“‘Me cagué de risa con tu libro’ era el elogio que más esperaba”: memorias del editor que Fontanarrosa convirtió en su amigo íntimo

Se cumplen 15 años de la muerte del historietista y escritor rosarino. Su despedida fue un enorme duelo popular. Su obra, interminable.

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Roberto Fontanarrosa nació en Rosario y murió allí hace 15 años, tras padecer ELA (Télam)
Roberto Fontanarrosa nació en Rosario y murió allí hace 15 años, tras padecer ELA (Télam)

Que con diferencia de pocos días tuvieran lugar el que hubiera sido cumpleaños número noventa de Quino –el 17 de julio– y el decimoquinto aniversario de la muerte de Fontanarrosa, en vísperas del Día del Amigo –la única religión que el Negro profesaba con devoción de Talibán– desencadenó en mí una catarata de evocaciones.

Justamente, con motivo del aniversario de Quino, la revista Lenguas (que publica el grupo editorial Penguin Random House) actualizó una excelente nota fúnebre que Rodrigo Fresán escribió a su muerte. Y, aunque en su inicio ese texto denuesta a quienes comienzan sus necrológicas sobre alguien diciendo “Yo conocí…”, e incurren de entrada en la autorreferencia, Fresán hace lo mismo y cuenta anécdotas totalmente personales de su relación con Quino, al que conoció desde su primera infancia, que definen de modo muy claro la calidad humana del humorista.

No soslayaré ese riesgo. Conocí a Fontanarrosa antes por su obra que personalmente. Yo era lector de Hortensia, la inigualable revista cordobesa fundada y dirigida por Alberto Cognigni, que tuvo difusión nacional y dio lugar a los primeros pininos humorísticos de muchos, entre ellos, a los del Negro, que publicaba chistes sueltos. También aparecieron allí las primeras versiones de sus personajes luego icónicos: Inodoro Pereyra y Boogie, el Aceitoso.

También en esa época Fontanarrosa publicaba viñetas de humor más politizadas en un cuandosepuedario de izquierda dirigido por mi amigo Ricardo Nudelman, compañero desde el primer día de clase en la escuela secundaria y mi mano derecha en la editorial. El nombre del periódico (Desacuerdo) constituía una respuesta al Gran Acuerdo Nacional propuesto por el general Lanusse, tercer presidente de la dictadura militar instaurada en 1966: un imposible convenio con Perón para que apoyara la candidatura presidencial del militar en las elecciones ya anunciadas.

Inodoro Pereyra es una de sus más grandes creaciones.
Inodoro Pereyra es una de sus más grandes creaciones.

Eso me facilitó el contacto con Roberto, por carta despachada por correo, como era habitual en la época. Su respuesta, por la misma vía, llegó en un enorme sobre que contenía una gran cantidad de chistes gráficos sobre distintos temas, de formatos muy variados. Me gustó muchísimo ese material; la dificultad de diagramar un libro de formato estándar con esa diversidad de medidas obligó a emplear lo que en las editoriales se llama uno “bastardo”, que genera un gran desperdicio de papel.

Había que buscarle un título a ese rejunte sin identidad temática, y surgió ¿Quién es Fontanarrosa?, que dejaba en claro que a ese tipo no lo conocía demasiada gente. El propio autor sugirió cruzar la tapa con un cintillo que informara que la respuesta estaba en la página 3. Para eso dibujó una autocaricatura y escribió un texto escueto en el que informaba que el autor había nacido en Rosario, que colaboraba con la revista rosarina Boom, con Hortensia, con el diario Clarín (en el que había comenzado a publicar) y “con muchas otras revistas, comprándolas”.

Como en la película Casablanca, ese sería el comienzo “de una hermosa amistad”. Porque a lo largo de los muchos años que transcurrieron desde entonces, además de ser su editor para incontables libros de humor gráfico; de los muchos tomos de Las aventuras de Inodoro Pereyra y de Boogie, el Aceitoso; de sus tres novelas (Best Seller y El área 18 –publicadas antes en una versión sin corregir por Pomaire– y La Gansada) y de sus once libros de cuentos (comenzando por El mundo ha vivido equivocado y terminando por el póstumo Negar todo, que solo pudo aparecer después de un desagradable litigio con su hijo y heredero) devinimos amigos íntimos y me confió el corte final de todo lo que escribía. También reeditamos en Ediciones de la Flor una versión corregida y ampliada de su primera recopilación de relatos aparecida originalmente en una editorial rosarina: Los trenes matan a los autos, que tiene la particularidad de que algunos de los cuentos son dramáticos y no humorísticos.

"Negar todo" es su libro póstumo de cuentos.
"Negar todo" es su libro póstumo de cuentos.

Sobre los valores literarios de su obra ya se ha escrito y se escribirá mucho. Rechazado originalmente por la Academia (y no me refiero al Racing Club), en algún momento se incorporó su estudio a la materia Literatura Argentina en la carrera de Letras, pero al Negro no le interesaba nada ese reconocimiento. El mayor elogio al que aspiraba, como recalcó, era que alguien le dijera “me cagué de risa con tu libro”. Igualmente, no puede dejar de señalarse lo variopinto de los temas que surgían de su imaginación y el oído absoluto que tenía para el lenguaje coloquial, algo que derivaba de la mucha “calle” que podía ostentar: si bien se encerraba disciplinadamente en su estudio para dibujar y escribir con horarios casi de oficina, sus tertulias en el luego famoso café El Cairo de Rosario lo nutrían de ideas y diálogos.

Aunque presumía de iletrado, era un gran lector, sobre todo de literatura norteamericana, que elegía según un singular criterio: le daba una ojeada a la obra en la librería y solo la compraba si tenía diálogos y no texto corrido. También le gustaban las biografías.

Cuando un programa de televisión argentino me convocó como testigo para elegir al “argentino ideal” en la categoría “humoristas”, mi declaración pareció la de un “abogado del Diablo”, esas personas a quienes se convocaba en los procesos de beatificación de alguien, que debían oponerse resaltando los vicios y defectos del candidato. Recuerdo haber dicho que el Negro no era en absoluto un argentino típico, por su auténtica modestia, por su actitud de ocultar y no ostentar sus saberes, por la fidelidad a su pago nativo sin dejarse seducir por las luces de la gran Capital, por su honestidad sin dobleces, por no creérsela, por la resistencia a la “viveza” criolla.

Parece obvio hablar de su afición por el fútbol y, ni hay que decirlo, por su Rosario Central (en cuyo estadio retiraron la butaca de la platea que el Negro ocupaba regularmente), que determinaba sus movimientos. Cuando se comprometía a firmar ejemplares en la Feria del Libro de Buenos Aires, su calendario dependía del día en que jugara Central en su cancha: no iba a verlo de visitante.

Tras la muerte del Negro, el plantel de Rosario Central y todo el estadio le rindieron homenaje.
Tras la muerte del Negro, el plantel de Rosario Central y todo el estadio le rindieron homenaje.

Y el colmo de esta adicción futbolera: invitado a una Feria del Libro en Turquía, renunció a una excursión que le habían organizado por la muy interesante Capadocia, para quedarse en su cuarto de hotel viendo un partido entre el Galatasaray y el Besiktas, cuyo resultado, me atrevo a decirlo, debía interesarle muy poco.

No sé si cierta pereza o una confianza irrestricta determinaron que confiara en mi criterio para la corrección de estilo de cada uno de sus libros de narrativa. Del primero que publicamos me enviaron por correo el original a Caracas, donde estaba terminando mis seis años de exilio: era El mundo ha vivido equivocado. Me consta que él jamás revisó mis correcciones, que tampoco fueron de fondo: la mayoría eran gramaticales, algunas sintácticas, otras de estilo. En el original de La Gansada, mi hijo, en esa época adolescente, descubrió que un personaje cambiaba de nombre en mitad de la novela. Y cuando le sugerí que en el cuento “Tío Enrique” (que transcurre en una Rosario cosmopolita y prostibularia con un puerto al que arriban sampanes y todo tipo de barcos estrafalarios de procedencias variadas) estaba la base de una novela, me pidió pensarlo unos días. Su respuesta fue: “Tenés razón, está la base de una novela… que no voy a escribir nunca. Publicalo así”.

Aunque no soy aficionado al fútbol en general (me interesan solamente los pocos partidos cuyo resultado me importa, especialmente los de Boca, el Barsa y la Selección nacional), cada fin de semana, en vida de él, me preocupaba por saber cómo había jugado Central y el resultado de ese partido, para comentarlo en su casi indefectible llamada telefónica de los lunes.

Me sentí depositario de su confianza no solamente en lo editorial: me llamó especialmente para contarme que, cuando estaba a punto de renunciar al más intenso amor de su vida para conservar la pareja que tenía con la madre de su hijo –ya poco feliz en ese momento–, se había dado cuenta de que esa no era la decisión correcta, por lo que había decidido separarse. Ese amor de su vida, Gabriela Mahy, lo cuidó con devoción y dedicación full time cuando la progresión del ELA, la enfermedad degenerativa que lo afectó, le hacía cada vez más difícil la vida cotidiana.

Momentos inolvidables: una cena con Serrat en la casa de la calle Agrelo, después de un recital ¡oh!, en el estadio de Ñuls, donde el anfitrión y el huésped debieron salir a la calle a saludar a los vecinos. Un asado en la casa de Daniel Rabinovich, de Les Luthiers, en el que se tiraban títulos para un nuevo espectáculo del grupo, del cual el Negro fue “colaborador creativo” en muchos de sus números.

"El mundo ha vivido equivocado" fue el primer libro de cuentos que editó De la Flor.
"El mundo ha vivido equivocado" fue el primer libro de cuentos que editó De la Flor.

No todo fueron rosas en nuestra prolongada relación. Hubo un momento muy tenso cuando un editor argentino residente en México (hoy agente literario, que acaba de publicar unas memorias) le propuso lanzar allí en forma de libro las páginas de Boogie en su sello editorial. La historieta se había difundido mucho porque De la Flor había contratado la publicación de sus páginas en la prestigiosa revista Proceso (fundada por el enorme periodista Julio Scherer García cuando una maniobra política lo apartó de la dirección del diario Excelsior). Esa revista tenía una editorial y habíamos autorizado que ellos publicaran ese mismo libro. El distanciamiento no llevó a la ruptura, solo una o dos cartas muy duras hasta que finalmente el editor invasor desistió del proyecto.

Un mal día empezó a experimentar los síntomas de su dolencia; dificultad para manejar uno de sus brazos, un tropiezo en la escalera de un hotel en Mar del Plata. Y allí el peregrinaje por médicos y hasta curanderas de los más diversos linajes, trasplante de células madre en el Uruguay (porque en nuestro país no estaba todavía permitido), tratamientos en el extranjero, una peculiar analista, kinesiólogos, todo sin resultados perceptibles. La psicoterapeuta lo atendía en un consultorio de la calle Salguero, en un complejo de edificios que tenía un pequeño centro comercial al frente, con un bar en donde me encontraba con él, merendando entre su sesión y otra de kinesiología que tenía más tarde (aprovechaba cada viaje a Buenos Aires, conducido por un fiel remisero para centrar en un día esos turnos). Las mesas al aire libre de ese bar eran asediadas por decenas de palomas que se abalanzaban sin temor sobre lo que había en las mesas. El Negro, en medio de su penuria, registró eso y lo convirtió en un cuento maravilloso en el que los dueños del bar compran un halcón para ahuyentar a las palomas, con consecuencias que no revelaré.

Yo no estaba en la oficina de De la Flor el día en que murió. Me llamó, sumida en llanto, Jorgelina, la recepcionista, que había escuchado la noticia por radio. No era inesperada, pero no por eso fue menos dolorosa: se había ido, muy joven todavía, alguien que era mucho más que un autor del catálogo. Con mi compañera de entonces y de muchos años, y socia en la Editorial, Kuki Miler, emprendimos con lo puesto el viaje a Rosario: nos turnábamos conduciendo para llorar en los intervalos. “Una imprudencia” juzgó Daniel Rabinovich, que había ido en remise. El velatorio fue un desfile de gente y el sepelio, al día siguiente, con escala en el estadio de Central, una escena de duelo popular como yo nunca había visto.

Todavía, a veces, cuando presencio alguna situación curiosa, pienso: “Debería contársela a Fontanarrosa como tema para un cuento”. Y sigo la campaña de Rosario Central por si el lunes siguiente me llama por teléfono.

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