Aunque la escritora finlandesa Sofi Oksanen logró hacerse un lugar en la literatura nórdica desde la publicación de Las vacas de Stalin, su primer libro en 2003, fue con Purga, su tercera novela, que su nombre se hizo conocido mundialmente. Traducida a una treintena de idiomas, narra la resistencia de dos mujeres ante la violencia sexual en el marco de la invasión soviética en Estonia.
Con cinco libros en su haber, Oksanen volvió con una novela que profundiza la temática de la violencia sexual y reproductiva sufrida por las mujeres en ex territorios soviéticos, esta vez en Ucrania y con el foco puesto en la industria de la fertilidad y la subrogación de vientres.
El parque de los perros sigue a Olenka, una modelo que tiene que volver a su hogar de la infancia en Ucrania. En un contexto de crisis, Olenka comprobará que, desde su partida, todo sigue igual en su país natal: las mujeres son vistas como objetos de consumo y la ausencia de un marido genera desconfianza en los potenciales empleadores.
Así, la personaje principal de esta novela se verá inmersa en un turbio engranaje de corrupción en el que los cuerpos no son más que un producto, y las mujeres están dispuestas a todo, incluso a alquilar y vender sus órganos, para escapar de la dura realidad en la que viven. Con una prosa que pasa del realismo más crudo al thriller psicológico, con El parque de los perros Sofi Oksanen introduce al lector a las miserias de la Ucrania postsoviética en un momento en el que Rusia pretende volver a afianzar su poder en un país ya de por sí vapuleado.
Así empieza “El parque de los perros”, de Sofi Oksanen
Un pueblo, óblast de Mykoláiv, 2006
Cuando entré en el dormitorio por primera vez desde mi infancia, me sobresalté ante lo que tenía delante: había fotos mías enmarcadas sobre la mesa, sobre la cómoda y en las paredes. La mayoría eran recortes de revistas: anuncios amarillentos en los que se ofrecía todo lo que pueden vender las curvas de una mujer, desde quitamanchas hasta piezas de coche. Le había enviado las fotos a mi madre como muestra de mi trabajo como modelo y había imaginado que acabarían en un libro de recortes, pero ella las había utilizado para convertir la habitación en un santuario salpicado con colores llamativos y porcentajes de descuento que competían entre sí. En las imágenes no había nada digno de celebración, ni nada que recordar con orgullo. Me hicieron sentir náuseas.
Arranqué los recortes de la paredes, quité las fotos que adornaban la cómoda y lo apilé todo en el armario dejando encima del montón un anuncio en el que se veían unas madejas de hilo que brillaban con el resplandor de un fuego crepitante.
A la hora de la cena, las fotos habían regresado a su sitio; incluso el anuncio de puré de castañas que tanto odiaba. Me asombró la rapidez de mi madre: lo había hecho mientras yo iba a examinar el huerto con mi tía. Mi tía llegó al dormitorio, me puso la mano en la espalda y me susurró que a una madre no se le podía quitar el derecho a estar orgullosa de sus hijos. No pude contarle cómo se había torcido todo. Mi tía me miró y me abrazó con fuerza.
—Estamos ampliando sin prisas el terreno de cultivo. Iván nos está ayudando —dijo—. Es maravilloso tenerte de vuelta en casa, Olenka.
Mi tía había envejecido, igual que mi madre. Había un nuevo perro vigilando en el patio; por lo demás, nada había cambiado desde mi marcha. El nido de cigüeña seguía coronando el poste de la luz, aunque los pájaros ya habían emigrado hacia el sur, y los abrigos de los hombres fallecidos colgaban en su sitio al lado de la puerta de entrada. Uno era de mi padre; el otro, del difunto marido de su hermana, mi tía. Según ella, era bueno que los visitantes creyeran que había hombres allí. Nos habíamos mudado a su casa tras el funeral de mi padre y yo acababa de regresar a esa casa de viudas solitarias donde nos regalábamos flores unas a otras el Día de la Mujer. Ese pensamiento me hizo preguntarle a mi tía si Boris seguía haciendo su horilka. Mientras mi tía iba a buscar la botella, aproveché para quitarme por fin los zapatos y ponerme unas chanclas de goma. Eran nuevas y ligeras, puede que de silicona. Probablemente compradas para mí.
A la mañana siguiente fui a la parada del autobús y procuré comprobar qué se veía por las grietas de la cerca que rodeaba el huerto y por encima de ellas, desde el camino que se alejaba desde allí. Nada llamaba la atención y nadie acabaría metiéndose en esos terrenos por error. Puede que la situación cambiara cuando las flores se encendieran de rojo. Sin embargo, la tía tenía razón: necesitaríamos más amapolas. Mi regreso a casa suponía una boca más que alimentar y la tarde anterior ya había pedido varios bidones de agua potable de treinta litros. En el extranjero me había acostumbrado a beber agua continuamente y me había olvidado por completo del sabor del agua del pozo. Pero no sabía cómo iba a pagar el pedido: tendría que abandonar esa costumbre que teníamos las modelos para mantener nuestro peso a raya. En todo caso, una cintura más gruesa era la menor de mis preocupaciones.
No quería que la tía hiciera caso de las propuestas de Iván —que aceptara un préstamo de él o que aumentara el tamaño de la parcela de cultivo de amapolas—, aunque confiaba en él y en sus deseos de ayudar. Un alto y susurrante sembradío de maíz lograría ocultar incluso un campo de flores más grande, y Boris, que trabajaba para nosotras, podría hacerse cargo de la ampliación. Boris era hermano de Iván, y como un hijo para mi tía. En cualquier caso, no quería que dependiéramos aún más de la gente para la que Iván trabajaba y a la que le entregaba la compota que obtenía de las amapolas. Ése no era el futuro que yo había planeado para nosotras: ni siquiera estaríamos hablando de amapolas si mi cara hubiera logrado ser rentable. Habríamos cerrado la cocina de compota y yo le habría construido a la tía una casa nueva o le habría comprado un piso en la ciudad. Ni mi madre ni ella habrían tenido que volver a preocuparse por los signos de inestabilidad que amenazaban con afectar a sus ya de por sí insuficientes pensiones.
Había alegado que la nostalgia me había llevado de vuelta a casa. No sé quién se creería eso: no había sido capaz de enviar dinero en años. Tenía que arreglar la situación, tenía que encontrar trabajo.
Empecé a ir a la ciudad para ver anuncios de empleo. Con frecuencia, un grupo de chicas llenas de esperanza y rodeadas de una nube de perfume cogían el mismo autobús, que iba al Palace, donde, además de conferencias, se organizaban ferias de novias para solteros extranjeros. A medida que se acercaban a su destino, las de pelo corto se rociaban más laca y las de largos rizos cogían el cepillo y repasaban sus bucles al ritmo del sonido metálico de los pintalabios, polveras y espejos de bolsillo. Yo había pasado años en cuartos traseros llenos de sueños similares con un futuro brillante, con la diferencia de que, en la nube de perfume del autobús, se distinguía el hedor del colorete rancio; la chica sentada detrás de mí se empolvaba las mejillas con una borla que no había lavado en años y los vestidos de muchas de las chicas lucían esos populares diseños de leopardo. Yo escuchaba sus conversaciones pensando si no debería probar suerte del mismo modo, aunque tenía muy claro que ése no era el mejor lugar para encontrar a un príncipe azul. Pero esas chicas aún no lo sabían, y sus voces emocionadas me hacían pensar en mi propia huida a París: yo también había estado nerviosa y temía equivocarme. Yo también había deseado más de lo que mi hogar podía ofrecerme, yo conocía ese camino.
Cuando el autobús llegaba a su destino, el enjambre de chicas echaba a volar dejando atrás el olor a cosméticos viejos y jóvenes cabellos mientras se alejaban taconeando agarradas del brazo en dirección al hotel. No había duda de que aquel negocio florecía, lo cual me llevaba a pensar que quizá ahí tendría algo que aportar.
De camino al cibercafé me detenía a observar los descoloridos carteles pegados a los postes de la luz e intentaba determinar qué empresas podían ser agencias matrimoniales. Si no encontraba los anuncios que me interesaban en los postes del alumbrado, en las cajas eléctricas, en las paredes de las cabinas telefónicas o en internet, tendría que gastar dinero en periódicos y revisar la sección de clasificados.
Tuve suerte enseguida.
Las agencias matrimoniales no sólo buscaban candidatas a esposa, sino también mujeres que supieran idiomas para trabajar como intérpretes. Arranqué todas las tiras con el número de teléfono que ondeaban en la parte inferior del cartel y, tras pensarlo un momento, directamente quité el cartel, seguido de otros dos, para reducir el número de posibles competidoras. Decidí empezar la ronda de llamadas ese mismo día. No podía fracasar: estaba más que cualificada. La esperanza se abrió como una flor y el roce de sus pétalos en mis mejillas me devolvió la confianza en mí misma que creía haber perdido para siempre.
Conseguí una entrevista de trabajo al día siguiente, pero no obtuve el puesto. A pesar de todo, no me desmoralicé; me limité a sacudir el pelo y concerté una nueva cita: me había contagiado del ánimo de las ruidosas chicas del autobús y no faltaban agencias matrimoniales. En Prospekt Lenina había nada menos que tres, igual que en Sovetskaja y en Moskovskaja. Me familiarizaría con el sector, ahorraría todo lo que pudiera y a lo mejor algún día incluso lograba fundar mi propia empresa, quizá dedicada a ofrecer consejos para conquistar el corazón de las ucranianas y a ayudar a los hombres a elegir regalos para sus enamoradas. Les recordaríamos que los caballeros deben regalar flores, ofrecer el brazo, abrir la puerta y tender la mano a la dama para bajar del coche. O quizá podría buscar caras adecuadas para las revistas occidentales y abrir una academia de modelos en alguna de las grandes metrópolis de Siberia, donde las nacionalidades se han mezclado extraordinariamente debido a los campos de trabajo. Yo siempre había salido perdiendo contra ese tipo de chicas que tenían sangre de todos los rincones de la Unión Soviética: de Europa del Este, del Báltico, de Asia y de muchos pueblos indígenas. El problema era que cualquiera de esos planes requería capital, y yo aún no lo tenía. «Pronto lo tendré», pensé.
Me dirigía a la estación de autobús cuando una chica que me resultaba vagamente familiar se me acercó corriendo. Después de saludarme, aseguró que me había visto antes en la cola de las agencias matrimoniales, donde ella también había estado probando suerte. Aquel día había ido a apuntarse como candidata a esposa a la misma agencia matrimonial en la que había solicitado un puesto como secretaria.
—Al menos, no supone ningún gasto —dijo—. Tú podrías hacer lo mismo.
—No lo sé.
Saqué del bolso los anuncios que había juntado para pedirle consejo, pero ella negó con la cabeza sin darme tiempo a preguntar nada.
—No te molestes.
—¿Qué quieres decir?
Enumeré las lenguas en las que al menos me defendía: sabía inglés, francés, alemán, ruso, ucraniano, estonio e incluso un poco de finlandés. Siempre había tenido facilidad para recordar las palabras extranjeras. Puede que fuera la mujer con más habilidades lingüísticas de toda la óblast, donde muy pocas hablaban siquiera inglés.
—Podrías encontrar marido enseguida.
—No quiero casarme. Quiero ser intérprete, o a lo mejor agente de visados.
La chica se rió y se subió de un tirón las botas, que se le habían deslizado piernas abajo. Llevaba minifalda. Comprendí que no había sabido vestirme para ese día: tenía que mostrar también mis otras cualidades.
—Una conocida de mi prima es auxiliar en una empresa que buscaba un intérprete y me ha dicho quién consiguió el trabajo —dijo la chica—. Una enchufada que sale con el hijo del director.
Observé la embrollada red de cables de los tranvías y se me antojó un trago. No había cambiado nada en este país.
—Aun así, fuiste a la entrevista.
—Hay que intentarlo todo. Puede que el hijo del dueño pase por la oficina en ese mismo momento y se enamore de mí. Así consiguió el trabajo esa conocida.
La chica se atusó el pelo y me guiñó un ojo. Saqué del bolso un paquete de cigarrillos y le ofrecí también a ella. Me angustiaba la idea de volver a esa habitación infectada con mis anuncios y sospechaba que tendría que quedarme allí más tiempo del que me había imaginado. Mi tía había estado llamando a sus conocidos y lo mismo habían hecho mi madre e Iván. Todos prometieron informarnos enseguida si se enteraban de algún trabajo adecuado. Nadie había vuelto a decir nada.
—Con los documentos de viaje se gana bien. Podrías fundar tu propia agencia de visados —dijo la chica—, pero para eso necesitas contactos y una cartera bien llena. Tengo una idea mejor.
—¿Qué idea?
—En las manifestaciones hacen falta caras bonitas. Te pagan al contado y toda la que quiera puede hacerlo.
Recordé vagamente que mi madre lo había comentado. Después de la Revolución Naranja, en los postes de la luz habían empezado a aparecer anuncios buscando participantes para las manifestaciones. Los carteles no dejaban clara la naturaleza de los eventos. En cualquier caso, la cuantía del salario era un aliciente fundamental y eso siempre lo mencionaban.
—Mi hermano gana algo de dinero como gritador.
Fruncí las cejas.
—¿No has oído hablar de ello? El trabajo es bastante parecido a marchar en las manifestaciones, pero más ruidoso y hasta hay que ensayar. La verdad es que es más para hombres. ¿No tendrás marido?
Negué con la cabeza.
—Pues vente conmigo a sujetar pancartas. A veces, los trayectos en autobús son largos y estaría bien tener compañía. Llámame si te interesa.
La chica rebuscó en el bolsillo, sacó un anuncio medio roto, escribió detrás su número de teléfono y me lo entregó. Sentí un nudo en la garganta. Me habría gustado invitarla a tomar café y coñac, pero tenía prisa por ir a recoger a sus hijos y el marshrutka que esperaba estaba ya a la vuelta de la esquina. La chica desapareció agitando la mano, con el bolso meciéndose en su hombro, y la soledad me golpeó el corazón como una piedra.
En casa me esperaba un ambiente de angustia. Boris estaba sentado balanceándose en una esquina con las manos en la cabeza. Mi madre y mi tía seguían con la ropa de funeral con la que se habían vestido esa mañana para asistir al entierro de un familiar lejano. Supuse que algo habría pasado en el funeral, hasta que comprendí de qué se trataba. La cocina de compota estaba vacía y también se habían llevado el televisor. Nos habían robado. La casa había quedado sin supervisión durante un momento, cuando nos marchamos antes de que Boris hubiera regresado del trabajo. Eso había sido un error.
No me preocupaban los ladrones. Iván los encontraría y se encargaría de que entendieran que se habían metido con las personas equivocadas y que habían dejado inconsciente al perro de las personas equivocadas. Pero eso no nos devolvería la compota. Recordé el amor con el que Boris había comprobado las oscurecidas vainas de las amapolas y lo bien que había tratado las flores y la cocina. Los salteadores se habían llevado la mejor mercancía de la óblast. No nos habían dejado nada.
Quién es Sofi Oksanen
♦ Nació en Jyväskylä, Finlandia, en 1977.
♦ Escribió los libros Las vacas de Stalin, Baby Jane, Purga, Cuando las palomas se cayeron del cielo, Norma y El parque de los perros.
♦ Su novela Purga ganó el Premio de Literatura del Consejo Nórdico, el Premio Femina de literatura extranjera, el Mika Waltari, el Runeberg y el Premio Europeo a la mejor Novela del Año.
♦ En 2013 se convirtió en la primera mujer finlandesa en recibir el Premio Nórdico de la Academia Sueca al conjunto de su obra.
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