Tuvo lepra, sus padres se lo ocultaron y escribió un libro para nombrar una enfermedad a la que nadie se le anima

“Una palabra tuya bastará para sanarnos” cuenta la historia de la argentina Gisela Galimi y la de muchas otras personas que padecieron una enfermedad que actualmente se cura apenas se empieza el tratamiento.

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Gisela Galimi junto a su
Gisela Galimi junto a su padre y sus dos hijos.

En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría.

En esta ocasión, la escritora, periodista y poeta argentina Gisela Galimi cuenta la “cocina” de su nuevo libro, Una palabra tuya bastará para sanarnos, editado por Alfaguara. Es su historia pero también las que empezó a conocer una vez que pudo nombrar eso que sus padres habían callado para protegerla de un estigma: la lepra que padeció durante ocho años, en plena adolescencia. Es su testimonio y el de otros dolores, otros silencios, otros miedos. La palabra -escrita- se vuelve una forma de encontrar la verdad y de ir dosificándola.

Cómo escribí “Una palabra tuya bastará para sanarnos”

Amo las cocinas. En la sala sucede lo público, pero en la cocina pasa lo real. Es donde se cuenta en voz baja la trama pequeña de la vida. Y también donde se produce lo nutricio.

Quizá por eso, contar metafóricamente cómo cociné este libro tiene una enorme sincronía con la realidad: Una palabra tuya bastará para sanarnos comenzó a gestarse un fin de semana sobre el vidrio de la mesa de mi cocina. En una maestría de escritura que estaba cursando nos pidieron ocho páginas de alguna historia autobiográfica y yo decidí meter los pies en el barro. Voy a contar que tuve lepra, pensé.

Hasta que las ideas no se fueron ordenando una detrás de otra, no supe realmente lo fuerte que había sido la vivencia: ocho años en los que estuve enferma, fui al médico periódicamente, tomé remedios a diario y me curé sin nombrar la palabra maldita. Mis padres no me dijeron que tenía Lepra para que no sufriera el estigma.

Quizás por eso siento que este libro se cocinó a fuego lento. En pequeños párrafos gestados a lo largo de mi vida, y así decidí narrarlo.

Los ingredientes: la enfermedad que me tocó por azar, el silencio que mis padres instalaron para protegerme, la medicina que hoy la cura por completo, otros testimonios que por miedo tardaron en llegar y el extraño condimento de ser alguien que se dedica a escribir. Porque hay que decirlo: a los ocho años les dije a mis padres, “yo quiero trabajar de escribir”.

Por eso mi historia se contó sola. Pero después vino buscar otros casos. No quería hacer un texto largo y blando de mis años de enfermedad sino un relató sólido que se concentrara en lo importante y eso me llevó a buscar otras historias.

Allí comenzó el camino de la búsqueda. Y la realidad de la que nadie quería hablar. El silencio de mis padres se replicó en cientos de silencios de muchas otras personas que aún hoy tienen miedo. El azar tejió su trama, aunque no fue lineal ni sencilla.

Ese camino sinuoso me confirmó que había que seguir escribiendo. Que debajo de esa capa de olvido latía la historia del miedo aún presente. Entonces revolví cielo, tierra y redes y decidí contar el proceso. Ahí también estaba la historia, un efecto colateral de tanto dolor acumulado por siglos.

Si tener lepra hacía que las personas fueran encerradas, si el cuerpo pasaba a ser un agente contagioso y no había otra alternativa de vida que el aislamiento, callar fue el modo de muchos de no alejarse de sus seres queridos. En el hospital Baldomero Sommer me contaron que hasta mitad del siglo XX tiraban a los pies de los pacientes que querían huir. Para acceder al leprosario colombiano Agua de Dios había que cruzar un puente que nunca se caminaba en sentido inverso.

Entonces comprendí que lo que había salvado a la gente con lepra, le estaba jugando en contra hoy que la enfermedad se cura tan solo en un año como máximo. Había llegado la hora de dejar de callar. Cuando visualicé esto, todo fue fácil. Aparecieron las historias una tras otra. Lentamente, de manera natural, hasta que supe que estaba terminado.

La autora es licenciada en
La autora es licenciada en Periodismo, docente y poeta.

Y después de la escritura el manuscrito cobró vuelo en ese otro gran fuego de la vida: la amistad. Mi amiga colombiana Claudia Gallego lo leyó y me insistió: “Tenemos que encontrar una editorial”. Lo pasó a una amiga de ella, ella a una colega argentina, y se tendió la red. Alfaguara decidió que le interesaba para ser parte de su colección y aquí estamos.

Para mí, que he escrito sin esperar, que he viajado para leer poesía a lugares pequeños y aislados, ver esta historia en librerías o que me escriban personas que no conozco a partir de algunas notas en medios, es extraño, y obvio que da felicidad.

Pero no es una felicidad sólo por lo logrado individualmente, sino que proviene de saber que aquello que era callado hoy se replica en una voz un poco más fuerte que la propia, y la palabra está lista para sanar a los que aún guardan silencio.

“Una palabra tuya bastará para sanarnos” (fragmento)

Efecto colateral 1: La verdad

Si lo miro en perspectiva casi todo en mi vida ha sido sencillo. Y sin embargo me he esforzado siempre. Como si un profundo movimiento hacia arriba contrarrestara un movimiento hacia abajo: mi propensión al mundo subterráneo.

El esfuerzo ha sido innecesario e infructuoso la mayoría de las veces. Las grandes cosas de mi vida pasaron por azar o, como en el caso de mis hijos, por natural mecanismo humano. La inteligencia entonces, puesta al servicio de la lucha, más que de la búsqueda sencilla del resultado, me ha jugado casi siempre una mala pasada.

Las veces en que todo fue fácil, fue como si la vida dictara y yo solamente me dedicara a obedecer, a seguir la música que proyecta otra cosa que desconozco y late más fuerte que yo. Así nació este libro: inconscientemente. Primero como un ejercicio de la maestría que cursé más allá de los cuarenta. La cátedra pedía una autobiografía. Ocho páginas escritas en un fin de semana sobre la historia más original de mi vida: tuve lepra.

***

Gisela y sus padres. Ellos
Gisela y sus padres. Ellos le ocultaron su diagnóstico hasta que estuvo curada.

Y cuando sentí la necesidad de contar mi historia, una vez más un pedacito de azar se ató al otro en una espiral extraña.

“Un día fue la hora. Me había divorciado, había muerto mi padre, me había mudado de casa. Estaba aprendiendo, a punta de vida, a enojarme.

En las redes sociales un hombre puso el nombre de un político de turno junto al adjetivo leproso. Quería decir despreciable. Esa misma semana un periodista había comentado la muerte de un famoso quejándose porque no les había querido dar una última entrevista. “No vino al estudio porque tenía cáncer ¡Ni que hubiera tenido lepra!”, dijo. Basta, basta. Basta de leproso, inmundo ¿fuera del mundo? Basta de nombrar desde el prejuicio y el estigma.

La voz de los que tuvimos lepra me tomó por la espalda y me sacudió. Las redes sociales otra vez. Mi historia contada, pequeña, simplemente con más ira que valor. Era el primero de agosto de 2017. El texto decía así:

Ayer un contacto chileno puso una frase (de esas con cartelito y letra roja) donde para insultar a un personaje le decía que era un leproso. Entonces decidí que tengo que cruzar una línea. Yo tuve lepra. Entre los once y los veinte años tomé antibióticos todos los días y dos medicamentos más. La lepra solo puede contagiar al 5% de la sociedad, gente que tiene la propensión natural. Si los enfermos están medicados, como yo lo estuve, no contagian. Mis padres guardaron un silencio compasivo. Yo solo supe de mi enfermedad a los veinte, cuando ya estaba curada. Vivíamos en un pueblo y la verdad hubiera sido un estigma terrible. Pero el estigma no estaba en mi enfermedad sino en la mala interpretación de la palabra. Hoy la lepra se cura en seis meses y no es contagiosa. Por favor, cuando quieran decir que alguien es una mala persona simplemente díganlo así. Y si algunos de ustedes pasaron por esto y quieren contarme su historia, me gustaría rescatarla en un libro. Gracias.

Más de trescientos comentarios siguieron al posteo. Personas que contaban otros estigmas. Personas que me conocían desde niña y se sorprendieron. Personas de todos los sentires. Todas a favor.

La verdad también es una medicina, solo que hay que saber cómo administrar las dosis. Yo vacié todo el frasco en mi muro de Facebook y encontré una ola de afecto haciendo eco. Algunos se habrán callado e ido, algunos se habrán asustado. Nadie llamó para decir adiós.

Pero concentrémonos en los que sí hablaron: eran los que habían sufrido. Entre ellos, la voz de Luis: “Fui fraile franciscano. Trabajé en el leprosario Sommer. Si querés te cuento”.

Luis fue una tabla de salvación. Un inicio que me llevó hacia arriba en el mar en el que me hundía sin saber por dónde comenzar a nombrar. Dos noches después cenamos juntos. A los cinco días estábamos viajando en su auto. “Contame historias del leprosario”, le había pedido. “Voy a hacer algo mejor”, me había contestado, “te voy a llevar”.

Nunca pensé que me iba a animar a entrar en un leprosario. No era el miedo al contagio. Sabía que las personas medicadas dejan de contagiar inmediatamente. Era el temor a ver gente sufrir. Era saber que soy parte de ese dolor, que si me hubiera enfermado en los años cincuenta en lugar de en los ochenta, yo hubiera crecido ahí. Era el espanto de ver de lo que me había salvado. Eran treinta años de silencio puestos en movimiento hacia la palabra. Nunca pensé que me iba a animar a entrar en un leprosario, pero entré.

Quién es Gisela Galimi

♦ Nació en Lobos, provincia de Buenos Aires, en 1968.

♦ Es licenciada en Periodismo, poeta y docente.

♦ Se especializa en periodismo económico y turístico. Es autora del libro Claroscuro y Colorado.

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