La distribución simbólica habitual: un cuerpo terrenal / una trascendencia de espíritu se alteró sustancialmente en el caso de Eva Perón. Su espíritu se politizó y se instrumentó como cuestión de Estado, toda vez que se la consagró como “Jefa Espiritual de la Nación”; luego su cuerpo se eternizó, embalsamamiento mediante, en un para siempre que, de todas formas, no resultó como se proyectaba. Ahí donde la muerte no fue solamente muerte, sino entrada en la inmortalidad, y ahí donde esa muerte, que en tanto que muerte era pérdida, se vio traspasada en la materialidad del cuerpo a una permanencia atesorable, el reparto convencional de vida y muerte se transformó. La muerte se trascendía, pero no en la metafísica de un más allá del cuerpo, como se estila, sino en la materialidad del cuerpo mismo.
Por odio (por odio y por el gusto de odiar), hubo quienes mascullaron por entonces su ominosa versión de “viva la muerte”. Por amor (por amor y por devoción de amar), hubo quienes prefirieron en cambio asumir que la muerta vivía (que vivía y que iba a volver: promesa de redención para quien, después de todo, había muerto a los treinta y tres años, es decir, a la edad de Cristo). Evita, su cuerpo, su muerte, fueron objeto de esas pasiones, encajadas con enjundia en el sencillo esquema a favor / en contra. Pero la trama inaudita del cuerpo muerto e inmortal presentaba otras aristas, de una complejidad también convocante. La literatura argentina narró en más de una ocasión, y de maneras por demás diversas, historias de ese cuerpo, historias con ese cuerpo.
Un levante en el funeral
David Viñas, por ejemplo, lo hizo en La señora muerta, un cuento incluido en 1963 en el libro Las malas costumbres. En ese texto Viñas altera la división de tiempo y espacio entre la muerte (los ritos de la muerte) y la vida (los afanes de la vida) contando la historia de Moure, un seductor que va de levante a la cola del funeral de Evita. ¿Sacrilegio? ¿Profanación?
Un elemento prosaico, el de la aventura sexual, se infiltra en la escena de esa procesión popular doliente; pero hay a la vez, sin terminar de explicitarse, un movimiento de filtrado inverso, hay algo de la muerte que parece impregnarse en el levante y en la expectativa del acto sexual. ¿Quién es exactamente esa mujer que se ha levantado Moure? Una que se enoja y se va (“Ah, no… Eso sí que no”) cuando escucha que Moure alude a Eva Perón diciendo “la yegua ésa”. Si en el comienzo la escena política se aprovechaba para obtener una aventura sexual, en el final la aventura se frustra, y se frustra por razones políticas.
De profanada a profanadora
Dislocada la secuencia de vida y muerte, la condición del cuerpo cambia. Néstor Perlongher, en un relato publicado a fines de los años ‘80, vuelve sobre la cuestión y lleva al paroxismo la puesta en clave sexual. Evita vive narra la concreción alucinada de esa promesa nunca dicha pero repetida, de esa ilusión colectiva, de esa fe popular: Evita vive (vive o revive), Evita vuelve. Vuelve a la vida con su cuerpo muerto (“En la pieza había como un olor a muerte que no me gustó nada”), en la ficción; porque ya en la realidad su cuerpo muerto se había visto despojado de muerte, puesto a salvo del poder disolvente de la muerte.
En el cuento de Perlongher, Evita muerta vuelve y está viva, está viva y es puro cuerpo. Puro cuerpo, sí, porque lo que en Evita vive se cuenta son las desenfrenadas orgías de esa vuelta: escenas de excesos, de sexo y drogas en aceleración, de una Evita liberadora y liberada a la que Perlongher concede un poder máximo de corrosión y de profanación (la santa profanada deviene ahora profanadora, y su poder radica precisamente en eso: en la antítesis de la santidad).
La incógnita
Sexo y muerte se habían superpuesto ya, de manera por demás siniestra, en la propia realidad de los hechos, según las versiones (afirmadas y negadas, mentidas y desmentidas) sobre abusos cometidos contra el cadáver de Eva Perón. Rodolfo Walsh lo consigna en su cuento Esa mujer, publicado en 1966 en el volumen Los oficios terrestres, en la voz del coronel al que el narrador del relato entrevista (“… se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver”). El cuerpo de Evita es en cierta forma protagonista en Esa mujer, pero lo es por ausencia: lo es en tanto que cuerpo ausente. Walsh acierta a superponer, elipsis mediante, la ausencia del cuerpo con la ausencia del nombre; pero en cualquier caso se trata de eso: del cuerpo escamoteado, escabullido, robado, ocultado por el Estado y sus acciones ilegales.
¿Cómo establecer una verdad definitiva, concluyente, terminante, cuando lo que falta es justamente el cuerpo? Esa mujer, como se recordará, termina con la negativa del coronel a responder dónde está ese cuerpo, el cuerpo de esa mujer. Si se hubiese revelado esa verdad, Walsh habría contado con la posibilidad de encarar otro texto de no-ficción, del tipo de Operación masacre. Al no revelarla el coronel, al no decir dónde estaba el cuerpo de Evita, Walsh escribe esta ficción: una ficción sobre el cuerpo sustraído. Y así expresa, desde la ficción, otra clase de verdad, acaso más decisiva (en esa línea va a inscribirse más tarde Santa Evita de Tomás Eloy Martínez).
Borges
El cuerpo de Evita, cargado a un mismo tiempo de muerte y de inmortalidad, constituía de por sí una verdad. Es distinta, en ese sentido, y puede que incluso opuesta, la figuración que propuso Borges en un texto muy breve, El simulacro, incluido en 1960 en su libro El hacedor. Porque Borges lo que desalojaba en ese texto era precisamente la verdad; la dejaba expresamente de lado, y eso en razón de una lectura política. El simulacro de El simulacro consiste en un falso sepelio de Evita, fraguado sin mayor afán verídico en un pueblito de Chaco. En lugar del cadáver de Evita, hay “una muñeca de pelo rubio” (una elección sugestiva, si se piensa que en más de un testimonio es esa la comparación suscitada por la visión del cadáver de Evita: que parecía una muñeca). El simulacro lo es respecto de la escena real; pero la escena real, para Borges, no dejaba de ser un simulacro también. Una “fúnebre farsa” en “una época irreal”; no hay verdad ni en el cuerpo ni en su remedo, y esa es la lectura política de Borges.
Verdad y simulacro, muerto e inmortal, trascendente y terrenal, sagrado y profano: la literatura ha ensayado distintas versiones sobre el cuerpo de Eva Perón. Tal vez quepa consignar que ninguno de los escritores aquí considerados era peronista. Alguno resolvió esa circunstancia recurriendo al antiperonismo; otro la resolvió recurriendo al peronismo. Y los otros consideraron que no había nada que resolver.
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