1.
I.C. a los doce años escribió un cuento, lo escribió en un tiempo en que la invadió un sufrimiento abrupto. La historia iba de un par de orejas que eran felices en un grado aceptable. Pero un día un zumbido impertinente, que les venía de adentro, les impidió escucharse más. El problema de un rumor en la oreja, como cualquier otro malestar cuya proveniencia interna es una evidencia indiscutible de que el ruido y el mal no siempre son culpa del vecino, puede provocar un colapso nervioso.
Los nervios son la señal de que se es humano: un mamífero que en un momento de su vida se da cuenta de que un día no estará más. Eso lo separa de sí para siempre (salvo en circunstancias maníacas, narcóticas o egóticas). A veces los niños hacen preguntas que generan extrañamiento en los adultos, quienes ya olvidaron que, en realidad, sobre lo esencial, no saben nada. Nabokov dice que la conciencia de muerte le llegó cuando tuvo un episodio de cronofobia (vio una película casera de antes de su nacimiento: vio el mundo sin él). Escribió: la cuna se mece sobre el abismo.
No obstante muchos digan hoy (con justa razón) -contra del humanismo- que el ser humano no es distinto de las otras especies; no lo creo. Un dinosaurio, una rosa, una jirafa o una mascota humanizada no tienen Abismo. Si la crítica es que no somos superiores, podemos estar de acuerdo: somos más inteligentes pero también más suicidas, una cosa anula a la otra, así que les daremos el punto a los críticos; pero lo que no tranzaremos es la idea de que nuestra diferencia -¿trágica?– es que sobre nuestros fundamentos no sabemos nada, las otras especies tampoco, pero nosotros sabemos que no lo sabemos. ¿De dónde venimos? Somos animales huérfanos, que inventan orígenes para no flotar tanto. Hay quienes son capaces de escuchar ese silencio, otros hacen ruido para no saber nada de eso, como sea, sobre lo que cada quien hace con lo imposible no es pertinente andar opinando.
Si la crítica es que no somos superiores, podemos estar de acuerdo: somos más inteligentes pero también más suicidas
I.C. ante el enigma de sus nervios, resolvió que debía buscar la Verdad, esa que sus orejas interrumpidas impedían. Pero ni los ojos la tenían, aunque la prometían –siempre podían llegarle imágenes espectaculares como zumbidos que se incrustan adentro–, tampoco la nariz, la que ante la imposibilidad de clausurarse y seguir respirando a la vez, puede sufrir invasiones odoríficas (cuando algo está podrido, como ocurrió según Hamlet en Dinamarca, la respuesta puede ser la locura). Su decisión narrativa fue declarar que la boca salvaría el día. Solo si estaba dispuesta a probar, entrecerrarse y, decir después, solo después, algo así como una verdad discreta, parcial, transitoria, a medias. Una verdad a medio camino. El problema es que se requiere cierta madurez de espíritu para aceptar ciertas cuotas de desengaño, una ligera melancolía vital para concebir que las cosas pueden ser un sí y un no a la vez.
Cuando se le preguntó a I.C. de qué se trata su historia, dijo que de las neurosis (quien escribe acá nunca pudo definir de modo escueto qué significa esa palabra. Sabe que algo tiene que ver con los nervios y el Abismo, ese que no tienen las jirafas ni las mascotas humanizadas). Se interroga a I.C.: ¿qué es una neurosis?
Su boca escribe en el aire: sentirse mal sin estar enferma.
2.
Una hermana miró a la otra y le dijo que estaba inflamada. La segunda hermana, a quien llamaremos C.G. no lo podía creer, habría preferido la palabra gorda. Ofensa corta, nítida, clásica. Pero luego descubrió que la mayor tenía razón, una experta en nutrición le dijo que hoy se habla de inflamación como un estado entre la salud y la enfermedad, y ella, estaba oficialmente inflamada. C.G. no tiene hambre en las mañanas, ama las mañanas y el café. Su problema, que no alcanza, según dice la experta, a ser una enfermedad, es por las tardes. Picotea, aunque sabe que “no se debe comer a deshora”, pero en su defensa diremos que hay demasiadas cosas que sabemos, pero que no entran. Hay verdades que son como zumbidos de mosca. Saber y escuchar no son lo mismo.
C.G. experimenta el Abismo de distintas formas am que pm. En las mañanas es liviana. Cada mañana es la esperanza. Cuando el sol se ubica en su punto más alto, la perspectiva cambia y las cosas aparecen como verdades groseras, sin sombra ni variaciones. Un desierto de aburrimiento latigudo (¿el oasis es el horror?). La tarde, cuando aún faltan varias horas para el atardecer, se le vuelve un estado en que algo acaba, pero nada empieza; queda suspendida entre un mundo y otro, como esos tiempos en que salen cosas inflamadas como los monstruos y los fascismos.
Occidente de posguerra se llenó de cosas, y ¿qué más se quiere cuando se quieren cosas?
En este caso, su terrorismo oral (suena parecido a fanatismo moral. No es casualidad). Se siente a ratos como una delincuente menor, mediocre. Comer así, sin hambre, con una boca aburrida, nihilista, ni saludable ni enferma, hace de su boca una que no salva nada, solo repite un picoteo ratonil, compulsivo; como esas personas a quienes no les sale nada nuevo de la boca, no se nutren ni nutren a nadie. Pequeñas adicciones para pasar la tarde … una tarde como un zumbido que viene de adentro. Las tardes no son decepción sino un aburrimiento grave. Es hablar como si se hablara. Una sociabilidad para desertar. Como como un animal neurotizado, que se come su caca. Un animal que pierde su belleza.
Siglos de aburrimiento fueron profetizados tras la colonización de la sociedad de consumo. Occidente de posguerra se llenó de cosas, y ¿qué más se quiere cuando se quieren cosas? Más cosas: zapatillas, sexo, deporte aventura, agrandar la bebida. Da igual. Pero el aburrimiento no cesa con el vicio. ¿Será entonces que la sacudida del horror podría ser una respuesta adecuada al aburrimiento mórbido? Es posible. Aunque también lo es que el horror quede deshorrorizado, y que su cotidianidad no genere ningún efecto más que un diagnóstico de inflamación, cuyo tratamiento no pase de un cambio de dieta.
Cada época tiene su tarde.
3.
Hay una tarde especialmente larga, cuando el sol alcanza su posición más alta en el cielo, al quedar la Tierra inclinada hacia la estrella en 23º27´. El solsticio de verano, (palabra que viene de sol y de quieto). Un par de días después del solsticio de verano del año 1922, en Alemania ocurrió un incidente que, si bien indicaba ciertos grados de inflamación social, aún no podía predecir lo que acontecería una década más tarde. Walther Rathenau, Ministro del exterior de la República de Weimar, salió de su casa como siempre al lugar de siempre, la calle Whilhelmstrasse. Un auto se le adelantó y Erwin Kern le disparó con un subfusil MP18 a corta distancia, pero eso no fue todo, Hermann Fischer le lanzó una granada. Uno de los asesinos declaró algo inquietante: se habría tratado de un asesinato sacrificial, ofrecido al dios sol de la antigua religión germánica.
Hay ruiditos que comienzan despacito, que nadie sabe bien como pasan de ser unos balbuceos, unos gruñidos sueltos, a transformarse en un delirio; que, como todo delirio, es un argumento perfecto. Una Verdad. Lo que comenzó años antes del asesinato, fue la revitalización de un nacionalismo romántico nacido como resistencia a las guerras napoleónicas del siglo XIX: el Völkisch. Una especie de religioncilla que se resistía a los valores de la modernidad, que tomó impulso tras la ruina económica y moral de la Alemania post Primera Guerra.
La inflación, la deuda, un duelo inacabado, pueden ser motores de una rumiación tanática. Pero cobró peligrosidad cuando pasó de ser un coqueteo de quienes se sentían más amenazados por el capitalismo moderno, artesanos y pequeños comerciantes –no la clase obrera industrial, que en su organización marxista, era moderna e internacionalista– a expandirse a las clases medias y los círculos intelectuales. La locura se vuelve catástrofe cuando se le ponen razones. No olvidar: los promotores de la caza de brujas fueron los eruditos y juristas de la época. Algunos grupos tomaron el antiguo símbolo solar, la esvástica y resurgió la vieja costumbre de celebrar el solsticio. Los grupos racistas y esotéricos se multiplicaron, entre ellos la Liga Cultural por la política, los que además presentaban un particular fanatismo por un nuevo tipo de pan integral.
El pecado de Rathenau no era solo ser judío (aunque él se consideraba, en primer lugar, alemán) sino que opinaba que su país debía pagar la deuda estipulada en los tratados de post guerra.
4.
Un día Frau Troffea salió de su casa. Desertó. Dicen que estaba enojada con el marido, que él le pidió algo, que ella no quiso, como sea, salió de la casa, no podía ir lejos. No cuerda al menos. Movió un pie, soltó la cadera y las rodillas, seguro se soltó el pelo y masajeó su cuello con un movimiento de ola y se puso a bailar. Se desmayó y siguió bailando. Bailó una semana, se le sumaron unas treinta personas. Pensaron que estaba poseída, algunos creen que era una forma de humillar al marido. La llevaron a la capilla de San Vito y le hicieron un exorcismo o quien sabe qué.
Pero a esa altura, julio de 1518, el baile desenfrenado era ya una epidemia de coreomanía en Estrasburgo. Un mes después de que la señora Troffea comenzara a mover sus carnes, eran aproximadamente 400 bailarines en la ciudad. Las autoridades pensaron que calentar la sangre de los danzantes los haría detenerse, por lo tanto, pusieron una tarima donde los músicos tocarían hasta que este nuevo vicio encontrara orilla. Pero no solo no se detuvieron, sino que el baile se intensificó. Comenzaron a quebrarse, y a morir de infartos y derrames.
Esta no fue la única epidemia de baile en Europa, se habla de varias entre los siglos XIII y XVI. Se cree que otro de los brotes, el de 1237, en que un grupo de niños habría dejado la ciudad Erfurt hacia Arnstadt bailando, habría inspirado el cuento del Flautista de Hamelín. Pero hay otras versiones más sobre ese cuento. Algunas hablan del trauma de un pueblo: una tragedia sufrida por lo hijos por culpa de sus ancestros, quienes alguna deuda no pagaron. Los crímenes de los padres los pagan los hijos. Esa es otra locura de la especie: no basta solo nacer, por alguna razón ser animales de Abismo, les hace inventar la necesidad de filiación: unas personas heredan algo para que luego abran paso a los hijos y a los hijos de los hijos. Cuando una sociedad no cumple con sus obligaciones, la falta de una generación también es pagada por los hijos y los hijos de los hijos. A veces una generación completa prefiere morir bailando, y puede que esa deserción sea el síntoma de secretos y negligencias pasadas.
Existe la hipótesis de que estos episodios pudieron ser causados por el cornezuelo, una especie de LSD de nuestros antepasados. Pero esta tesis ha sido descartada, porque sus efectos sobre el cuerpo se parecen más a las contorsiones de una crisis epiléptica que a las del cha cha cha. Hay cierto consenso de que se trató de casos de histeria colectiva; por cierto, otro fenómeno posible en el animal humano, cuya falta de fundamento, es decir presentes a su Abismo, les hace ser miméticos, altamente influenciables. El segundo consenso es que estas epidemias ocurrieron en tiempos de inflación, peste, hambre y desesperación. Un día acabaron. Eso se dice. Pero podríamos dudar de ello. Cada tanto, el plan es morir bajo el manto de un sentimiento oceánico y narcótico. Las autoridades, tal como las de los pueblos medievales, quedan consternadas sin saber que hacer. Incluso los especialistas, como los músicos de Estrasburgo, pueden intensificar la locura.
5.
La carne humana es triste. Y lo es porque desea. Condenados como especie a buscar siempre, siempre insatisfechos. En el Tíbet dicen que el alma humana es como el camello: cuando lo quieren guiar, tira en diez direcciones distintas, pero cuando lo dejan en paz, ni siquiera se mueve. La lógica del espíritu es paradójica, porque la lógica de la existencia es paradójica, hecha de verdades parciales, transitorias.
Pero es justamente ese desajuste lo que permite otras locuras interesantes: no se sabe cómo ni para qué, pero el animal de Abismo usa palabras como promesas, contrae deudas con las palabras. También las puede usar para esa locura que es el perdón, justamente de lo imperdonable (el único perdón). Y algo más. Hay una cualidad asombrosa que a veces toman las palabras: cambia la cualidad de lo que toca y, por ejemplo, puede traer a un cuerpo a la comunidad humana.
Una última locura (cosas que la boca puede hacer: poner un nombre):
En 2003 Aurora -quien aún no se llamaba así, en rigor, no se llamaba- fue arrojada en el vertedero Lagunitas de Puerto Montt. Era una recién nacida y no se sabe si alcanzó a respirar, por lo tanto, jurídicamente, no se podía considerar persona. Su segundo destino, tras ser hallada, sería terminar otra vez en la basura. Bernarda Gallardo escuchó la noticia y se le vino algo al cuerpo. Se le ocurrió dar una pelea burocrática para que esa criatura tuviera un nombre y un funeral. No paró ahí. Lo hizo varias veces más. Son sus hijos póstumos dijo.
La compasión no se puede enseñar como se enseñan las matemáticas. Acá no hay pedagogía, sino testimonio. Que, como todo testimonio, no es sobre ella –Bernarda- sino de los ausentes, por los que no pueden dar testimonio y paradójicamente, son ellos, los hundidos, antes que los salvados, lo únicos que saben que ser humano no es algo garantizado por la especie. Los salvados, los que testimonian, saben de su deuda, usan su boca con el respeto que el Abismo merece.
* Constanza Michelson es psicoanalista y escritora. Psicóloga y magíster en psicoanálisis por la Universidad Diego Portales.
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