Uno, dos, tres, cuatro cajas, dos de ellas ya selladas, las otras dos aún entreabiertas; herramientas, utensilios y cachivaches desperdigados sobre la mesa del comedor y el suelo; la cocina, a mano izquierda de la puerta de entrada, es lo único que parece estar aún lleno, pero no destacan más que dos o tres tazas y un plato; en el salón, los muebles invadidos por bolsas con ropa, y cerca del balcón, más cajas, más cosas empacadas.
En el segundo piso del apartamento, uno, dos o tres cuartos, y en uno de ellos está el escritorio, una colcha y un refugio que parece pensado para un gato, es como una maleta; en la pared, las hojas, muchas, hojas blancas con letras impresas en negro, y garabatos, e ilustraciones, y papelitos de colores pegados en las esquinas.
“En esa pared organizamos el libro”, dice Juliana, que se peina el cabello con la mano y se mira al espejo que está al costado izquierdo de la habitación. “No sé si deba maquillarme. Nunca lo hago”. Se toca los labios y se acomoda el blazer que lleva puesto y es casi tan negro como su cabello. Primera foto.
Juliana publicó su primer libro este año, luego de su tiempo en Estados Unidos, adonde llegó tras ganarse una de las becas Fulbright en 2016. Inclinada hacia la derecha, señalando una de las páginas en la pared, me habla de cómo va la mudanza. Ha vivido en veinte casas en nueve ciudades distintas, en cuatro países distintos.
Su silueta es como una mancha ante la cámara. El cabello revuelto y uno de sus dedos se alcanza a ver por delante de su rostro, arribita de la cabeza, vista desde atrás. “Aquí poníamos las historias de amor, y las de música, las otras, las de arte...” Segunda foto.
Se acerca al centro de la pared y toca uno de los papelitos de colores que yace en la esquina de una de las hojas blancas. Pega y despega el papelito. Pone los dedos como si agarrara algo pequeñito entre ellos. Tercera foto.
“Quedarse quieta”, como en el libro, es el título en una de las hojas blancas que yace en la parte superior de la pared. Juliana se queda mirándola. Cuarta foto.
Afuera hace sol y entra por la ventana, ilumina el cuarto y los cuerpos en él, hace brillar el rostro de Juliana, el polvo en los anteojos se hace notar. Los retira de su cara y los ve, como cuando va a limpiarlos. Quinta foto.
Juliana mira hacia la ventana, porque sigue haciendo sol, pero en el cielo hay nubes cargadas de gris. “Buscar señales”, como en el libro. Sexta foto.
A Juliana Castro Varón le inquieta tanto la palabra como la imagen. Decidió ser diseñadora, y fundar Cita Press, porque le pareció que esa era otra forma muy bonita de contar historias. Si uno no sabe qué escribir, por lo menos sabrá qué dibujar.
Sobre el rostro luce un par de lunares, y varias pecas pequeñitas que de lejos no se ven, salvo que uno se acerque casi a la distancia del beso. El cabello revuelto no podría ser más suyo, es eso que la identifica, además de los anteojos, redondos, como los de John Lennon. La sonrisa, pequeñita, como la de alguien que mira de lejos, pero no sabe bien cómo se siente que le miren de cerca. Séptima foto.
Hablar sobre el libro de Castro Varón es hablar sobre la vida, sobre uno mismo, es querer atrapar el tiempo, ver el mar, perderse, tener miedo; es querer hacerse preguntas sobre el amor, querer que nos cuiden, decir lo siento, crecer; es querer recordar, no terminar, imaginar lo invisible; es querer ver cosas caer, llenar un hueco, ver a alguien morir.
Leer Papel sensible es entender que hay cosas que deberían, simplemente, ser por encima de otras, o más que las otras, como el amor, la música, el arte, los libros; el capricho de querer ser genuino, de no maquillarse porque no hay mucho sentido en hacerlo; o el anhelo de querer encontrarse al propio ritmo, de querer escribir un libro y soltarlo todo, desde las reflexiones más profundas hasta las opiniones más sencillas; hablar de Carlos Vives o de Patti Smith, casi en igual medida, y saltar a Sophie Calle o Felix Gonzalez-Torres, y luego seguir hablando.
En este libro, su autora transita las fronteras del ensayo y el testimonio, y el lector se siente en diálogo con alguien que le ha dicho, previo aviso, que si se ponían a conversar iba a ser difícil parar. Se queda uno envuelto en ese Papel sensible, que narra la vida que se transforma bajo las señales de la luz. Y ahí, de frente a esa pared en la que yacen las hojas que dieron forma a este libro, en la que es su casa pero en unos días ya no lo será más, me atrevo por primera vez a abrir la boca y preguntar.
—“Desde los nueve hasta los doce dedicaba cuatro horas diarias a volar”. Fácilmente habría podido iniciar el libro con esto. ¿Qué decisiones estéticas respecto a qué poner en un punto y no en otro tomó durante el proceso de escritura de este libro?
—Casi todas las historias del libro fueron escritas independientemente. Luego, como juntando las piezas de un rompecabezas muy grande, fuimos pegando partes pequeñas para encontrar el camino del orden. Lo hicimos en esta pared. En diseño gráfico se utiliza “componer” para hablar de distribuir cosas en una página en blanco. Yo siento que este libro se armó así: decidiendo dónde poner más amor, más arte, más historia personal, dónde dejar más espacio vacío. Creo, sin embargo, que podría leerse como una rayuela. Si alguien lo lee en desorden me gustaría saber qué opina.
—La imagen, como la palabra, revela cosas, guarda secretos. Aquí el lector, sin quererlo, casi, va entendiendo eso. ¿Qué tanta distancia existe, entonces, entre ambos registros?
—La relación entre la palabra y la imagen es central en el libro, pero la distancia depende del capítulo. Es como el amor. A veces la palabra y la imagen se necesitan (en la famosa pipa de Magritte, por ejemplo), a veces se complementan (mejoran al estar juntas), a veces se acompañan (van juntas pero una puede vivir sin la otra), y hay veces en las que una de las dos sobra, en las que explicar demasiado una imagen le roba poesía a lo que sería la imagen sola. Momentos en los que una imagen le roba al lector la experiencia de la imaginación que regala la palabra. Hay un libro precioso sobre esto, se llama ‘Lo que vemos cuando leemos’ de Peter Mendelsund. En español la edición es de Planeta.
—Papel sensible habla de muchas cosas y una de ellas es el amor. ¿Lo encontramos nosotros, lo buscamos, o es al revés, nos busca y nos encuentra?
—Depende de la fe del creyente.
—¿Por qué parece difícil que la gente entienda que el amor supera el género?
—No me parece difícil que la gente entienda que el amor supera muchas cosas. Creo que cuando la gente no entiende es porque no conoce el amor.
—¿Lee muchas novelas románticas?
—No particularmente. A veces. Me gustan las comedias románticas en televisión o cine, las disfruto y me entretienen. Leo sobre todo ensayo y memorias.
—¿Y cuáles son los libros que hay que guardar en la nevera?
—Los que uno no se siente listo para leer o terminar. A veces uno empieza un libro (un clásico, digamos, un libro que se supone hay que leer y que es universalmente una obra de arte) y no le encuentra gracia. Entonces uno lo guarda en vez de obligarse a leerlo. Y vuelve a intentar después. Los libros esperan.
—Finalmente, ¿son todas pequeñas iluminaciones, fósforos que se encienden?
—Todas. Hay que mantener los ojos bien abiertos.
Juliana se queda en la habitación, se sienta en frente del escritorio. Tiene que atender una llamada. Afuera, las escaleras. En el piso de abajo, sentada ante el comedor, está Camila, que sonríe. Ella es la compañía diaria de Juliana. “¿Todo bien?”, pregunta. Frente a la puerta de salida, hablo por segunda vez. Le contesto: “Todo bien”, y de nuevo me siento un poquito como en el libro, sabiendo que sé que estoy ahí, saboreando ese momento. Octava foto, pero esa la guardo para mí.
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