El título del libro lo dice todo: Secreto de Confesión: cómo y por qué la Iglesia ocultó el cuerpo de Eva Perón. Allí, el periodista Sergio Rubin -especializado en temas religiosos- agrega un eslabón a la novelesca historia del cadáver de Eva Perón, que el Servicio de Inteligencia del Ejército se ocupó de ocultar. Basándose en testimonios y documentos, Rubin muestra que el papel de la Iglesia a través de una orden religiosa fue clave para que los militares tuvieran éxito en esa oscura misión. Y, también, que el entonces Papa Pío XII estaba al tanto y no puso obstáculos.
También encontró una autorización que la madre de Evita, Juana Ibarguren, le firmó al gobierno del general Aramburu para que enterrara el cuerpo de su hija en un lugar “de común acuerdo”. Pero ella nunca supo dónde estaba y murió antes de que se lo devolvieran a Perón.
El libro -donde estos hechos se narran de manera apasionante- salió en 2002, se reeditó en 2011 y vuelve a ser reeditado ahora, cuando -este 26- se cumplen 70 años de la muerte de Eva Perón. Aquí, Rubin explica a Infobae Leamos qué pasó y luego ofrecemos algunos fragmentos de esa investigación.
-¿Cuál fue concretamente el papel de la Iglesia en el ocultamiento del cadáver de Evita y cuáles fueron sus motivaciones?
-Tras la Revolución Libertadora, allá por fines de 1955, el cadáver de Eva Perón era una especie de bomba política para la dictadura militar. Como parte de la ofensiva para borrar todo signo peronista había quienes querían destruirlo. Pero también porque temían que el cuerpo fuese robado por los peronistas para usarlo como bandera de una contrarrevolución. En ese contexto surgió un plan urdido entre el Ejército y la Iglesia para esconder el cuerpo fuera del país bajo un nombre falso al cuidado de una orden religiosa. De esa manera, se les escamoteaba a los peronistas su principal emblema y se evitaba que el cadáver fuese destruido. Ambas cosas, objetivamente, ocurrieron.
-¿De qué modo lo implementaron?
-Después de que el féretro tuvo un raid increíble por Buenos Aires durante más de un año, en 1957 fue sacado en barco a Italia bajo el nombre de María Maggi de Magistris acompañado por un supuesto familiar. En Génova lo esperaban unas monjas que lo llevaron al cementerio Mayor de Milán, donde estuvo hasta su devolución a Perón en Madrid, en 1971, tras un acuerdo con el entonces presidente Lanusse. Una monja -sin saber su verdadera identidad- le llevaba flores periódicamente; era la manera de asegurarse de que no había sido hallado y sacado de allí por los peronistas.
-¿Por qué y cuándo decidió hacer esta investigación?
-A mediados de los ‘90 me impactó el final de un documental de Tristán Bauer sobre Eva Perón que terminaba diciendo que el cadáver había sido sacado del país “con un salvoconducto del Vaticano”. Como periodista de temas religiosos me pareció un asunto por demás interesante y le propuse al diario Clarín iniciar una investigación -la base del libro- que ciertamente fue muy difícil de llevar a cabo porque se trataba de dilucidar completamente uno de los secretos mejor guardados de la Historia Argentina. Entre otras cosas, logré hablar con el sacerdote que le devolvió el cuerpo a Perón y establecer el papel del Papa Pío XII. Además, pude acceder a documentación clave. Fue un trabajo apasionante.
Secreto de confesión (fragmentos)
Aquella tarde entró con la velocidad de un rayo a la sede de la Nunciatura Apostólica en Buenos Aires. Pero el casero no percibió nada extraño en él. Es que el padre Francisco “Paco” Rotger los tenía a todos acostumbrados a su particular modo de ser, mezcla rara de nerviosismo y ampulosidad. Lo que impedía sospechar si guardaba un terrible secreto o quería gritar algo a los cuatro vientos.
No eran éstas las únicas características peculiares de Paco. Llamaba la atención también su estilo aristocrático, forjado en la alta sociedad porteña. Y el trato de tú que dispensaba, que en las pampas argentinas sonaba un poco a refinamiento y otro poco a cercanía.
…
De pronto, la puerta se abrió y el simple ruido de las bisagras mal lubricadas precipitó una posición casi marcial de Paco. Había irrumpido la figura regordeta de Zanín, quien avanzaba con paso parsimonioso y mirada serena, que apenas ocultaban su ansiedad por conocer qué noticia tan grave tenía su visitante como para haberle solicitado la reunión con tanta premura. Luego de invitarlo a sentarse en uno de los señoriales sillones, el nuncio fue directamente al punto.
—¿Qué pasa, Paco?
—Malas noticias, Excelencia. El cadáver de Evita fue quemado y sus cenizas esparcidas en el Río de la Plata.
….
No le faltaban razones para inquietarse. Por lo pronto, el propio Lanusse había sido quien le confirmó la versión de la destrucción del cadáver de Evita. Además, Paco estaba siempre en guardia por lo que podía ocurrir en un cuartel que, pese a su glorioso pasado en tiempos de la independencia nacional, tenía en sus calabozos a varios conspicuos simpatizantes del defenestrado gobierno peronista. Con frecuencia procuraba morigerar el ímpetu revanchista de los militares, que metía miedo entre los reos, asustados por saber hasta dónde llegaría tanto rencor.
No era un papel cómodo el suyo. Entre los detenidos se contaban figuras, como el pujante empresario Jorge Antonio, el financista del peronismo, que reclamaban con vigor conocer qué futuro les deparaba el régimen militar. Presos que, al ver a un hombre con sotana, no dejaban de preguntarse si la Iglesia bendecía su detención, muchas veces por su sola condición de peronistas. Con todo, eran conscientes de que el enfrentamiento de Perón con la Iglesia había llegado demasiado lejos como para apelar a la intercesión de los religiosos, menos aún de los capellanes castrenses.
…
Paco era muy perceptivo. Casi dueño de poderes extrasensoriales. Algo presentía esa mañana, y no bueno precisamente, mientras avanzaba “a toda máquina” por los lustrosos salones y pasillos, rumbo a la oficina del jefe del regimiento, dispuesto a no dejar que nada ni nadie lo demorara. El suboficial a cargo de la ayudantía le franqueó el paso al despacho sin hacerlo esperar, tal como le había indicado su comandante.
Y ahí estaba Paco frente a un Lanusse ensimismado en su escritorio.
—Buen día, Cano. Recibí tu mensaje. Supongo que tienes algo para comentarme —le dijo el padre Rotger, yendo directamente al punto.
—Así es. En verdad, son dos las cosas que quiero decirte — le respondió Lanusse, mientras se ponía de pie y enfilaba hacia unos mullidos sillones.
La estampa del teniente coronel impresionaba. Alto, de contextura delgada pero erguida, las lustrosas botas que calzaba, más que resaltar la pertenencia al arma de caballería, videnciaban su sello aristocrático, heredado de una de las últimas familias de la oligarquía ganadera de las pampas argentinas.
Como era costumbre, el militar ordenó un té para su capellán y un café para él. Luego, comenzó a hablar con parquedad.
—Paco, tú sabes que entre tú y yo no hay secretos, salvo los que nos impone nuestra misión.
—Es cierto —respondió el padre Rotger con creciente curiosidad.
—Claro que tú conoces más de mí que yo de ti, porque eres mi confesor —acotó Lanusse con una leve sonrisa para distender el momento.
—A esta altura, creo que el que termina confesándose soy yo contigo —le retrucó Paco para expresarle que el sinceramiento era mutuo.
Lanusse levantó las cejas como admitiendo que tenía razón. Enseguida, retomó el tono serio y monocorde —Lo primero que tengo para decirte es muy reservado. Pero lo hago no sólo por la confianza que te tengo, sino también porque puedes sernos de utilidad. Creo que, ante esa eventualidad, es mejor que estés preparado.
—Gracias por la confianza —acotó Paco. Lanusse siguió adelante.
—Sabemos que habrá un alzamiento de militares que fueron desplazados, apoyados por algunos peronistas fanáticos —le dijo sin vueltas.
—Hace rato que corren esos rumores —reaccionó de inmediato el padre Rotger, con la intención de restar dramatismo a la información.
—Pero esta vez no son rumores. Es información veraz. La cosa va en serio. Es inminente. Te digo más: el Gobierno no piensa hacer nada para abortarla. La idea es acabar de una vez con los conspiradores, darles un buen escarmiento. Creemos que el movimiento será fácilmente aplastado. Es todo lo que puedo decirte.
—¡Dios!... ¿Hasta cuándo los enfrentamientos?
La pregunta no encontró respuesta en su interlocutor, que pasó a señalarle el papel que podría llegar a jugar.
—Te decía que quería que lo supieras porque podemos necesitarte. La gente del regimiento te quiere y valora tus palabras.
Tal vez hagan falta.
—¿Pero entonces el levantamiento será grave?
—No... para nada. Está muy focalizado. Casi te diría que son cuatro gatos locos, de no ser porque no me gusta subestimar al enemigo. Como te imaginarás, nuestro regimiento sólo se ocupará de reforzar la guardia del presidente y poco más.
—¿La vida del presidente está en peligro?
—Tampoco eso. Lo que no podemos descartar es un atentado contra el regimiento. O un intento de fuga de los detenidos, con ayuda de gente de afuera del cuartel. Aunque es poco probable.
—¿Tú crees que la destrucción del cadáver de Evita influyó en la decisión de los sediciosos? —le preguntó Paco con ostensible interés.
—Esa era la otra cuestión acerca de la cual quería hablarte: el cadáver de Evita no fue destruido.
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