“Saigón, 8 de mayo. Correrá mucha sangre”: reeditan el libro del periodista argentino asesinado en Vietnam

Ignacio Ezcurra hacía una recorrida en jeep y bajó a saludar sin su chaleco antibalas. Nunca encontraron su cuerpo, sólo una foto en la que aparece atado y baleado. Sus artículos muestran el recorrido que lo llevó hasta allí.

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Ignacio Ezcurra y el libro que reúne sus crónicas.
Ignacio Ezcurra y el libro que reúne sus crónicas.

La habitación del hotel estaba desordenada, había papeles y apuntes sobre la cama, un uniforme militar en el armario y una hoja en la máquina de escribir en la que sólo aparecían las primeras palabras de un artículo inconcluso: “Saigón, 8 de mayo. Correrá mucha sangre en mayo”. Ignacio Ezcurra había salido apresuradamente y probablemente planeara regresar en seguida. No ocurrió.

El periodista argentino tenía sólo 28 años y nunca se encontró su cuerpo, sino tan sólo una fotografía en la que aparece con los brazos atados a la espalda, el rostro irreconocible , hinchado, traspasado por quién sabe cuántas balas. Había acompañado a tres colegas estadounidenses a recorrer Saigón en jeep cerca del mediodía y pidió detener el vehículo en una esquina para echar una ojeada. Bajó sonriendo, con una confianza contagiosa, y saludó con la mano tan deprisa que dejó olvidado su chaleco antibalas y el casco con la palabra “PRENSA” sobre el asiento. Era el barrio de Cholón, en una ciudad hoy conocida como Ho Chi Minh y por entonces, en 1968 y en medio de la guerra, capital de Vietnam del Sur. No se sabe quién lo mató.

En Vietnam. El periodista Ignacio Ezcurra. (Fotos donadas por la familia a la Biblioteca Nacional)
En Vietnam. El periodista Ignacio Ezcurra. (Fotos donadas por la familia a la Biblioteca Nacional)

En julio de 1972 la escritora y periodista Sara Gallardo recopiló artículos de Ezcurra de 1963 y hasta su muerte y publicó Hasta Vietnam, libro que ahora cumple 50 años y que fue reeditado por El Elefante Blanco.

Al homenaje se sumaron entonces otros colegas del joven periodista, entre ellos Manuel Mujica Láinez, con quien compartió redacción en La Nación, y que desde el prólogo describe a un muchacho que vivía velozmente. “Y sin embargo”, dice, “pese a la experiencia que surgía de sus andanzas, conservaba intacta una especie de candor, de lozana pureza espiritual, que rechazaba las amargas lecciones aprendidas y que le confería un encanto innegable”.

Seis días después de la muerte del Che Guevara, Ezcurra deseó que fuera cierto que el revolucionario dijera en un suspiro final “he fracasado”

El día antes de desaparecer Ezcurra dijo en una entrevista televisiva que entendía el riesgo que implicaba estar en Vietnam: ese riesgo era “un precio que tenemos que pagar por estar cubriendo la historia más grande y tal vez más triste de este momento”. Entonces Hasta Vietnam no es sólo un homenaje a un periodista que pagó el precio de contar una historia. Es también una forma de conocer, o de recordar, a Ignacio, un joven entusiasta que viajó por América, Europa y Asia con el sólo fin de informarse y de informar. Su camino terminó en Saigón, pero existió un recorrido previo, miles de kilómetros a pie, a dedo, en barco o en camión, que lo llevaron a ser aquel muchacho sonriente que bajó del jeep y se internó en Cholón para ya no salir.

Sin ser biográfico, el libro permite compartir ese recorrido de una vida hasta Vietnam, hasta que llegó Vietnam, hasta que desapareció Vietnam. Después hubo silencio. También hubo placas, homenajes póstumos y dos hijos: Encarnación, que tenía un año cuando murió el corresponsal, y Juan Ignacio, que nació 6 meses después.

Las crónicas

Desde Vietnam, de aquel objetivo primigenio que era cubrir la historia más grande y tal vez más triste, tan sólo alcanzó a escribir cinco artículos: crónicas en primera persona, subjetivas e intensas. La primera fue publicada el 19 de mayo de 1968, a 11 días de la desaparición de Ezcurra. Allí se deja ver cierta búsqueda de ecuanimidad, de equilibrio informativo. Es así que, pese a acompañar a las tropas estadounidenses y a tener un mayor acceso a fuentes del sur, habla de la “decisión y bravura” de los guerrilleros norvietnamitas que sorprenden a sus enemigos.

Antes de aquel 24 de abril en que llegó a Saigón, Ezcurra viajó a Estados Unidos y visitó Detroit, Washington DC y Nueva York. Era 1967, pleno auge de los movimientos por los derechos civiles en ese país. Aquel verano boreal hubo una serie de disturbios en barrios predominantemente negros de distintas ciudades y que terminaron con al menos 85 muertes. El argentino, sabiéndose blanco pero también latinoamericano (y esta era una ventaja), recorrió los centros de la violencia y entrevistó a líderes de los movimientos, entre ellos a Martin Luther King, que sería asesinado al año siguiente, un mes antes y a medio planeta de distancia que el mismo Ezcurra. También a Robert Kennedy, que por entonces aspiraba a la candidatura demócrata a la presidencia para las elecciones de 1968. “La solución del problema racial está en conseguir ocupación para todos. Trabajo”, le dijo al periodista mientras se alejaba presurosamente por un pasillo del Capitolio. Él también estaría muerto un año más tarde, también asesinado.

"Hasta Vietnam". Las crónicas de Ignacio Ezcurra
"Hasta Vietnam". Las crónicas de Ignacio Ezcurra

Y aún hoy están en las páginas los desconocidos, los anónimos del Harlem, “el ghetto negro” neoyorkino, que reclaman una lucha activa, tomar por las armas la Casa Blanca y pintarla de negro. Retratos de una época convulsa que se completa algunas páginas más adelante, con un puñado de textos de la sección Un rostro entre siete días, publicados entre 1966 y 1967 en La Nación. En estos breves perfiles, Ezcurra definió a algunos personajes de poder. A sus crónicas estadounidenses se le suma la semblanza de George Wallace, gobernador de Alabama y defensor acérrimo de la segregación racial. Hacia el final del texto advierte que el político tendrá, como siempre, “la lamentable simpatía de un gran porcentaje de los blancos en su país”.

Quizás estos perfiles ayuden a descubrir la mejor faceta del periodista, su costado más ingenioso y directo, pero también burlón, pintoresco. Define a Fidel Castro como “el vociferador centroamericano” y al soviético Nikita Jrushchov como uno de esos “rusos sonrientes, gordos y bondadosos”. Seis días después de la muerte del Che Guevara deseó que fuera cierto que el revolucionario dijera en un suspiro final “he fracasado”: “No está mal que así ocurriera, sobre todo al recordar que este hombre era de los que son implacables al amparo de la victoria”.

Ezcurra fue también un coleccionista de curiosidades que sabía, no sólo encontrar pequeñas grandes historias, sino narrarlas con una sencillez que reflejara la excentricidad de los personajes en cuestión, pero con una cercanía empática, casi familiar ¿De qué otra forma podría contarse la vida de Julio Hael, dueño de una droguería en Haedo que envía paquetes a todo el Gran Buenos Aires mediante palomas mensajeras en tiempos en los que hacer una llamada telefónica podía demorar hasta 12 horas? ¿Cómo retratar a ese grupo compuesto por un médico, un farmacéutico y dos estudiantes que transmutaron en músicos mediocres y terminaron haciendo una gira por toda el África, desde Ciudad del Cabo hasta Alejandría? ¿O a ese doctor estadounidense que no tuvo mejor idea que mudarse a Argentina para investigar perdices y “fabricar” nuevas especies? Es así que los textos no pierden frescura ni vigor.

Pero quizás la mayor cualidad de este joven periodista sea su capacidad de síntesis. “En dos trazos, plantaba la figura; en dos trazos, la hacía mover”, dice Mujica Láinez. En 1958, a los 19 años, viajó durante ocho meses desde Argentina hasta Nueva York y resumió el periplo (y todas sus aventuras y desventuras) en un breve texto titulado 20.000 kilómetros a dedo: un rejunte de personajes e historias, de campesinos en Bolivia, indios jíbaros que reducen cabezas en Ecuador, presos políticos en la Nicaragua del dictador Somoza, un pistolero ebrio y vengativo en México. El viaje que podría haberse escrito en un extenso libro de memorias se convierte en pinceladas sutiles, precisas. No hace falta más.

En su crítica a la primera edición de Hasta Vietnam, Luisa Valenzuela nota que Ignacio Ezcurra, “este incesante viajero”, casi nunca se detuvo ante monumentos o edificios, sino que se limitó a retratar el paisaje humano: los miedos, las esperanzas, la sorpresa, la risa, el cansancio, el hartazgo. Como si hubiera querido pintar a toda la humanidad en un puñado de personajes. Como hombre, nada humano le fue ajeno.

Su libro póstumo prueba que la persona que fue Ezcurra pesa más que su mitificación como mártir del oficio periodístico y justamente por el modo en que vivió y escribió. Con la velocidad suficiente como para no perder rastro de nada y la parsimonia para encontrar historias inauditas. Una vieja máxima de Robert Capa reza que “si tus fotos no son lo suficientemente buenas, es que no te has acercado lo suficiente”, y el joven de sólo 28 años respetó esta lógica. Tanto que quizás pagara con su vida por ello, aunque nunca sepamos por qué decidió bajar en Cholón, solo, sin casco ni chaleco antibalas.

Ni siquiera en la última instancia, sabiendo el riesgo de viajar al sudeste asiático para cubrir una guerra, perdió su humanidad. Y así como sintetizó figuras en sus perfiles, su personalidad también puede plasmarse en una sola frase: cuando las fotógrafas Sara Facio y Alicia D’Amico a modo de broma sugirieron acompañarlo, tomar fotos y de paso cuidarlo al otro lado del mundo, él respondió con seriedad “nunca permitiría que alguien que quiero vaya a Vietnam”.

Ignacio Ezcurra (1939-1968): estudió Letras, Sociología e Historia en la Universidad de Buenos Aires y Periodismo en la Universidad de Missouri, trabajó en el diario La Nación y en revistas como Atlántida, Vea y Lea y El Reflector. Hasta Vietnam se publicó por primera vez en 1972 y se reeditó en 1998, a 30 años de su muerte.

Hasta Vietnam (fragmento)

Valle de A Shau 8. Los rumores de paz parecen no haber llegado a este valle, enclavado junto a la frontera con Laos, donde las tropas norteamericanas y survietnamitas disputan con ferocidad a los norvietnamitas lo que durante dos años fuera su santuario. “Espero que en París se pongan de acuerdo, pero hay que recordar que durante los 18 meses que duraron las conversaciones de paz en Corea tuvieron lugar las batallas más sangrientas de la guerra”, recordó un oficial.

Llegué al valle en un helicóptero de la 9° División de Caballería. Hay que verla en acción, es el arma táctica más moderna con que cuenta el ejército norteamericano en Vietnam. Me habían recomendado en Saigón: “No vayas, manito –rogó al pie del helicóptero el soldado mexicano-californiano David Castañella-, es el suicidio. De allí vuelven todos cadáveres”. Desde la calle Camp Evans, la base del regimiento, el Huey se encaramó por sobre las montañas y a más de 4.000 metros de altura teníamos frío, a pesar de habernos ajustado el pesado chaleco contra las esquirlas. Con sables cruzados dorados, pintados en la nariz de cada uno, y el remedar de galope de las paletas, los helicópteros se movían como una nerviosa tropilla. “el éxito nuestro es la movilidad que nos permite saltar detrás de las líneas enemigas”, explicó el jefe del cuerpo.

Ya volábamos sobre el Valle y entre las nubes se veía el camino rojo construido por los norvietnamitas que se había convertido en la principal ruta de infiltración desde la senda Ho Chi Minh hacia las ciudades del norte de Vietnam del Sur. Bruscamente, y zumbando a toda velocidad, rozando la copa de arbustos y cerros. “A esta altura les resulta más difícil acertarnos”, murmuró un soldado, que rezaba con los ojos entrecerrados, mientras los dos artilleros ametrallaban los bultos sospechosos sin dejar de masticar chicle, cosa que parecían hacer al compás. Manchas negras, de las que sobresalía la cruz de las paletas, marcaban el lugar donde había caído y se había incendiado un helicóptero. “Tienen cañones de 35 mm. Nos derribaron más de 30″.

Siguiendo el camino rojo vimos desde el aire los camiones y las máquinas topadoras rusas que el ataque sorpresivo permitió capturar intactos. Y, por rachas, hileras de profundos cráteres que daban al fondo del valle un aspecto lunar. “Son las 30 toneladas de bombas de cada B-52. Ya las oirá de noche. Es el arma del terror”. El helicóptero nos dejó en el borde de una montaña donde se podían ver sus efectos. En kilómetros cuadrados no había quedado un árbol vivo ni un trozo de roca sin remover. Cráteres de 15 metros de circunferencia marcaban los lugares del impacto.

Difícil dar un paso sin pisar un trozo de hierro de las grandes bombas o de los recipientes de napalm. Desde más allá de la zona muerta se oían gritos de pájaros y monos. Desnudos hasta la cintura, los soldados cavaban trincheras para pasar la noche y luego las cubrían con maderas y bolsas llenas de tierra. “Al otro puesto lo atacaron con cohetes y morteros”. Casi intermitentemente el valle retumbaba con la artillería, por suerte amiga, buscando las posiciones norvietnamitas. Con árboles en el borde de la montaña y plantíos de maíz, mandioca y bananas en la vega, haciendo abstracción de ruidos, el valle recortaba un paisaje idílico. “Creo que una vez que termine la guerra vendré a pasar unas vacaciones aquí”, prometió el Tte. Fred Steinberg. Y el jefe de la compañía, Michael Sprayberry, me propuso: “mañana vamos hacia Laos. Hoy perdimos cuatro hombres y hubo 12 heridos. ¿Nos acompaña?” Acepté, era un desafío.

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