Un maquillador profesional que trabaja en una funeraria le cuenta su vida al cadáver de una mujer y se termina enamorando. Un hombre empapado y estresado en partes iguales asiste a una sesión de terapia que se vuelve una gélida pesadilla kafkiana. Otro recibe una llamada en medio de la noche de parte de un compañero de guerra de su padre, ambos muertos, que necesita la ayuda de su Coronel ante la avanzada de los alemanes en la Segunda Guerra Mundial, “una llamada cuyos interlocutores parecían haber hablado desde dos extremos del tiempo”.
Los cuentos de Parecía primavera, del escritor argentino Gustavo Bussot, poco tienen que ver con su obra previa, los libros para niños Las lunas de Simón y El mágico zoo de Simón. En estos quince relatos, editados por Bärenhaus, Bussot varía entre el realismo y la fantasía para sacarle el polvo a lo cotidiano y volverlo extraño, algo que hay que mirar con nuevos ojos sin la opacidad de la costumbre.
En el prólogo, el novelista peruano Mario Zegarra describe a Parecía primavera como “un libro intenso, irónico, vertiginoso, y al mismo tiempo melancólico y lúcido, en el que los personajes conciben el mundo como un inexplorado territorio cotidiano. No es un equívoco decir que con Parecía Primavera no hay modo de equivocarse”. Aunque el lector pueda imaginarse los posibles desenlaces de estos cuentos, Gustavo Bussot guarda un as bajo la manga con el que se guarda los secretos del texto hasta su última oración.
Leé el cuento “Ema lo sabía”, de Gustavo Bussot:
Yo tenía el celular en silencio, por eso no lo había oído sonar. Cuando vi la pantalla encontré cinco llamadas perdidas, y todas del trabajo. Marqué el número, y atendió Eliseo, uno de los dueños de la funeraria.
—Venite cuanto antes —me dijo—: es urgente.
Dejé el almuerzo por la mitad, pagué en la caja y salí corriendo. Llegué en menos de cinco minutos y bajé al sótano, donde se preparan los cadáveres para entrar lo más dignamente posible en la sala velatoria.
Ahí estaba ella. Era joven, de unos veintipico, y cuando la vi sentí que me estallaba el corazón. Atilio, el otro dueño de la funeraria, ya la había bañado y secado. Ella todavía tenía el pelo húmedo.
—Dicen que fue de repente —contaba Atilio, señalando la camilla con el mentón—. Una aneurisma. Mirá: es una piba. Preparala para el desfile final. La familia está esperando arriba, destrozada. Hacé lo mejor que puedas.
No iba a costarme mucho: ella era hermosa. Tenía la piel tan blanca que permitía calcar cada vena de su cuerpo. Si uno fijaba bien la vista, podía distinguir hasta algunos vasos todavía rosados. Qué placer contemplar esos ojos claros y sin vida, entreabiertos. Y ni qué decir de aquellos labios rosados y pálidos, tan generosos que daban ganas de besarlos una y otra vez. Pero besarlos muy suavemente y con respeto, sin perturbar el profundo sueño de la muerte. Tenía un cuerpo increíble: piernas largas y delgadas coronadas por un delicado y casi imperceptible vello rojizo, prolijamente recortado. Su cintura era perfecta, y arriba del ombligo asomaba un pequeño tatuaje de una mariposa azul. Era, sin duda, la mujer más hermosa que había visto en mi vida. Y yo había visto muchas mujeres, cuando trabajaba con los vivos, trabajo que me llevó a conocer modelos de casi todo el mundo.
Ninguna de ellas podía compararse con esta chica. La miré unos minutos, y rodeé la camilla para estudiarla mejor. Ni un solo error había en sus rasgos: pómulos marcados, ojos perfectamente simétricos y, como se conocen en el mundo de la moda y el maquillaje, deep set eyes; tan expresivos y penetrantes que ni aún la muerte misma podría desvirtuarlos. Su nariz era recta y fina, dándole rasgos aún más delicados e intensos. Más que perfecta, pensé.
No me dijeron su nombre, pero tenía cara de Ema.
Dejé de admirarla para empezar con mi trabajo. Peiné hacia atrás su larga melena roja, que quedó suspendida como una cascada de sangre. Abrí mi maletín y saqué todo el contenido. Lo único que dejé a un costado, sobre un estante, fue el bisturí con el que a veces raspo las uñas infestadas de hongos.
La miré un instante más y empecé a trabajar. Pensé para sus párpados un verde esmeralda que contrastaría con el rojo pálido de sus cejas. Lo apliqué, y después le bajé un poco la intensidad. Puse corrector debajo de sus ojos, no porque ella lo necesitara, sino más bien por costumbre.
Mientras trabajaba le pregunté qué le había pasado, cómo había llegado aquí. No quiso contarme.
Entonces decidí empezar a hablar yo, y me presenté.
—Me llamo Bruno Park —le dije mientras me acomodaba—. En realidad, Parquazzi. Park es mi nombre artístico. Soy maquillador profesional; a lo mejor oíste hablar de mí, porque algo me dice que eras modelo.
Entonces le conté toda mi vida: que había trabajado con los mejores diseñadores del mundo, durante más de diez años, hasta que un día dije basta. No soportaba que mi trabajo durara sólo un desfile, y después a la basura. Un día que volvía de unas tomas, bastante angustiado por no poder encontrar una salida, vi el anuncio salvador en la vidriera de esta funeraria:
SE NECESITA MAQUILLADOR PROFESIONAL
—Hace cinco años que trabajo acá, y estoy feliz. Ahora mi arte dura lo que tiene que durar: la eternidad de la muerte.
Seguí con sus mejillas, y acentué el rosado en los pómulos. Usé un tono de rosa menor para el resto de la cara y parte del cuello. Delineé sus ojos, con mucho cuidado. A las pestañas les di un poco de volumen. Era sin duda mi mejor trabajo, el más sublime. Pero por ella, no por mi habilidad.
Mientras le pintaba los labios, seguí con mi historia: tenía tema de sobra, y ella me escuchaba atenta mente, sin interrumpirme. Sentía que tenía que ser sincero, y también le hablé de mis parejas. No sé si le gustó mucho. Me dio la impresión de ver una mueca de desagrado.
—Ninguna —le dije—, ninguna puede compararse con vos. De verdad: tenés una luz especial, un brillo único.
Todo eso le dije. Y también le dije que estaba enamorándome. Pero no hacía falta: me di cuenta de que Ema lo sabía.
Afuera los dueños de la empresa esperaban ansiosos. Los oía ir y venir. Se abrió la puerta, y se asomó Atilio, y desde el umbral me preguntó si me faltaba mucho.
—Dame media hora, y te aviso —le pedí mientras cerraba, lentamente, la puerta en sus narices. Se fue sin protestar mucho.
Volví a la mesa de trabajo para contemplar a Ema, una vez más. Advertí entonces un detalle: me había olvidado de sus manos. Las miré detenidamente, y estaban perfectas. Sus dedos eran largos y finos. Sólo había que pintarle las uñas. En la camilla, demasiado estrecha, con las manos suspensas a los costados, iba a resultar difícil.
Desplegué un sudario en las baldosas, y con mucho cuidado, para no arruinar nada de lo hecho, la bajé al piso. La dispuse sobre la tela, boca arriba, sujeté su mano izquierda con amabilidad, y le pinté las uñas de bermellón. Los esmaltes de secado rápido son un buen invento.
Dejé al descubierto la mano terminada, y me cambié de lado para pintar la otra. Cada dedo que coloreaba se volvía más dócil y extrañamente suave. Por alguna razón, aquel fenómeno me indicaba que Ema se sentía cómoda conmigo. Me parece que ella también estaba enamorándose.
Terminé el trabajo, y quise contemplarla otra vez.
Era un sueño. Ese sueño del que nadie querría despertarse. Ema era la mujer que había estado esperando. No podía dejar de mirarla. No podía no amarla.
—Sos hermosa, Ema —le murmuré al oído, y creo que sonrió, cómplice. Ahí entendí que éramos el uno para el otro. Más allá de las estúpidas circunstancias. Más allá de todo.
Estiré el brazo, y de la repisa cercana agarré el bisturí. Me acosté junto a ella, y cerré los ojos. Practiqué el corte, sin queja alguna, y dejé que el rojo de la pasión fluyera de mis venas.
Tomé la mano recién pintada, y me fui con mi amada a darnos una vuelta por toda la eternidad.
Quién es Gustavo Bussot
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1963.
♦ Se desempeñó como periodista, actor, productor y creativo publicitario, hasta que entendió que su vocación era escribir.
♦ Además de Parecía primavera, publicó los libros para niños Las lunas de Simón (2018) y El mágico zoo de Simón (2019).
♦ Estudió en el taller literario de Osvaldo Beker en la Escuela Superior de Letras Eduardo Mallea, y con Agustina Gatto y Guido Gallo en Laboratorio de Guion.
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