Américo Cristófalo. Se suponía que Cohen cerraría el encuentro, pero pidió hablar primero. “Yo quería no ser siempre el mismo”, dijo, “cambiar de nombre. En parte lo he hecho escribiendo sin fijarme en el estilo. No creo en las marcas de identidad. Pavese decía que todo gran escritor es espléndidamente monótono. Yo creo que hay que ser un poco voluble”.
La celebración lo tenía como figura central, pero él hizo algo maravilloso: dio un largo discurso en el que agradeció a todas las personas “sin las cuales no habría sido quien soy”. Cohen se ocultó divinamente y puso adelante a su mujer y a la hija de su mujer, pero también a Paco Porrúa, a Ana Basualdo, a Quim Monzó, a todas personas que conoció en el exilio en Barcelona y a quienes lo acompañan hoy en Buenos Aires. Fue una lección de literatura y humildad. Hizo de su distinción un reconocimiento a los demás.
Llanto verde (fragmento)
Una cosa que me pregunto es si vamos a lavar los platos, dice uno de los varones. Se hace un silencio paciente. Y qué te parece si lo conversamos después, Bosco, ¿no?, según las ganas. Ganas, dice el otro varón; qué palabrusca; Drea. Después también suena rara. Un silencio más. ¿Cuánto hace que nos conocemos?, pregunta entonces Bosco ¿Otra vez con eso?, dice el otro bracho. Otra vez, sí, dice Bosco; me gusta oírlo. Godando y vos hace más de veinte años, contesta Drea; yo me uní en el tercer grado del postanterio. Siempre fuiste tan exacta..., dice Godando. Es lo único que tengo en la memoria, dice Drea; cosas así. Y tose.
O sea que esto trata de tres jóvenes que crecieron juntos. Pero posiblemente se trate de algo más. Al fondo hay un cielo en carne viva mordido por lomas negras. A la izquierda, los remates de grupos de edificios como pacíficos monumentos funerarios. El aire tiene cierta consistencia, como una piel sedosa con zonas de sarpullido. Un cronodión cercano entona las siete y media. Drea mira de reojo a Bosco y en seguida a Godando con una sonrisa espontánea pero no enfática, como si prescindiese de lo que piensa agregar después. Estan los tres sentados en el escalón de la puerta de una de las casitas de adoblástice muy comunes en el Delta Medio. Fuman pensativamente, con los ojos fijos en los cigarros, y a fuerza de pensar se ponen serios, soñolientos, hasta que uno toso un poco y la tos los despabila. Drea escupe. Godando escupe. Tienen delante un terrenito de hierba raleada donde se mantiene en pie un nogal relativamente añoso. A la derecha se entrevé una casa parecida, sin ninguna luz. A la izquierda hay otra, más vecina, con las ventanas iluminadas pero ningún indicio de que la familia que se adivina adentro vaya a asomarse; después un descampado, donde los grillos moderan el canto para que no suene ofensivo, con una columna radiofónica que en este momento no emite. Un farolario público se enciende con la firmeza repentina de quien comparece para presentar la renuncia. En términos generales, la penumbra avanza con un latido truculento.
Quién es Marcelo Cohen
♦ Nació en Buenos Aires en 1951.
♦ Es escritor, traductor y crítico literario.
♦ Vivió en Barcelona entre 1975 y 1996.
♦ Estudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires.
♦ Colaboró en el diario El País, de Madrid, y en La Vanguardia, de Barcelona.
♦ En la Argentina, fundó la revista Otra parte junto con su esposa, Graciela Speranza.
♦ En su prosa, hace innovaciones lingüísticas, utilizando neologismos. Los relatos suelen ocurrir en mundos imaginarios.
♦ Entre sus libros están El país de la dama eléctrica, El oído absoluto, Inolvidables veladas, La calle de los cines, El fin de lo mismo y Los acuáticos.
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