Mariana Mazzucato se hizo famosa por salir a gritar en el desierto que el rol del Estado en la economía era todavía esencial. En una era en que la opinión pública parece abrazar las ideas liberales no tanto por sus virtudes sino por una percepción negativa de cómo funcionan los gobiernos, la economista ítalo-estadounidense Mazzucato toma el desafío y derriba con pericia una serie de mitos acerca de las virtudes relativas del accionar privado frente a la política pública.
La carta de presentación de este argumento fue su libro El Estado Emprendedor: Mitos del sector público frente al privado, una reacción precisa a las fábulas popularizadas de que todos podemos ser jóvenes emprendedores que sacuden la productividad global desde un garage. La tesis de Mazzucato es que los méritos del sector privado, en especial sus supuestamente revolucionarias innovaciones, sólo han sido posibles gracias a la investigación básica financiada por el Estado y sus instituciones.
Su cruzada para reconocer la importancia del Estado (esto es, de la acción colectiva) se expande en su siguiente trabajo, El Valor de las Cosas. Pero esta vez, en lugar de enfatizar las condiciones necesarias para la innovación privada que proceden del sector público, Mazzucato ataca las estrategias del sector privado para redirigir recursos en favor de los grupos concentrados de poder, en especial aquellos representados por el mundo financiero.
El Valor de las Cosas explica que en un capitalismo sano y justo cada “factor de producción” debería ser remunerado acorde a su aporte económico al resto de la sociedad. El salario debe pagar por la productividad laboral del empleado, y las ganancias, por la productividad de las maquinarias y otros bienes de capital pertenecientes a los empresarios. Pero el sistema financiero, señala, queda afuera de esta ecuación. Éste tergiversa su relevancia respecto del resto de los sectores, exagerando su contribución y reorientando recursos hacia sí. En resumen, las finanzas producen mucho menos de lo que ganan. Mientras que los involucrados en la producción de bienes y servicios en un entorno competitivo obtienen beneficios justificados, el sistema financiero es, en su mayor parte, rentista.
El argumento de que las finanzas no crean valor es más profundo y difícil de probar de lo que normalmente se cree. Establecer qué produce valor y qué no requiere repasar las bases mismas de la economía política, comenzando con los clásicos (Adam Smith, David Ricardo, Karl Marx). Es así como una no especialista como Mazzucato se ocupa en los primeros capítulos de revisar la historia del pensamiento económico. La buena noticia es que lo hace con mucho criterio, gracias a lo cual los lectores disponen de un resumen útil de esta importante rama del análisis económico. Distinto es decir que este recorrido por la teoría del valor demuestra contundentemente el carácter rentista del sistema financiero.
Otro acierto de El Valor de las Cosas es que cuenta la historia de la integración del sistema financiero a las Cuentas Nacionales, un aspecto poco tratado en la literatura crítica del rol de la intermediación financiera. Según Mazzucato, la forma que tomó esta incorporación fue el reconocimiento oficial de que este sector contribuía al bienestar general, algo que la autora encuentra arbitrario o, al menos, exagerado. Son dos capítulos que, una vez más, cumplen el esencial papel de manual explicativo de un tema normalmente pasado por alto en los libros de economía.
Debe reconocerse que la preocupación por la cooperación al sistema de las finanzas ha existido desde que el mundo es mundo, y en ese sentido el guión de Mazzucato puede ser acusado de no ser demasiado original. Otra posible crítica es la permanente explotación de los golpes de efecto en su argumento. En general es fácil listar las jugarretas, fechorías y fraudes del mundo financiero, porque son evidentes al ojo desnudo: paraísos fiscales, burbujas especulativas y estafas piramidales son ejemplos bien conocidos por todos. Las maniobras fraudulentas o los abusos en otros sectores, en cambio, son más sutiles y no tan vendibles.
Por otro lado, el reconocimiento de que la inmensa mayoría de las crisis son culpa del sector financiero requiere demostrar que tras ellas no hay un síntoma que ya estaba presente en la economía real. Mazzucato no se mete en estas cuestiones profundas y prefiere el camino corto de presentar los pecados financieros para animar al lector a concluir con ella. Desde luego, esto no invalida la noción general de que el sistema financiero puede generar inestabilidad y disrupciones en el sistema productivo. Mucha literatura apunta en esta dirección y la autora lista en la bibliografía varias referencias que la corroboran.
Por momentos, el desarrollo de su diatriba se vuelve un tanto previsible. La desregulación y expansión del sistema financiero que comenzó a florecer hace casi medio siglo, la irrupción de nuevos actores en la movilización de ahorros, el surgimiento de productos financieros complejos (y riesgosos) y la asimilación del sector financiero con un casino son los actores principales que no suelen faltar en los discursos que lamentan la especulación y la usura.
Aún así, en esta enumeración resaltan dos temas no siempre presentes en esta literatura, al menos en la dedicada al gran público. Uno es la historia de la intención de difundir el crédito a la clase trabajadora estadounidense desde los 80s, que fue la alternativa de mercado para lidiar con los crecientes problemas de desigualdad de ingresos y de riqueza. De alguna manera, el acceso al financiamiento permitiría a la clase trabajadora transformarse en pequeños capitalistas llevando a cabo emprendimientos por su cuenta. Mazzucato narra con efectividad la transición desde el retiro del Estado de bienestar al sueño, convertido en pesadilla en 2008, del emprendedor individualista asistido por el sistema financiero.
El otro eje de interés que Mazzucato recorre es la llamada “financiarización” del sistema productivo. Expresada de manera apurada, es la idea es que muchas empresas del sector real de la economía comenzaron a preocuparse más por obtener ganancias financieras especulativas que por producir más bienes y servicios. Si bien en un mundo con tantas finanzas esta acusación parece natural, demostrar este proceso es bastante más complicado de lo pensado. Existen instancias en las que la línea entre lo real y lo financiero es gris, como es el caso de las acciones. Se trata de derechos de propiedad sobre las empresas que operan a la vez como referencia de su capital real, pero incorporan además aspectos “especulativos” en su cotización en la bolsa de valores. Distinguir qué es real y qué especulativo en estas circunstancias no es obvio, y Mazzucato vuelve a optar por presentar una versión lavada del argumento, con más énfasis en los escándalos que en la evidencia concreta.
La autora guarda los capítulos finales para volver a las fuentes y dedicarse al juego que mejor juega y que más le gusta: los procesos de innovación y la necesaria interacción de lo privado y lo público en su desarrollo. La conexión de El Valor de las Cosas con El Estado Emprendedor es que en la innovación también existe una apropiación injustificada de rentas, en particular a través del abuso de las patentes y de los derechos de propiedad intelectual en general. El texto aquí conecta con precisión con las ideas teóricas desarrolladas para estos temas a lo largo de muchas décadas, que dan sustento al argumento principal de que algunos sectores se aprovechan de su posición monopólica para la explotación de las ideas.
Finalmente, Mazzucato retorna a su defensa del sector público y de su intervención. Aduce que el valor que aporta el Estado a la sociedad es mucho mayor al que normalmente se supone (o que registran las Cuentas Nacionales), debido en esencia a la provisión de bienes públicos fundamentales para la inversión privada. En un giro macroeconómico, la autora agrega al valor gubernamental su acción estabilizadora en el corto plazo. Si bien en ocasiones este rol ha sido favorable, es una discusión abierta entre economistas hasta qué punto el funcionamiento macro se beneficia de la acción estatal. En cualquier caso, no se puede culpar al lector argentino que dude de la afirmación habiendo sufrido tanta inestabilidad en el contexto local durante las últimas décadas.
El Valor de las Cosas es un soplo de aire fresco para aquellos que creen, como quien escribe estas líneas, que la demonización del Estado y la beatificación del emprendedorismo privado han ido demasiado lejos. Si bien los recordatorios de las ventajas de lo público son bienvenidos, el libro no desarrolla suficientemente las políticas específicas que deberían seguirse para preservar los roles positivos del Estado (y eventualmente para desembarazarse de los negativos). Como siempre, los diagnósticos llenan una enorme cantidad de páginas, pero las políticas específicas y su plausibilidad se dejan para otros autores.
Es aquí donde hace su aparición el siguiente libro de Mazzucato, Misión Economía. Se trata de una suerte de metáfora de algo más de 200 páginas que propone reencauzar el sistema capitalista con el mismo espíritu que llevó al hombre a la Luna. La alegoría sugiere el necesario arrojo para modificar aquello que funciona mal, y también las externalidades positivas derivadas de la colaboración público-privada, que en caso de las misiones Apolo dieron lugar a innovaciones decisivas, como internet.
A diferencia de El Valor de las Cosas, Misión Economía tiene un formato menos depurado, menos reflexionado y menos consistente. Para empezar, la parábola no está exenta de ingredientes dudosos. Las misiones humanas a la Luna tenían por objetivo último demostrar poder en medio de una Guerra Fría que amenazaba con una Tercera Guerra Mundial, una circunstancia que no parece demasiado interesante de replicar. Los resultados directos de aquel proyecto tampoco fueron claros: cincuenta años después la sensación es que la estrategia fue equivocada, y de hecho hoy se ha redefinido completamente. Pero más allá de la inexacta comparación, lo que deja más dudas es la visión general del desarrollo basada en la necesidad de hundir recursos incluso con objetivos poco efectivos en lo inmediato, lo que remeda aquella vieja idea de que para hacer funcionar la economía deben cavarse pozos para después taparlos. Si bien este puede ser un remedio cuando se trata de lidiar con problemas puntuales de demanda agregada, demostrar su funcionalidad como estrategia de crecimiento de largo plazo es mucho más arduo.
Confirmando el exceso de ambición de Misión Economía, Mazzucato exhorta a solucionar problemas cada vez de mayor alcance. Se rescatan los objetivos del milenio, se propicia una transición verde para los distintos sectores productivos, se discute cómo aprovechar el envejecimiento de la pirámide poblacional, y se propone para alcanzar el éxito en estas aspiraciones el involucramiento colaborativo público-privado. Buenas intenciones que contienen algunas ideas valiosas, algunos lugares comunes, y bastante de wishful thinking.
La principal misión de Mazzucato en el espectro de las ideas económicas, sin embargo, sigue siendo importante, más teniendo en cuenta el estado actual del debate económico. Constituye un llamado de atención ante la proliferación de mitos liberales, individualistas y privatistas que han poblado la literatura económica de amplio alcance, y que seguramente contribuyeron a una sociedad con una mayor desigualdad. Para comprender más en profundidad los mecanismos para contrarrestar estas tendencias mediante políticas concretas y factibles, habrá que esperar un poco más.
Quién es Mariana Mazzucato
♦ Nació en Roma en 1968. Es una economista ítalo-estadounidense.
♦ En 2013, The New Republic la consideró una de “los tres pensadores más importantes sobre innovación”.
♦ Publicó El Estado emprendedor, El Valor de las Cosas y Misión Economía.
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