No tengo ningún ejemplar de Santa Evita dedicado por mi padre. Nunca se me ocurrió pedirle que me firmara uno, aunque lo habré cansado de acercarle ejemplares para amigos, colegas y encargos de ocasión. Conservo, eso sí, algunos de sus otros libros con dedicatorias excesivas: “Al escritor y periodista que admiro más”, “Para mi compinche”, “Al primer lector de esta novela”,... su cariño traducido en palabras escritas con tinta negra y una letra minúscula, esa que siempre encontré tan parecida a la mía.
Tanto me gusta pensar que se parecen, que cuando en estos últimos días me puse a revisar una vez más sus archivos sobre la investigación acerca del peregrinar del cuerpo embalsamado de Eva Perón, encontré apuntes y notas que en muchos casos no sé si fueron hechos por él o por mí, porque las caligrafías se mimetizan. Lo mismo sucede con la historia y la ficción en su novela que ahora llega en formato de miniserie dirigida por Rodrigo García, un cineasta exitoso que es, además, el hijo mayor de Gabriel García Márquez. El destino suele abusar de estas coincidencias: la primera edición de Santa Evita llegó a las librerías abrazada por una faja que decía: “Aquí está, por fin, la novela que yo quería leer”. Lleva la firma del colombiano que en 1982 había recibido el Premio Nobel de Literatura.
La encontré dentro de la primera edición impresa en junio de 1995, que aún conservo con su piel de plástico deshilachada y las marcas de una lectura atravesada por las fórmulas secretas de una alquimia narrativa donde la verdad se convierte en ficción y viceversa. Yo las conocía muy bien: fui su aprendiz de brujo durante algún trecho en el proceso de investigación para la novela. A principio de los 90 eran casi cotidianos sus llamados a primera hora de la mañana desde su casa de Highland Park, en Nueva Jersey, pidiéndome que le chequeara algún dato preciso, que ubicara a tal o cual persona, que fuera a una hemeroteca y le hiciera una lista con todas las películas que se habían proyectado en el cine Rialto en noviembre y diciembre de 1955. Esa misma noche, y con la misma urgencia, me llamaba para preguntarme si ya le había conseguido todo. La nostalgia cae como un alud desobediente, sin pedir permiso, mientras encuentro algunos restos de esos encargos en las carpetas de su archivo.
También los recuerdos aparecen entre las páginas de esa primera edición sin dedicatoria. Como un señalador extraviado en una relectura de paso, asoma la tarjeta de invitación a la primera presentación pública de Santa Evita en el Instituto de Cooperación Iberoamericana (el recordado subsuelo del local en la calle Florida del ICI, hoy conocido como CCEBA). Lo acompañaba el editor Juan Forn, y aún hoy se pueden encontrar en YouTube fragmentos teñidos de sepia de aquel diálogo revelador. La fecha de esa presentación coincide con el aniversario de la muerte de Evita, 26 de julio, el mismo día de su paso a la inmortalidad hace ahora setenta años. El mismo día en que casi tres décadas después se estrena la miniserie basada en la novela. El marketing de los aniversarios en estado puro.
Creo que fue en ese acto cuando las invenciones de Santa Evita sufrieron el primer contraste con las radiografías de la realidad. Dos o tres filas más atrás de donde yo estaba sentado, mientras mi padre explicaba que había sido Rodolfo Walsh quien le comentó un primer rumor acerca del destino del cuerpo de Evita en el consulado argentino en Bonn -o una de sus copias, según narra la novela-, un hombre que se identificó como escultor saltó de su silla para afirmar que él había trabajado junto con dos ayudantes en las tres copias del cuerpo de Evita fabricadas para desorientar a los sabuesos de unos y otros bandos. Fue tan dramático en su historia y contundente en los detalles que nadie se atrevió a contradecirlo.
A esa anécdota le sucedieron otras ya más preocupantes: textos periodísticos que sumaban testimonios ficticios de la novela como apoyo documental a sus rigurosas investigaciones, o biopics sobre Eva Perón que ponían en su boca frases que ella nunca había dicho más que en la imaginación de la novela. Hay varios textos, conferencias y ensayos con la firma de Tomás Eloy Martínez que intentaron aclarar estas confusiones, pero ya era demasiado tarde. Todas las aguas se mezclaron en una trama histórica ya de por sí inasible.
“En las novelas, lo que es verdad es también mentira”, define el narrador en el último capítulo de Santa Evita. El autor, que ya a esa altura es personaje, le hizo un enroque a la estrategia del llamado nuevo periodismo de los años sesenta, donde se contaba un hecho real con la técnica de las novelas. Aquí el procedimiento narrativo es exactamente el inverso: se cuentan hechos ficticios como si fueran reales, empleando algunas técnicas del periodismo y apuntalando los hechos con entrevistas, documentación y notas de investigación. Y sin embargo, como contrapeso a la imaginación, ahí está el archivo que dejó Tomás Eloy Martínez: cajones cargados de carpetas identificadas con diferentes etiquetas que dicen “Moori Koenig”, “Operativo Devolución”, “Renunciamiento”, “Necrofilia”, “Doña Juana”; todas rebalsan de recortes, fichas, artículos periodísticos, informes clasificados, fotocopias y apuntes que le tomó años reunir.
No tengo ningún ejemplar de Santa Evita dedicado de puño y letra por mi padre. Pero en las páginas finales, ahí donde aparecen los agradecimientos, él me dedica un párrafo exagerado que se fue multiplicando en la letra impresa: “A mi hijo Ezequiel, que me enseñó como nadie a investigar en archivos militares y periodísticos”. Otra vez, la verdad se dejaba seducir por los vientos de su imaginación.
*Ezequiel Martínez es periodista, gestor cultural y director ejecutivo de la Fundación El Libro, que organiza la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires y la Infantil y Juvenil. Es albacea de la obra de su padre, Tomás Eloy Martínez.
Quién fue Tomás Eloy Martínez
♦ Nació en Tucumán, Argentina, en 1934 y murió en Buenos Aires en 2010.
♦ Fue un prestigioso escritor, periodista, ensayista y guionista de cine. Fue el primer periodista argentino en poner a un escritor en la portada de una revista: se trató de Jorge Luis Borges.
♦ Sus novelas Santa Evita y La novela de Perón fueron las que mayor reconocimiento internacional le valieron. También publicó, entre otras, La pasión según Trelew y Lugar común la muerte.
♦ Su obra se caracteriza por difuminar los límites entre el periodismo y la literatuara.
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