El 31 de julio de 1939 Julio Florencio Cortázar subió por primera vez los escalones de la Escuela Normal de Chivilcoy. No llevaba la barba, ni el pelo largo del exilio en París. Tampoco la mirada segura que, con un cigarro descansándole en los labios, le sostuvo a la fotógrafa Sara Facio en 1967, para la que quizás sea su foto más conocida. Cortázar era apenas un chico lejos de su casa de Banfield, un estudiante de 24 años devenido en maestro, que acababa de aceptar el segundo trabajo de su vida.
El escritor que sería no estaba entonces en los planes de nadie. En parte porque sus pocas publicaciones, un libro de sonetos que tituló Presencia (1938) y algunos cuentos tempranos, elegía firmarlos escondiendo su verdadero nombre detrás del seudónimo “Julio Denis”. En todo caso, y en esto coinciden todos los que lo conocieron en aquel tiempo, si algo dirigía las miradas hacia él eran su flacura y los casi dos metros que medía. En un registro fotográfico de esos años en Chivilcoy, su cabeza sobresale por sobre la de los alumnos y el resto del cuerpo docente.
Chivilcoy era para 1939 otra de esas ciudades-pueblo bonaerenses, 167 kilómetros al oeste de la Capital Federal, donde la vida transcurría alrededor de la plaza principal, frente a la que se ubicaban -y todavía se ubican- la municipalidad, la iglesia y el banco. No por nada Borges, a quien le gustaban las repeticiones, los espejos y el infinito, dijo en El libro de arena que “no hay un pueblo en la Provincia de Buenos Aires que no sea idéntico a los otros, hasta en lo de creerse distinto”. En Chivilcoy responden que en ningún otro pueblo Cortázar vivió cinco años.
El (futuro) autor de Rayuela había llegado trasladado desde el Colegio Nacional de Bolívar a la Escuela Normal “Domingo Faustino Sarmiento” de Chivilcoy para hacerse cargo de 16 horas semanales de clases que repartía entre las materias de Historia, Geografía e Instrucción Cívica. Ganaba 640 pesos de los de ese entonces por mes y con eso ayudaba a la economía de una familia breve, compuesta por su mamá, María Herminia Descotte, y Ofelia, “Memé”, su única hermana.
“Cuando llegó a la escuela pensamos que era un alumno más”, confiesa Delia D´Atri, ex alumna de Cortázar, en un registro que realizó en 2014 la Secretaría de Cultura de Chivilcoy y que rescató el testimonio de esas testigos privilegiadas que fueron sus estudiantes. “Era lampiño, pecoso, peinado a la gomina y una cabecita que era la de una criatura”, suma Cristina Castagnotti a su ex compañera de clase.
En el aula lo recuerdan prolijo y de traje azul. Lejos del escritorio, apoyado con un hombro en el marco de la ventana, desde donde le gustaba dar la clase. Entre esas alumnas estuvo también Adelina Dematti de Alaye, que 36 años después volvería a cruzarse con su ex profesor en París. Él ya era un escritor consagrado y ella, madre de Plaza de Mayo.
Durante los cinco años que vivió en Chivilcoy Cortázar alquiló una habitación en la pensión de la familia Varzilio, en calle Pellegrini 195. Su pieza daba al frente y desde la vereda de esa casa con puerta al centro, flanqueada por dos ventanales de persianas dobles, podía escucharse el tintineo de su máquina de escribir.
El detalle, el del sonido de los dedos largos percutiendo las letras de la máquina, surge del recuerdo de un testigo silencioso, Gaspar Astarita. Chivilcoyano, ex alumno de la Escuela Normal y que años más tarde sería periodista, director y fundador del diario La Campaña, se dedicó como un detective a destiempo a rastrear la vida del escritor en su ciudad.
La primera vez que vio a Cortázar él iba a la escuela primaria. No llegó a conocerlo personalmente por ser “del otro patio”, pero cuenta que era imposible no advertirlo. No distinguirlo abriéndose paso a la salida del colegio, muy por encima de las cabezas del resto.
En 1997 Astarita publicó Cortázar en Chivilcoy, un libro de tirada local que en 2004, al cumplirse el primer aniversario de la muerte de su autor, su familia reeditó como homenaje. “Creo que de todos sus libros fue el que más quiso y el que más luchó para que saliera”, le dice a Infobae Leamos Patricia, hija de Gaspar, que guarda las fotos, los recortes y los archivos que su papá cuidó durante años.
“Él escribía sus libros y los vendía por anticipado para poder pagar la edición. Cuando los tenía listos iba a la imprenta, preguntaba cuánto le cobraban y empezaba a venderlos por adelantado. Una vez que juntaba la plata, los mandaba a imprimir. No sacaba ningún dinero por la venta”, cuenta Patricia.
Gaspar no siguió viendo a Cortázar en la Escuela Normal, porque a los 13 años tuvo que abandonar el colegio y empezar a trabajar. “Para él, que era el hijo de un carnicero, sin tener más que la primaria y para quien todos sus conocimientos habían sido adquiridos de forma autodidacta, escribir ese libro fue empezar a tratar con personas que trataban a Julio Cortázar”, describe Patricia, el detrás de escena de quizás el mejor registro que existe de esos años.
Cortázar tuvo una familia en Chivilcoy, la de Micaela Varzilio, dueña de la pensión donde vivía. Su habitación era amplia, luminosa, con ventana y no la compartía. Un privilegio que le permitía estar a solas con sus libros, la máquina y el papel. Gaspar Astarita está seguro de que ahí escribió los borradores de Bestiario (1951), su primer libro de cuentos.
Los Varzilio, Doña Micaela, sus hijas Rosa y Amelia, Cortázar, algún viajante, otros profesores y ferroviarios, se sentaban juntos a cenar todos los días en una mesa larga de madera, en la que el autor de Rayuela -probablemente por su 1,93 de altura- ocupaba invariablemente la cabecera.
Cortázar solía llevarse libros a la mesa en los que hacía anotaciones durante el desayuno o la cena. “En la escuela nos dicen que eso es mala educación”, le decía Amelia “Titina” Varzilio, la menor, a su mamá. Pero Doña Micaela no le decía nada a ese inquilino largo y con ojos de búho, con el que acostumbraba compartir charla y mates en jarrito de lata, en el segundo patio.
“Cortázar tenía desprecio por Chivilcoy, era una ciudad chata, prejuiciosa, sin embargo hizo lazos de cariño con mi familia, a mi mamá le escribió cartas hermosas. Él no escribió su autobiografía, pero están sus cartas.”, le dice a Infobae Leamos Elisa Suárez, hija de Rosa Varzilio y guardiana de 14 de las cartas que su mamá intercambió con el escritor.
Cortázar y su familia entablaron con los Varzilio una relación que perduró en el tiempo. Su mamá, María Herminia, y su hermana, “Memé”, continuaron visitando Chivilcoy incluso cuando Julio ya hacía tiempo vivía en París y la pensión había desaparecido. Pero es verdad que existen cartas en las que habla con cierto descuido de la ciudad y que dieron pie a diferentes interpretaciones:
“Chivilcoy es grande, muy grande, una ciudad orgullosa de sí misma, que no advierte sus graves defectos y se complace en perpetuarlos”, le cuenta Cortázar a su amigo Luis Gagliardi en una carta de 1939. Y sigue: “Una ciudad con bellas calles asfaltadas, plazas versallescas y edificios engolados. Con personas que se creen ‘al día’ y manejan conceptos de una generación anterior, con un cuerpo de profesores que -salvo honrosísimas y muy raras excepciones- desarrollan sus actividades dentro de un marco de mediocridad tan desoladora como exasperante “.
Vale detenerse a pensar que al momento de escribir esa carta, personal y en la confianza del que le habla a un amigo, Cortázar llevaba poco más de un mes en Chivilcoy. Sus palabras, a la luz del poco tiempo que había pasado en la ciudad, es probable que sean apenas la primera impresión de un recién llegado. El mismo Cortázar un párrafo más tarde vuelve sobre sus pasos, como si corrigiera en un monólogo interior sus prejuicios:
“Después de esta explosión de cólera (he releído el párrafo y he tenido que reírme) le diré que acaso sea yo injusto. De Bolívar pensaba más o menos lo mismo durante mi primer año de vida allá, luego empecé a conocer lo que verdaderamente merecía conocerse. Aquí puede muy bien ocurrirme lo mismo; ocurre que las personas de méritos no acostumbran a gritarlo en las plazas ni en los periódicos. Hay que cumplir una delicada tarea de buceo hasta dar con los tesoros -¿no son tesoros los dos o tres grandes espíritus que pueden vivir entre cuarenta mil habitantes?- y gozar de su presencia”.
Hay en Chivilcoy una sospecha: la de que la casa que inspiró el cuento “Casa tomada” es chivilcoyana y perteneció a dos hermanas amigas del escritor de Rayuela. Se trata de un caserón devenido en templo religioso, completamente reformado en su interior, pero que mantiene la fachada original, en calle Necochea casi Suipacha. Si tenemos en cuenta que Cortázar vivió ahí hasta 1944, un recuerdo de Jorge Luis Borges que aparece en el libro El joven Cortázar de Nicolás Cócaro, mantiene viva la teoría:
“En 1944 yo era secretario de redacción de una revista casi secreta que dirigía la señora Sarah de Ortiz Basualdo. Una tarde nos visitó un muchacho muy alto con un previsible manuscrito. No recuerdo su cara; la ceguera es cómplice del olvido. Me dijo que traía un cuento fantástico y solicitó mi opinión. Le pedí que volviera a los diez días. Antes del plazo señalado, volvió. Le dije que tenía dos noticias. Una que su manuscrito estaba en la imprenta; otra, que lo ilustraría mi hermana Norah, a quien le había gustado mucho. El cuento, ahora justamente famoso, era el que se titula ‘Casa tomada’”.
También hubo en Chivilcoy un amor. Se trató de Nelly Mabel “Coca” Martín, con la que Cortázar habría tenido una relación sentimental. Ella había sido su alumna en la Escuela Normal. Después de terminar el colegio no fueron pocas las veces que a la ex estudiante y al profesor los vieron paseando por Plaza España, decía él “la más hermosa de la ciudad”.
Otra vez es Astarita el que logra rescatar del fondo de la memoria los recuerdos de los que cruzaron vidas con Cortázar. Para escribir Cortázar en Chivilcoy, el periodista autodidacta decidió rastrear a “Coca” Martín. No tardó en descubrir que ya no vivía en la ciudad y se había mudado a Buenos Aires. Dio entonces con una dirección en la Capital a la que envió una carta, que ella le respondió el 9 de diciembre de 1996:
“A la disparada y para cumplir con su solicitud le envío la foto del año 1938 que es la misma que una vez le di a Julio.
Le aclaro que fuimos amigos, amigos de alma. Fui su alumna y él mi profesor preferido. Cuando me recibí, nos veíamos y charlábamos en la plaza España en sus horas libres y cuando pasaba para mi ‘escuelita’, él desde la ventana del Normal me saludaba. Y me escribía versos también.
Nos hicimos amigos porque sí, y con una forma muy especial. Él me escribió unos versos y no los firmó, pero un día en el cine Metropol hubo un festival y nuestras entradas coincidieron y aparecimos juntos, charlamos, me preguntó por los versos y así supe que él me admiraba como yo a él. Me escribió muchos versos. Nos llamábamos por teléfono y estando de vacaciones también nos comunicábamos.
Cuando se fue a Francia también me llamó para despedirse. Nos habíamos conocido en 1939 y cuando hago un balance de los años de Chivilcoy, de él me queda un dulce recuerdo, un amor platónico, adolescente, pero lo llevo conmigo y lo llevaré siempre a pesar de la cantidad de años transcurridos. Supe de él luego sólo por lo que decían los diarios y las revistas, y por la aparición de sus libros.
Nunca le dije adiós, siempre fue un recuerdo y me acompaña como entonces, con sus versos y cartas que atesoro, ya viejitas y amarillentas, llenas de cariño.
Se preguntará por qué dejamos de vernos. Durante unas vacaciones conocí al que luego sería mi esposo. Sólo supe de Julio cuando se fue definitivamente a París. Su última carta es de 1957″.
De los encuentros con Nelly Mabel, como Cortázar le decía a “Coca”, surgió el poema “Plaza España, contigo”. Ese escrito no es difícil de encontrar en internet. Por eso resulta más interesante transcribir en este artículo uno de los versos sin firma, que él envió en la intimidad y que en 1996 ella compartió con Gaspar Astarita.
“No preguntes quien pone en este canto
un alma destinada al sufrimiento
y un pobre corazón que te ama tanto;
si lo adivinas tú, nada te asombre;
mas si no me hallas en tu sentimiento
de nada vale que te dé mi nombre”.
Las distintas cartas que el autor de Final del juego escribió durante su estadía y los años que le siguieron a sus días en Chivilcoy permiten entre otras cosas conocer de primera mano un sentido del humor cortazariano, que se filtra en las cosas más simples. Por elegir un pasaje, el fragmento que sigue es de una carta dirigida a Rosa Varzilio, en la que agradece un postre y budines, que ella y su hermana “Titina”, les enviaron a él y a su familia:
“En primer término vaya usted en busca de Titina (posiblemente esté leyendo Estampa en el hall o paseándose con la sobrinita en brazos) y hágale saber que mamá le está muy agradecida con el postre. Aquí les gustó mucho, etc. Terminada tal misión, proceda usted a sentarse en una silla cómoda, para recibir sin demasiadas consecuencias el peso de mi cólera. No es, en realidad, que los budines nos hayan hecho demasiado daño. Salvo por la internación por una semana en el Hospital de Clínicas, una cuenta de pesos 769,90 de farmacia y un tratamiento dietético hasta 1964, podemos darnos por bien librados. (Nuestra sirvienta -que es la que comió más- falleció preguntando insistentemente por el nombre de la autora de la receta; yo me apresuré a engañarla piadosamente, pues no deseo que a usted la molesten desde otro mundo). Queda usted enterada al detalle de lo que para este hasta ayer tranquilo hogar significan sus interferencias culinarias”.
“Uno puede leer entre líneas, mi mamá era una chica común, de pueblo y él se tomaba el trabajo de recomendarle libros, no la menospreciaba, le decía ‘me voy de viaje, hoy me toca a mí, ya le tocará a usted’. O le decía ‘cuando usted lea los versos en alemán’ y mi mamá nunca iba a leer en alemán. Pero él la educaba, la estimulaba, se tomaba ese trabajo”, agrega Elisa sobre ese otro Cortázar de las cartas. Por lo general las redactaba a máquina y firmaba con pluma, y recomendaba películas, autores. En uno de los últimos envíos figura de puño y letra: “con un pie en el barco, Rosita”. Cortázar partía a Francia.
Entre los datos más curiosos de los días de Cortázar en Chivilcoy está el del guión que escribió para una película dirigida por el fotógrafo y cineasta Ignacio Tankel (la imagen que ilustra este artículo fue sacada por Tankel en Chivilcoy en 1941). Se trató de la ópera prima del director chivilcoyano, filmada en 1945: La sombra del pasado. Sin embargo todas las copias de la película se perdieron, como ocurrió con el 90% del cine mudo argentino y el 50% del sonoro.
No todo fue docencia, literatura y admiración en Chivilcoy. También hubo críticas para el joven maestro de provincia. En 1944 fue acusado de “escaso fervor gubernista, comunismo y ateísmo”, lo que el propio Cortázar tildó de “acusaciones ridículas y canallescas”. Chismes que aunque falsos, según conocidos y ex alumnos, generaron en él un malestar que significó el comienzo de su partida.
Hubo en particular un episodio que lo puso en el centro de las miradas y las críticas. Fue el único de una plantilla de 25 profesores que no besó el anillo del presbítero Anunciado Serafini, obispo de Mercedes, en su visita a la Escuela Normal. Así lo cuenta Cortázar en una carta a su profesora de Inglés, María de las Mercedes Arias. El 4 de julio de 1944 dictó su última clase y pidió licencia hasta el 31 de diciembre. Nunca más iba a volver a Chivilcoy.
“A mí me parece que no está reconocida esta parte de la vida de Cortázar como se merece”, dice Patricia Astarita, que sabe que a pesar de que los días en Chivilcoy permanecen a la sombra de su biografía, fueron claves para lo que vino después.
“Chivilcoy no lo recuerda lo suficiente, sería importante que lo recordara más. La verdad que es una pena, se podría hacer algo en Argentina. Creo que no existe un punto cortazariano y bien podría ser Chivilcoy”, suma Elisa Suárez.
En cambio Cortázar sí incluyó a Chivilcoy en su obra. El cuento “Distante espejo”, con referencias a la pensión y a Doña Micaela, a la que también insinúa en el primer capítulo de Rayuela, igual que al poeta Ernesto Marrone, apenas camuflado detrás del nombre de “Ernesto Morroni”. “Plaza España, contigo” dedicado a “Coca” Martin. O Don Francisco Musitani, personaje chivilcoyano que se coló en La vuelta al día en ochenta mundos.
Pero como dicen Astarita y Suárez, en Chivilcoy los recuerdos que quedan son pocos. Hubo una placa de bronce donde alguna vez estuvo la pensión Varzilio, pero se la robaron hace tiempo. Una plaza seca en Paso y lo recuerda. Ahí, aunque se ande sin buscarlo, es imposible no encontrar los ojos del cronopio en una pared, mirando hacia el interior de una ciudad que alguna vez también fue la suya.
Quién fue Julio Cortázar
♦ Nació en Ixelles, Bélgica, en 1914 y murió en París, Francia, en 1984.
♦ Fue uno de los grandes escritores de la literatura argentina y referente del boom latinoamericano.
♦ Se lo considera un maestro del cuento y creador de un estilo innovador que se refleja en su novela Rayuela. Entre sus grandes obras se cuentan además Todos los fuegos el fuego, Final del juego e Historias de cronopios y de famas.
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