Malditas hermosas ciudades: por qué pueden salvar el mundo y los latinos son fundamentales para eso

La construcción de edificios altísimos aumentó más del 400 por ciento en el mundo y mil millones de personas viven en barrios marginales. Por qué desde ahí puede llegar algo mejor y la sorpresa de quién lo encabezará.

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Historia y presente. Bogotá, el desarrollo de las ciudades latinoamericanas. (Foto REUTERS/Luisa González)
Historia y presente. Bogotá, el desarrollo de las ciudades latinoamericanas. (Foto REUTERS/Luisa González)

Esto sucedió días atrás en un local de una cadena de librerías. De ésas con muchas sucursales que repiten el mismo diseño, las mismas alfombras, los mismos uniformes, la misma iluminación, la misma base de datos, el mismo desodorante de ambiente y el mismo ciclo que va de la vidriera al depósito. La librería está en un shopping suburbano. De los que tienen hipermercados, patios de comida, complejos de cine y un estacionamiento casi siempre desierto del tamaño de varias canchas de fútbol. Este shopping está en una ciudad de veinticinco mil habitantes, alguna vez un importante centro industrial y ferroviario, ya no.

La ciudad suburbana está pegada a la ciudad capital, donde viven más de tres millones de personas. O, más que pegada, está separada por un río contaminado y maloliente cuyo saneamiento ya nadie parece tomarse en serio. El shopping se construyó a finales del siglo XX en unos terrenos ferroviarios de mala fama, llenos de yuyos y chatarra, quizás abandonados, quizás con poco uso, quizás a la espera de un negocio mejor.

Al frente de esos terrenos de mala fama estaba una sede de la universidad más importante del país y, según cuentan, la más valorada de Iberoamérica. La calle de la universidad era de tierra y cuando llovía las aulas se llenaban de barro. A esa calle la asfaltaron más o menos en el mismo momento en que construyeron el shopping. No fue en la época de las carretas. Kurt Cobain ya se había muerto.

De un lado está Uruk, en la ribera del río Éufrates, la primera ciudad, donde se inventó la urbanidad y donde llegaron a vivir entre 50 y 80 mil personas; del otro lado está Lagos, en Nigeria, la ciudad definitiva del siglo XXI

Lo que sucedió, días atrás, en esta cadena de librerías de shopping de ciudad suburbana, es que juntaron dos libros en una mesa de novedades. Uno al ladito del otro. Pegados. Nada que amerite una placa conmemorativa. Nada que aliente una visita del intendente para tomarse una fotografía. Pero los libros estaban juntos y, si este suceso tiene un sentido, es que contamos con suficiente historia cultural para que nos resulte significativo. En lo más literal del término: para que signifique algo.

Durante mucho tiempo los shoppings fueron vistos como todo lo que estaba equivocado en los suburbios. Una Estrella de la Muerte para la Historia, las relaciones y la identidad de las comunidades. Desde hace menos, en especial en Estados Unidos, donde los shoppings suburbanos, ahora en decadencia, esperan desahuciados a las bolas de demolición, empezó a contemplarse que, después de todo, tampoco estaban tan mal. Por ejemplo, escribió la arquitecta Alexandra Lange en Meet Me by the Fountain: An Inside Story of the Mall, libro publicado en estas semanas, varias ciudades podrían aprender mucho de los shoppings respecto a los accesos y comodidades para personas ancianas o con discapacidades motrices. Ni hablar de las señalizaciones, los bancos o los baños públicos.

En marzo, en un artículo en CityLab, Lange escribió sobre la nostalgia por las cadenas de librerías de shoppings suburbanos. Eran grandes negocios, seguro, pero también espacios de reunión informal y sitios de encuentros fortuitos de los que habitualmente carecen las ciudades chicas. En esta ciudad suburbana de veinticinco mil habitantes, antaño industrial y ferroviaria, ya no, la librería del shopping es la única con novedades y catálogo y “ahora no lo tenemos pero podemos pedirlo”. Hay también, en esta ciudad, una librería de saldos, al frente de la plaza central, y otra, en una avenida venida a menos, especializada en revistas de segunda mano dignas de un consultorio odontológico de 1970. Todo lo demás que lleva el nombre de “librería” vende cartulinas y sacapuntas. Si alguien quiere un libro que no esté saldado o sacado de un contenedor de basura, o bien va al shopping, o bien cruza el río contaminado y maloliente hacia la ciudad capital.

Lange destaca otro atributo de estas cadenas de librerías de shopping, oportuno para la anécdota que aquí nos convoca: están menos curadas. Tienen menos pruritos a la hora de juntar novedades editoriales. Lo que permite que libros que de otro modo no serían debidamente presentados se pongan a dialogar. Eso ocurrió en el shopping. Acomodaron La ciudad latinoamericana de Adrián Gorelik junto a Metrópolis de Ben Wilson. Uno al lado del otro. Pegados. Podías levantar uno, ojearlo, levantar el otro, lo mismo. Ambos están escritos por historiadores y tratan sobre ciudades. Y no podrían ser más diferentes. Uno es un paciente estudio sobre el nacimiento y el declive de la ciudad latinoamericana. El otro es un desenfrenado viaje urbano desde los primeros asentamientos humanos hasta los confinamientos por Covid-19. En las librerías curadas de la ciudad capital, al otro lado del río contaminado y maloliente, los acomodaron en diferentes estantes. Lejos. Sin comunicación. En los shoppings suburbanos funciona de otra manera. Nada que amerite la placa conmemorativa ni la visita del intendente. Pero significativo, a su manera.

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Esa cosas que fue novedosa

Entre las décadas de 1940 y 1970 existió una cosa que no había existido hasta entonces y que tampoco existiría mucho después. Era una cosa poderosa, ineludible, capaz de estructurar conversaciones públicas, temarios estatales, fondos financieros, programas políticos e intelectuales. Todo parecía pasar por esta cosa. Nada parecía excederla. Esa cosa novedosa, ahora relegada a papeles amarillentos archivados en estantes de bibliotecas llenas de polvo y de fantasmas, es la ciudad latinoamericana.

Escrito por el historiador y arquitecto Adrián Gorelik, La ciudad latinoamericana: Una figura de la imaginación social del siglo XX es un trabajo histórico meticuloso acerca de la creación y la caída de este concepto: “La ciudad latinoamericana de la que se habla en este libro no tiene una existencia material; no es ―digamos― una ‘ciudad real’, sino un artefacto de la inteligencia, que organizó en torno a la cuestión urbana una serie de representaciones sobre el pasado y el presente de América Latina, y muy especialmente, sobre los rumbos necesarios para su transformación”.

Esta construcción intelectual, la ciudad latinoamericana, se volvió inseparable de las nociones de modernización y desarrollo. Venían en paquete. Como un combo de hamburguesa, papas fritas y Coca Cola. Y la inclinación anímica al respecto era de optimismo. Inclinación anímica que no cambió entre los años 40 y 70 del siglo XX. A pesar de que, al final de este ciclo, todo lo demás sí había cambiado: se cuestionó el papel de los centros urbanos, las teorías del desarrollo fueron barridas por las teorías de la dependencia y el reformismo modernizador cedió ante la radicalización revolucionaria. Pero el optimismo se mantuvo. Sólo que desde posiciones opuestas: la transformación latinoamericana ya no se realizaría por intermedio de la ciudad, sino a pesar de la misma, o en su contra.

La transformación latinoamericana ya no se realizaría por intermedio de la ciudad, sino a pesar de la misma, o en su contra

Hay que repasar cómo sucedió. Hubo, a partir de los años 30 y 40 del siglo veinte, una concurrencia entre las migraciones masivas hacia las ciudades, la alta producción académico-intelectual sobre el tema y la importancia que se le dio a este conocimiento en la elaboración y aplicación de políticas públicas. Las ciencias sociales crearon nuevas herramientas para tratar el fenómeno. Con lo que eso conlleva: instituciones, programas, carreras, becas y subsidios que dieron forma a un campo académico específico, la planificación urbana y regional, cuyas propuestas técnicas se tradujeron en proyectos estatales. Algunos estridentes, como la creación de Brasilia y Ciudad Guayana, otros menos estridentes, pero igual de contundentes.

El vertiginoso proceso de urbanización, vinculado a las migraciones del campo a la ciudad, no fue un fenómeno estrictamente latinoamericano. La experiencia coincidió con la de muchas ciudades del Tercer Mundo (otra categoría de época). Pero en América Latina, a diferencia de África y Asia, ya existía una tradición de planes urbanos: la ciudad latinoamericana había sido, desde el siglo XVI, “un experimento de avanzada del pensamiento europeo que moldeó el continente y fue moldeado por él”, escribió Gorelik, investigador del Conicet y docente de la Universidad de Quilmes, autor de libros como Miradas sobre Buenos Aires y La grilla y el parque.

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América latina, ese lugar de experimentación

Este experimento de la ciudad latinoamericana —o más bien, este laboratorio en el cual experimentar― se armó bajo el amparo del paradigma estructural-funcionalista y las teorías de la modernización. Pero con algunos ajustes. Pues estos países latinoamericanos, en los que se propuso la ciudad como motor productivo, no tenían el mismo desarrollo industrial que los países en los que estas corrientes de pensamiento se habían cocinado, horneado y aireado en la ventana. Así que lo que había sido un proceso histórico cultural occidental (la modernidad), explica Gorelik, se convirtió en un proceso técnico de difusión de la civilización industrial como modelo de desarrollo universal (la modernización). En el espacio de experimentación de América Latina, el desafío consistía en modernizar sin exacerbar los problemas que la modernidad había traído a los países desarrollados desde la posguerra.

El papel de la academia estadounidense fue fundamental en la creación de la ciudad latinoamericana: de allí salieron autores, libros, especialistas, ideas, instituciones, categorías, fondos y centros de estudios multidisciplinarios, que dieron forma a una red de pensamiento urbano panamericana, como la llama Gorelik. Anduvo bien. Al rato se discutía a la ciudad latinoamericana valiéndose del continuo folk-urbano o la cultura de la pobreza, se seguía a la Escuela de Chicago o se participaba de la polémica Redfield-Lewis, se investigaban distintas formas de marginalidad propiamente urbanas (la villa miseria, la favela, la barriada) con apoyo de la fundación Ford o Rockefeller. Las relaciones entre campo y ciudad nunca recibieron tanta atención teórica, ni fueron objeto de tanta experimentación, como en este momento. Es importante porque este movimiento migratorio, en pocas décadas, convirtió a América Latina en un “continente urbano”, tan precario y desigual como antes, dice Gorelik, cuando era un “continente rural”, sólo que ahora con una nueva vidriera que lo puso en lo alto de las preocupaciones públicas.

La construcción de rascacielos aumentó un 402 por ciento en todo el Planeta

En los años 60 el desarrollismo empezó a perder terreno ante las teorías de la dependencia: la urbanización explicaba la perpetuación del subdesarrollo. El estructuralismo marxista de tradición francesa le sacó terreno al funcionalismo. Aparecieron voces anti-urbanas más duras. La oposición campo/ciudad, disuelta por las nociones de continuum y transición, volvió a primer plano.

Hacia el final de este ciclo, en la década de 1970, las promesas de desarrollo y modernización no parecían haberse cumplido. La ciudad latinoamericana dejó de pensarse como la vanguardia del desarrollo de la región y comenzó a verse con desconfianza, como obstáculo para cualquier transformación revolucionaria. La ciudad burguesa y contrarrevolucionaria, se afirmó, nunca había abandonado su papel de productora y reproductora de relaciones de poder del sistema capitalista. La transformación continental, a la que continuaba mirándose con optimismo, residía fuera de las urbanizaciones; estaba en el campo, ese par antagónico de las ciudades latinoamericanas.

Luego de eso, tras el optimismo primero desarrollista y luego revolucionario, siempre reformista, en el que no pocas veces se mantuvieron los mismos actores, las mismas instituciones y los mismos problemas, la ciudad latinoamericana dejó de existir.

Chau ciudad

Por tratarse de una figura de la imaginación social, explica Gorelik en su libro publicado por Siglo XXI, la ciudad latinoamericana “existió mientras hubo voluntad intelectual de construirla como objeto de conocimiento y acción, mientras hubo teorías para pensarla y mientras hubo actores e instituciones dispuestos a hacer efectiva esa vocación. Y esas condiciones especiales, esa particular coyuntura histórica, tuvo lugar en un momento preciso: entre las décadas del 40 y el 70 del siglo XX”.

No es que la ciudad, en América Latina, no haya sido considerada importante antes de este período. Lo fue, claro, pero siempre en contextos nacionales: ciudades peruanas, o argentinas, o bolivianas, pero no latinoamericanas. Tanto si la ciudad podía encarrillar la organización del estado nacional moderno, tanto si representaba los vicios y la decadencia frente a una nación tradicional añorada, no existía una vocación intelectual por tomarlas en conjunto. Después de este ciclo, a partir de la década de 1980, ya sin el peso del pasado desarrollista ni revolucionario, la ciudad latinoamericana, como concepto, dejó de expresar una realidad teóricamente productiva. Suele aparecer para nombrar los males que se le achacan: pobreza, marginalidad, narcotráfico, fragmentación, violencia, corrupción, etc. Y, en el mismo movimiento, se explicita la imposibilidad comparativa y el problema de las generalizaciones; por eso, ahora, suelen examinarse ciudades específicas. Si algo las atraviesa, acaso, es esa construcción llamada “cultura urbana latinoamericana”, pero, en todo lo demás, la perspectiva, como la define Gorelik, es poslatinoamericana.

Paisaje latinoamericano. La carretera Panamericana Sur, en Lima. (Foto: Infobae/María Elena Mamani.)
Paisaje latinoamericano. La carretera Panamericana Sur, en Lima. (Foto: Infobae/María Elena Mamani.)

La ciudad latinoamericana es un libro cuidadosamente tallado. Un trabajo de archivos y bibliotecas, metódico y bien documentado, un texto a la vez abierto y letrado, puntodevisteano (por la revista Punto de Vista, en la cual Gorelik se desempeñaba como subdirector el momento de su cierre), que se toma su tiempo para trazar una hipótesis clara, desarrollarla, hacerla crecer, acotarla, ponerle presión para ver si aguanta, o no, y dejar que emerja una conclusión.

Todo lo contrario al libro que le tocó en suerte como vecino en el shopping suburbano. Aunque, si se quedan hasta el final, justo antes de los títulos, verán un giro de la trama digno de M. Night Shyamalan.

Metrópolis, una gran historia

Metrópolis: Una historia de la ciudad, el mayor invento de la humanidad, escrito por el historiador y periodista londinense Ben Wilson y publicado en 2020, ahora en español a través del sello Debate, apuesta por narrar la historia de las ciudades. Así, en general. No es una empresa sencilla. El riesgo de resbalarse y caerse en Wikipedia es grande. Sin embargo, el libro se sale con la suya. Y lo hace en su propia ley. Nada de textos metódicos ni hipótesis claras. Metrópolis es un recorrido frenético y enredado con un guía turístico altamente informado y motivado, que señala allá, acá, más allá, que arroja mil datos, ejemplos y referencias por segundo; un expositor comprometido y simpático, sin dudas entretenido, pero siempre apresurado, sin tiempo para ahondar ni desarrollar: vamos, no se detengan, tenemos que cubrir seis mil años en quinientas páginas.

Hay sitio para todo, pero al pasar, como visto desde un bus de techo abierto. La comida callejera de Roma en el siglo II, Tony Soprano conduciendo por el túnel Lincoln, la relación entre suburbios y amenaza atómica, la pregunta de si los templos precedieron a los cultivos, o viceversa, el café de Constantinopla, el Poema de Gilgamesh y “Jesus of Suburbia” de Green Day, los flâneurs parisinos del siglo XIX y las bibliotecas de la comuna 13 de Medellín, el islam y los camellos, los aspersores de los jardines, la larga esperanza de vida de los coyotes urbanos en comparación con la corta vida de los coyotes rurales, los bombardeos aéreos sobre Varsovia, Hiroshima a 4000 grados bajo 64 toneladas de plutonio, las excavaciones arqueológicas en la antigua Mesopotamia, el planeta visto desde el espacio y N.W.A. mandando a la mierda a la policía a ritmo de hip hop. En cuanto se le agarra el compás y se entienden sus cláusulas, funciona más que bien. Alguien lo expresó de maravillas hace décadas: no culpes a un parque temático por no ser una catedral.

La rápida propagación de Covid-19 por todo el planeta, dice Wilson, “fue una especie de impuesto siniestro que hubo que pagar por el triunfo de la ciudad del siglo XXI.

Vivir en una ciudad es excitante. En las ciudades brotaron las ideas y las técnicas, las revoluciones y las innovaciones que marcaron la historia. En el año 1800, solo el 3 o 4 por ciento de la población humana residía en ciudades, y sin embargo, dice Wilson, ese 3 o 4 por ciento urbano cambió el mundo. Las ciudades son lugares de comidas y bebidas, de compras y chismes, de juego, sexo, placeres, seguridad y emociones, de duchas con agua caliente y de fiestas, de mirar las cosas que pasan, de rituales en cafeterías, plazas y estadios. Las ciudades son también sitios de plagas, pandemias y enfermedades, de estrés y polución, de basura y excrementos. Pueden ser grandes, impersonales y alienantes, entornos duros y despiadados, “hervideros de ruido, contaminación y hacinamiento que destrozan los nervios”, escribe Wilson, que estudió en la Universidad de Cambridge y publica en diarios y revistas como The Spectator, GQ y The Guardian.

La rápida propagación de Covid-19 por todo el planeta, dice, “fue una especie de impuesto siniestro que hubo que pagar por el triunfo de la ciudad del siglo XXI. El virus se expandió por toda la compleja red social que las hace tan exitosas y tan peligrosas para nosotros”. Cuando los urbanitas abandonaron las ciudades y se marcharon al campo, fueron recibidos con disgusto, incluso rechazados: no solo traían el virus, sino que además habían abandonado a sus vecinos. “Aquella reacción fue un recordatorio del antagonismo que se ha dado a lo largo de la historia entre la ciudad y lo que no lo es: las metrópolis como lugares de privilegio y fuentes de contaminación; lugares que prometen riqueza y prosperidad, pero de los que se huye a la más mínima señal de peligro”.

Pronto, escribe Wilson, no habrá muchos lugares adonde huir. A mediados de este siglo, dos tercios de la población humana residirán en ciudades, o en espacios urbanos, que incluye los suburbios. Para finales del siglo XXI habrá terminado un proceso de seis mil años del que saldremos como una especie totalmente urbanizada.

De Uruk venimos

Esos seis mil años tienen dos extremos. De un lado está Uruk, en la ribera del río Éufrates, la primera ciudad, donde se inventó la urbanidad y donde llegaron a vivir entre 50 y 80 mil personas; del otro lado está Lagos, en Nigeria, la ciudad definitiva del siglo XXI: “Gigantesca, inconmensurable, ruidosa, sucia, caótica, masificada, estresante, peligrosa, Lagos representa los peores rasgos de la urbanización moderna. Pero también evidencia algunos de los mejores”. ¿Cuáles son los mejores? Para Wilson, la economía de subsistencia y los asentamientos informales, el urbanismo DIY, de “hacerlo vos mismo”, de arreglártelas como puedas, la cultura del rebusque: “Los arrabales miserables e insanos de las ciudades de países en desarrollo son algunos de los lugares más emprendedores del planeta, y albergan sofisticadas redes de apoyo mutuo que hacen más llevaderos los reveses y las tensiones de la vida en la megalópolis”.

Rascacielos en el distrito financiero de Lujiazui de Pudong en Shanghai. (Foto AFP)
Rascacielos en el distrito financiero de Lujiazui de Pudong en Shanghai. (Foto AFP)

El siglo urbano será de rascacielos y barrios marginales. A imitación de Shanghái y otras metrópolis chinas, en el siglo XXI la construcción de rascacielos aumentó un 402 por ciento en todo el planeta. En menos de veinte años, los edificios de 150 metros y cuarenta pisos pasaron de 600 a más de 3200. A mediados de este siglo habrá 41.000. Este paisaje vertical da a entender muchas cosas. Por ejemplo, que es allí en la ciudad donde está el dinero. Porque efectivamente es allí en la ciudad donde está el dinero.

La economía global se mueve alrededor de unas pocas ciudades y de sus regiones: en 2025, 440 ciudades con una población total de 600 millones de habitantes, o sea el 7 por ciento de la población mundial, representarán la mitad del producto interno bruto del planeta. Ciudades como San Pablo, Moscú y Johannesburgo producen por sí solas entre un tercio y la mitad de la riqueza total de sus respectivos países. Si Lagos, con el 10 por ciento de la población de Nigeria y el 60 por ciento de la riqueza, proclamara su independencia, se convertiría en el quinto país más rico de África.

Esto no es nuevo: desde la antigua Mesopotamia y la Mesoamérica precolombina, durante el ascenso de la polis griega o en el apogeo de la ciudad-estado medioeval, un selecto grupo de metrópolis monopolizó el mercado. Lo que destaca al siglo XXI es que en esos centros de riqueza haya, también, tanta gente que la pasa tan mal.

Según las Naciones Unidas, los asentamientos informales y los barrios marginales carentes de infraestructura básica se están convirtiendo en la forma de vivienda dominante del planeta: “El futuro estilo de vida de la mayoría de las personas se puede discernir con mayor precisión en las áreas densas, autoedificadas y autogestionadas de Bombay y Nairobi que en los resplandecientes distritos centrales de Shanghái o Seúl, o en la fastuosa expansión de Houston o Atlanta. En la actualidad, mil millones de personas —uno de cada cuatro habitantes de la ciudad— viven en un barrio pobre, en chabolas, en una favela, en una comuna, un gueto, un kampung, un campamento, un gecekondu, una ‘villa miseria’, o como se quiera llamar a este tipo de áreas urbanas que carecen de planificación y que se han ido construyendo sobre la marcha”. Y que es, para nuestro guía, uno de los mejores rasgos de la urbanización moderna.

Orgullo latino

Si las ciudades se expanden hacia arriba, también lo hacen hacia los lados. El crecimiento urbano empuja a las ciudades hacia humedales, selvas, estuarios, manglares, llanuras aluviales y terrenos agrícolas. Las ciudades pierden densidad en sus núcleos. Las periferias crecen, se urbanizan, hacen sus propias torres, erosionan la diferencia entre lo urbano y lo suburbano: “El problema del siglo XXI no es que nos hayamos convertido en una especie urbana demasiado deprisa, sino que aún no nos hemos urbanizado lo suficiente”. Eso no sería importante, dice Wilson, si pudiéramos despilfarrar los recursos del planeta a gusto. Si no tuviéramos que mover, por ejemplo, a varios millones de personas de las periferias a los centros, y luego el camino inverso, cada día de la semana.

Un barrio latino en Estados Unidos. (Foto AP)
Un barrio latino en Estados Unidos. (Foto AP)

En este relato, las ciudades son el producto del cambio climático. Hace siete mil años, el golfo Pérsico se elevó dos metros por encima del nivel actual, en el punto álgido del clima del Holoceno, cuando la temperatura y el nivel de los mares aumentaron en todo el planeta. Los humedales resultantes en el delta del Tigris y el Éufrates atrajeron pobladores. Había mucho alimento y fácil de obtener. Se quedaron. Cuando los humedales del sur mesopotámico se secaron, la civilización urbana, tras un milenio de existencia, ya estaba madura. Pudo tratar con los cambios y ajustarse.

Es natural que sean las ciudades, y no los estados nacionales, quienes encabecen la lucha contra el cambio climático, pues son, también, las principales damnificadas. La densificación poblacional es vital para conseguir la sostenibilidad medioambiental. La idea no es que todo el mundo se apiñe en los centros de las ciudades, pues allí no hay sitio suficiente, sino que las barriadas periféricas y los suburbios, al urbanizarse, adopten la forma, las funciones y la diversidad de usos, así como el desorden espacial, asociados normalmente con el centro.

Y si esto ocurre, dice Wilson, no será gracias a las torres vidriadas, las ciudades inteligentes, los sensores, los tecnócratas y los planificadores. Si hay una salida, una forma de arreglarlo, saldrá de aquellos millones que viven en asentamientos informales y en economías sumergidas, pues eso es lo que han sido muchos urbanitas durante los últimos cinco mil años: “Cuando se agoten las fuentes de energía y las ciudades se calienten, cuando sea más duro vivir en ellas, serán ellos los que improvisen las soluciones, si se les permite. Si algo nos enseña la historia, es que son ellos quienes lo lograrán”.

Cuando apenas faltan tres páginas para acabar su recorrido, nuestro guía todavía tiene tiempo de agregar más información. Otro dato, otro detalle, pero rápido, sin detenerse, pues ya viene el próximo contingente de turistas. Es el giro de la trama. Estilo Shyamalan, al final de Split, cuando la cámara gira en la cafetería y aparece el Bruce Willis de El protegido.

Wilson habla de un fenómeno propio de Los Ángeles: el urbanismo latino. Dice que es una manera completamente novedosa y deseable de habitar las ciudades del norte global. Los inmigrantes latinos y sus descendientes tienen menos autos que el resto de la población, caminan más, usan el transporte público, se encuentran al aire libre, conversan, utilizan sus jardines para redefinir lo público y lo privado, crean nuevas microcomunidades y tejen lazos, hacen a las ciudades más resilientes y sostenibles. Los supermercados son coloridos, la música está alta, hay fiestas en los parques y comida callejera, decenas de miles de vendedores ambulantes informales convierten a las avenidas en mercadillos, creando un urbanismo desordenado, el modelo de ciudad del sur global, que es como siempre han sido las metrópolis.

Si la ciudad latinoamericana, tal como Gorelik documentó su existencia entre los años 40 y 70 del siglo XX, ya no existe, la idea de una cultura urbana latinoamericana mantiene, especialmente en el llamado norte global, mucho del optimismo transformador que caracterizó a ese ciclo. Basta escuchar a Wilson, cuando afirma que el urbanismo latino nos recuerda que las calles no son solo para realizar trayectos, sino que son sitios en los que vivir y jugar: “Son el alma de la ciudad”, dice, y da por terminado el tour.

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