En medio del mar y de una repentina tormenta eléctrica, un hombre en un kayak es alcanzado por un rayo. Cuando vuelve en sí, la bahía que da título al libro ha desaparecido, al igual que la costa, que hasta entonces no era más que “una línea delgada, color madera”, de todos modos alcanzable.
A la deriva y equipado únicamente con un par de litros de agua y una caña de pescar, el personaje principal de La bahía, la nueva novela del escritor galés Cynan Jones, protagoniza una historia de supervivencia empapada de poesía. Una vez más, como en gran parte de la obra del autor, los contornos del hombre son definidos por la inmensidad del paisaje, que lo atraviesa y lo transforma.
Editada por Chai Editora, La bahía es una novela minimalista y desoladora sobre la relación entre el hombre y la naturaleza, así como un tratado sobre el amor como motor de la resiliencia humana. Con la misma prosa precisa y despojada con la que Jones tiene acostumbrados a sus lectores, a este libro le alcanzan poco más de cien páginas repletas de párrafos cortos -muchas veces de una sola oración, como si más que una novela fuera un largo poema narrativo- para generar un clima tenso, claustrofóbico y, sin embargo, rebosante de belleza.
Así empieza “La bahía”, de Cynan Jones
Una ligera brisa te hace oír el tunt tunt, tunt tunt antes de ver el bote. Te da la sensación de estar donde no deberías.
Cuando se acerca lo suficiente, apagan el motor. Gritan.
Las olas que rompen, la brisa. No los oyes. Al retirarse de la costa, el agua se filtra entre las rocas.
Un hombre en la proa sostiene un bichero como si fuera un arpón. Llevan trajes de buceo, cascos blancos, chalecos salvavidas brillantes.
Uno de los tripulantes se sienta en la borda y se impulsa con los brazos para arrojarse al agua. Nada de un modo extraño, flotando gracias al salvavidas, mientras el agua lo levanta y lo empuja. Como un astronauta.
No podrías decir si lo que sientes es el bebé que patea o la certeza de que aquel hombre trae noticias.
Cuando sale del agua, trastabilla y se tropieza con las piedras, sonándose la nariz, llena de agua de mar. Como reorientándose.
Por alguna razón se saca los guantes mientras habla.
—¿Usted está desde hace tiempo en la playa? —pregunta.
—Sí —dices, asintiendo con la cabeza. Ahora no puedes ocultar la sutil curva acampanada de tu vientre—.
Estuve en el campo un rato antes, pero después bajé. Di la vuelta al promontorio.
Cuando se mueve, le chorrea agua del interior del salvavidas. Parece esperar antes de seguir hablando.
—Hay un niño desaparecido —dice.
Detrás del hombre flota el bote, inerte, presa del vaivén del oleaje. Oyes el motor, que chasquea y traquetea, sonidos que rebotan en los altos acantilados de lutita. La tripulación se acerca. Después vuelven a apagar el motor.
El agua le dejó al hombre la cara enrojecida, una expresión de asombro.
Bajaste a la playa después de encontrar la paloma.
Primero, la explosión de plumas; más adelante, el ala, arrancada a la altura del hombro. Había cruzado el campo como una vela de barco, con el cartílago y varios pedazos ya secos, traslúcidos al sol.
El resto del pájaro estaba al lado del chiquero.
Había perdido la cabeza, la carne del pecho. El esternón estaba extrañamente pelado, minuciosamente limpio.
Entonces viste los anillos. Uno azul, uno rojo. El rojo, algo rajado. El azul, vidrioso, poco natural en la pata.
La paloma te dio una rara sensación de horror. Como si hubiera sabido que caería fulminada. Como si hubiera estado tratando de volver a casa. Como si algo la hubiera desviado.
Te parece que deberías devolver los anillos. Hacerle saber al dueño.
Tiras de la pata, tratando de romper la articulación. Tiras con más fuerza, hasta arrancar la pata entera de cuajo.
Habrá sido un halcón peregrino, se te ocurre. Tratas de partir la rodilla como quien retuerce un alambre.
Al final, usas una piedra para aplastar la pata varias veces hasta poder sacar los anillos.
Vas a la playa a limpiarte las manos.
***
La arena, húmeda, íntima. Sientes el leve crujido azucarado, la ligera succión debajo de tus pies, el susurro, el rumor del mar.
Los vuelvepiedras más adelante se alzan en el aire con un piiip, aparecen por un segundo antes de descender a unos metros. Y como lo hacías de chica, vas hasta las algas que quedaron desparramadas por la marea alta y las das vuelta con los pies. Las pulgas de mar saltan caóticamente.
Sientes el agua fría en las manos, te incomoda la espalda al encorvarte. Con el pulgar frotas la sangre oscura y pastosa hasta que se desprende y parece desplegarse en el agua salada, deshilachándose entre las piedras.
A cierta distancia ves algo que te parece un calzado de buceo y el mundo se te está por venir abajo, hasta que te das cuenta de que es una zapatilla, colorida, como un patito, un tarro blanco.
Al enderezarte, en el lugar donde apoyaste todo tu peso contra una roca, te quedan las marcas de los percebes en la piel.
El hombre habla por la radio, presiona el auricular que tiene en el pecho y habla. Ves que la tripulación escucha lo que dice, le responde, oyes el motor de la lancha a través de la radio, como si de repente oyeras sus órganos, su corazón.
—No. Ni rastros —dice.
El desgaste de esta búsqueda tan lenta le atraviesa la mirada. Como si, durante un segundo, fuera muy, muy temprano por la mañana.
Se pone otra vez los guantes y asiente con la cabeza, vuelve al mar.
Mientras él nada, los ves hundir el bichero, sacar algo del agua. Lo examinan y después lo arrojan de nuevo, y se queda flotando como un pato.
Lo ayudan a subir. Lo ves sacudir la cabeza y señalar. Después los miras alejarse, en línea recta por la bahía.
Una vez que se van, te das cuenta de que hay algo que ellos no notaron, ahí, al borde de la marea. Al acercarte, es una muñeca.
Parte 1
Él tiene las manos bajo el agua, las está frotando para sacarse la sangre, cuando se le ponen de punta los pelos en los brazos. Oscilan fugazmente, como algas en la corriente. Después vuelven a caer.
Levanta la vista. Algo extraño perturba la superficie del agua.
Los pájaros salieron volando de repente. Como ante alguna señal. Ahora son manchas, puntos suspensivos que se disuelven en la luz que refleja el mar.
La costa ya está tan lejos que palidece a la distancia.
El primer rayo cae en algún lugar detrás del horizonte.
Al principio cree que es un destello súbito en el agua.
El trueno se siente un momento después, con un sonido que le revuelve el estómago.
El agua cobra un aspecto metálico, como el de los cubiertos. Como metal muy gastado. Las nubes relumbran, blancas, tirando a una especie de color plomizo en los bordes.
Hubo una pausa, piensa él. Bastante larga. Ve la lluvia como una franja gruesa y oscura, que se va acercando.
Empieza a remar.
Entonces hay un resplandor eléctrico, un alambre de luz... Tres. Cuatro... Un estruendo que parece rebotar en la superficie del agua.
Lleva la cuenta automáticamente, calcula la distancia hasta llegar a tierra firme. Otra luz pulsante. La costa sigue siendo una línea delgada, color madera.
Se levanta viento, aire frío que se desplaza frente a la tormenta.
Y después se oye un rugido atronador. El sonido de un peso enorme que aterriza en alguna parte. El cielo que se desgarra de a poco.
Una sola palabra ahora, que se repite. No, no, no. Cuando lo alcanza hay una luz blanca, brillante.
Saca el pez del agua, un arco alargado y salvaje que se retuerce y destella en el kayak, y agarra la tanza mientras le quita el anzuelo, sujetando al animal contra el apoyapiés. El pez boquea, se agita. Repica contra el suelo.
Algo rápido y primitivo, ceremonial, en el fondo de la embarcación abierta.
Se desprenden salpicaduras de sangre y escamas, que se irisan en sus manos al levantar el pez y romperle el cuello, al sentir contra la yema del índice la diminuta hilera de dientes dentro de la mandíbula, al poner el pulgar detrás de la cabeza y partir el hueso.
La mandíbula se quiebra y las branquias se extienden, como una flor que se abre.
Estaba seguro de que iba a pescar algo. Solo dejó una notita: “Comprar ensalada, beso”.
Se queda mirando un segundo los acantilados tierra adentro, esperando ver al halcón peregrino, mientras deshace pacientemente la maraña de señuelos, separando las plumitas una de la otra hasta que logra liberarlos y los echa al agua. El kayak está lleno de escamas. De iridiscencias. Se siente el calor de la mañana ahora, un calor rotundo y denso.
El kayak se mueve cadenciosamente. Las algas flotan.
Piensa en el pelo de ella sumergido en el agua. El mismo color rubio oscuro.
Es raro pescar uno solo. Habrá sido uno rezagado. Al límite del cardumen.
Del bolso impermeable que está en la popa saca una bolsita para guardar el pescado, que en sus manos enseguida cambia de temperatura, pasa de sentirse de metal a sentirse de tela. Después desagota el agua, amarronada por la sangre, que había entrado al kayak.
Los peces no tienen párpados, no lo olvides. En aguas tan iluminadas como estas, lo más probable es que estén a mayor profundidad.
Desde hace unas semanas que viene oyendo la voz de su padre.
Pesqué este, por lo menos. Es suficiente. Para el almuerzo está bien.
La bahía estaba a poca distancia, al norte. No se tardaba nada en llegar paleando desde la playa, y apenas más arriba, en el campo, estaban las casas rodantes, pero de todas formas ahí sentía cierta privacidad.
Hacía mucho su padre le había dicho que ellos dos eran los únicos que conocían la bahía, y era lindo que ambos creyeran eso, que lo compartieran.
Vas a poner la sartén a fuego lento y a cocinar la caballa como solían hacerlo juntos, con los paquetitos de manteca que se llevaban del café a la vera de la ruta. A esta altura la manteca ya se habrá derretido y vas a tener que apretar el envoltorio para que salga, como una pomada.
Sonrió por haber atrapado aquel pez. Quedaba justificada, entonces, esa parte del día.
Debería traerla acá. Van tantos años y todavía nunca lo hice. Es distinto ahora. Debería traerla.
Las espinas en la sartén cada vez más fría, los dedos pegajosos por la manteca quemada, pastosa y oscura.
No era muy conversador. Pero no podía imaginarse estar sentado en la bahía sin hablarle a su padre.
Se sintió un gluglú extraño, apareció un alca, se sacudió para secarse, echó hacia atrás la cabeza y se acicaló.
Lo miró, con la cabeza hacia un costado, antes de darle la espalda y alejarse pataleando unos metros, mientras miraba por encima del hombro. Después se zambulló de nuevo y desapareció.
Quién es Cynan Jones
♦ Nació en la costa oeste de Gales en 1975.
♦ Es el autor de cinco novelas publicadas en más de veinte países, entre las que se incluyen La tejonera, Tiempo sin lluvia y La bahía.
♦ Ganó los premios Wales Book of the Year Fiction Prize, el Betty Trask Award, el Jerwood Fiction Uncovered Award y el BBC National Short Story Award.
♦ Escribió cuentos para BBC Radio, el guión de la serie Hinterland y una colección de historias para niños.
SEGUIR LEYENDO: