Día del amigo: grandes libros que le debemos a esa hermosa forma del amor

Frankenstein surgió en noches de relatos de fantasmas alrededor del fuego. La obra de Kafka la salvó Max Brod. Virginia Woolf, Agatha Christie, Borges: grupos y vínculos que propiciaron obras fundamentales.

Orlando (el personaje de Virginia Woolf), Frankenstein y Franz Kafka: lo que la amistad genera o preserva.

Coligny, Suiza. Verano frío de 1816. Un año de meteorología alterada en Europa, pre crisis climática: la erupción del volcán Tambora en Sumbawa (Indonesia), el 10 de abril de 1815, había liberado toneladas de polvo de azufre, provocando un enfriamiento que lo alteró todo. Lejos del hambre provocada por este acontecimiento, tres hombres y dos mujeres se reúnen alrededor del fuego del hogar en la mansión Villa Diodati, cerca del lago Lemán. Miran la madera que crepita. Beben whisky (son ingleses). La casa es fría y los techos altos. Una escalera cruje. Un postigo golpea. Hace unas horas se ha desatado una tormenta de mil demonios. Un relámpago corta el cielo en dos y se clava en un horizonte lejano.

En pleno romanticismo literario, los amigos hablan de fantasmas y apariciones, de qué si no, en esa noche tormentosa. Aman el terror gótico. Leen en voz alta. Alguien recita una obra olvidada. El residente de la mansión, Lord Byron, tal vez. O alguno de sus invitados: su amigo, también poeta, Percy Shelley. Su amante y futura esposa, la adolescente de 18 años, Mary Wollstonecraft Godwin, está abstraída mirando la danza del fuego mientras escucha tronar. Discuten sobre Luis Galvani, el científico que experimenta con electricidad en ranas para revivirlas. John Polidori, médico personal de Byron, habla del floreciente negocio ilegal de compraventa de cadáveres para la ciencia. Alguien menciona a Erasmus Darwin, quien especula sobre la posibilidad de devolver vida a la materia muerta mediante impulsos eléctricos. La hermana de Mary, Claire Cairmont, le habla al oído a su amante, Lord Byron, quien lanza el desafío: escribir un buen relato de terror.

Unos días después. Byron le insiste a su amiga Mary con la pregunta:

-¿Cómo va tu monstruo?

-¿Cómo sabes que es un monstruo?

-No lo sé, pero sí que será un libro que hará historia.

Tal vez, sin esa amistad entre escritores, no habría Frankenstein. El Prometeo moderno (que tuvo su primera edición en 1818 sin la firma de su autora). Ni tampoco El vampiro, de John Polidori, una nouvelle sobre un aristócrata seductor que bebe la sangre de las mujeres, antecedente del Drácula de Bram Stoker (1897). Dos libros fundacionales del género del terror (aunque fueron mucho más que eso).

Sin duda debemos Frankenstein al talento de su autora, Mary Shelley, como lo deja en claro la escritora argentina Esther Cross en su novela La mujer que escribió Frankenstein, donde narra algunos de los momentos de la vida de la mujer que escribió la novela sobre un monstruo armado por trozos de cadáveres, en la época de resurreccionistas y diseccionadores sin antestesia, circos de personas con deformidades, de cuerpos desmembrados y perversa atracción por lo raro.

Primero la amistad

Pero quién sabe qué no hubiera ocurrido si esa noche los cuatro amigos no hubiesen compartido whisky e historias de fantasmas en una vieja casona suiza… La amistad parece ser condición de posibilidad de la publicación de libros y del nacimiento de géneros literarios. Los amigos comparten lecturas y bibliotecas. Y la amistad puede devenir en un vínculo amoroso oficial o clandestino, y esas relaciones también implican celos, rivalidades y luchas por el espacio. O padrinazgos y madrinazgos de obra.

Sabemos que Franz Kafka le debe su trascendencia a su amigo Max Brod. Si el albacea y editor hubiese cumplido el deseo del autor de La metamorfosis -quemar los manuscritos en lugar de publicarlos- Gregorio Samsa nunca se habría despertado una mañana convertido en un gigantesco insecto. No existirían ni El proceso ni El castillo ni América, obras sísmicas de la literatura occidental del escritor checo salvado del olvido por el acto de traición de un amigo.

Amigos, grupos de amigos, escritores, editores: de los vínculos nacen obras. Algo que también vuelve a romper la idea del escritor encerrado en su palacio nave, o cuarto propio de cristal. Aunque también puede decirse lo contrario: no todas las obras nacen de una amistad. Y hay gran cantidad de escritoras y escritores que no hicieron de la amistad un culto. Patricia Highsmith, por ejemplo, decía que ella prefería mil veces ser amiga de un artista plástico que de un escritor. Y seguramente, muchas personas que escriben, y bien, encuentran obstáculos para publicar por no tener esas amistades.

Pero aquí van algunos ejemplos de esas amistades que sí generaron obras.

El grupo Bloomsbury, que nombra a un barrio londinense y que orbita alrededor de las figuras de Virginia y su marido Leonard Boom, fundadores de la editorial Hogarth Press en 1917. Las amistades de Virginia Woolf con las autoras británicas Katherine Mansfield o Vita Sackwille West (quien se convertirá en su amante) o incluso, con la argentina Victoria Ocampo, muestran el lado oscuro de las amistades: celos y rivalidades, pero también, el lado productivo, como queda claro en la monumental biografía de Virginia Woolf. La vida por escrito, de Irene Chikiar Bauer. Y también, en su obra teatral Virginia y Victoria, recientemente estrenada.

Pero además, sin Vita, Virginia no habría escrito Orlando en 1928, esa novela pionera sobre el cambio de sexo del protagonista, que viaja a través de los siglos. Y, más acá en el tiempo, no existiría la magistral interpretación de Tilda Swinton en la película Orlando, dirigida por Sally Potter en 1992. Y sin Victoria, el libro no habría sido traducido al castellano por Jorge Luis Borges en 1937.

En la Inglaterra de la pos Primera Guerra Mundial, el Club Detection de Londres, fundacional en el género de enigma inglés, se consolidó alrededor de un grupo de amigos en los que no faltó la competencia y de donde salió la autora más vendida en el mundo occidental: Agatha Christie.

Su amiga y colega Dorothy L. Sayers, autora de una saga de novelas policiales con una protagonista escritora, Harriet Vane, consolidó su carrera a partir de la amistad con el autor de El señor de los anillos, J. R.R. Tolkien, y del creador de Las Crónicas de Narnia, C.S. Lewis, quienes la introdujeron en otro grupo selecto, The Inklings.

Grupos de amigos fundaron movimientos y generaron obras, como los surrealistas en Francia, los beatniks en Estados Unidos, el boom latinoamericano o en Argentina, agrupados en Florida y Boedo, para citar solo algunos ejemplos.

En Estados Unidos, la amistad entre Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald está ficcionalizada en la película de Woody Allen, Medianoche en París, donde la competencia (el alto consumo de alcohol, y el maltrato a las mujeres) es puesta en escena. Y donde aparece la figura pionera de Gerturde Stein, gran amiga impulsora de talentos.

Ernest Hemingway. Fue amigo de Scott Fitzgerald.

A la gran novelista Toni Morrison le debemos la publicación de la primera obra de James Baldwin. En 1973 Toni era editora de Random House y buscaba negociar con James el contrato de un libro. Fueron inseparables hasta la muerte del autor de Blues para Mr. Charlie y El cuarto de Giovanni.

Tal vez, si Edith Wharton no hubiese sido discípula y amiga de Henry James, si no hubiese sido, según el criterio del autor de Las alas de la paloma, “la escritora «más fuerte, más firme y más sutil”, no habría llegado a ser la primera mujer en ganar el Pulitzer por su novela La edad de la inocencia en 1921. Y Winona Ryder, Daniel Day Lewis y Michelle Pfeiffer no habrían protagonizado la versión cinematográfica de la obra, dirigida por Martin Scorsese en 1993.

Si Carlos Fuentes no hubiese invitado a bailar cumbia a su amigo Gabriel García Márquez y a la gran escritora y periodista mexicana Elena Poniatowska en Ciudad de México, quién sabe cuál hubiese sido el destino de las obras de la autora de Hasta no verte, Jesús mío. Cuando Poniatowska ganó el Premio Cervantes, García Márquez llegó hasta la casa de ella para felicitarla con un ramo de rosas amarillas. Ella lo vivió como un “segundo premio”.

En la Argentina, la amistad entre Borges con el matrimonio de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo generó una Antología de la Literatura fantástica, la colección Séptimo círculo de género policial; libros a cuatro manos, como los Seis problemas para Isidro Parodi, un autor: Bustos Domecq; una novela, Los que aman odian o un imperdible Borges de Bioy Casares, la historia franca de una amistad de cinco décadas y el relato de aspectos íntimos del escritor más nombrado de la Argentina, desde la mirada de su amigo y colega.

Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges. Amigos y escritores.

Sin esa amistad, ninguna de esas obras existiría.

Acaso, tampoco existiría la primera edición del Ulises traducido al castellano también en la editorial Sur, fundada por Victoria Ocampo. En una foto icónica, la de la escalera de la casa de Rufino de Elizalde, hoy Casa de la Cultura del Fondo Nacional de las Artes, posan mirando a cámara amigos y colegas, entre otros, Ocampo, Borges, Eduardo Mallea, Oliverio Girondo y Norah Borges.

En las revistas culturales, se forjan amistades que habilitan o facilitan publicaciones. Como también ocurre en los talleres de escritura.

Hacia las décadas del 60 y 70, Abelardo Castillo, su compañera Sylvia Iparraguirre y Liliana Hecker participaron de revistas como El grillo de papel o El ornitorrinco, que habilitaron posteriores ediciones de libros. En la década del 90, un grupo de amigos se reunieron en torno a Babel. Revista de libros, dirigida por Jorge Dorio y Martín Caparrós, nacida del grupo Shangai, algunos de ellos, en ese mapa con conexiones que implican las amistades literarias, fueron publicados en editorial Sudamericana (cuando todavía era una empresa familiar, antes de formar parte del grupo Penguin Random House) por Enrique Pezzoni y su sucesor, Luis Chitarroni, también escritor. Alan Pauls, Daniel Guebel, Sergio Bizzio y Matilde Sánchez, son algunos de esos autores. Sin esas amistades, seguramente esos autores hubieran publicado, pero tal vez el inicio de sus carreras hubiese sido diferente, o más tardío.

En una nota publicada por Daniel Gigena en La Nación en 2016, donde menciona las amistades entre María Elena Walsh y Lepoldo Brizuela, Abelardo Castillo y Julio Cortázar, Hugo Padeletti y Angélica Gorodischer, la autora de Elena sabe, Claudia Piñeiro, diferenciaba entre conocidos de ferias literarias y festivales y amigos: “los que me vieron llorar”. Dolores Reyes, autora de Cometierra, suele agradecer en redes haber participado de los talleres de amigos como Selva Almada y Julián López, o Gabriela Cabezón Cámara.

Mirar los agradecimientos en los libros también es una pista para descubrir quiénes, además de los autores, hicieron esas obras posibles. Editoras que forjaron amistades con autores como Paula Pérez Alonso, Mercedes Güiraldes, Gabriela Franco, Julieta Obedman o Ana Laura Pérez suelen estar ahí en esas palabras finales.

Muchas amistades literarias surgieron en pandemia a través de eventos virtuales, de grupos de WhatsApp, de redes. Esas otras redes son las que formaron a lo largo del tiempo escritoras y escritores que publicaron o no. Tantas, a lo largo de la geografía y de la historia que una lista que las enumerara, desplegada, daría la vuelta al mundo.

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