El señor de campera azul que llega desde el barullo de la Feria se para en la entrada del auditorio Ceibo, en la Feria del Libro de Corrientes, y se acomoda los lentes. ¿Qué hace toda esa gente repitiendo, como un mantra, lo que dice desde el escenario un tipo grande, alto, de boina y un sobretodo rosado?
“Nuestro largo combate fue también un combate a muerte con la muerte, poesía”, dice él, histriónico, moviendo las manos, balanceando el cuerpo hacia adelante como si fuera a echarse sobre el público.
“Nuestro largo combate fue también un combate a muerte con la muerte, poesía”, dicen ellos, juntos, a coro, un poco remedando la entonación del hombre que se propone como un medium entre tres grandes poetas muertas -Alejandra Pizarnik, Olga Orozco, Amelia Biagioni- y estos lectores correntinos.
El hombre, claro, es Fernando Noy. Es poeta, es performer, algunas veces es actor -en la película Camila, fue el soldado que se niega a matarla porque sabe que ella está embarazada-, es un personaje del under porteño y una figura de la contracultura de los años 80 y 90.
Fue amigo de Alejandra Pizarnik -esa poeta mítica que murió de sobredosis en 1972- y es con ella que empezó, el sábado algo después de las 19, este recorrido.
El auditorio Ceibo es sencillo, la luz es blanca, somos 50, 60 personas listas para el ritual. La mayoría tiene menos de 30 años. Alguno, el pelo verde: el público de Noy no va a estar en los estratos tradicionales de la sociedad correntina, diría uno, pero, sin embargo, a medida que la lectura avance, se irán acercando señoras y hombres mayores, que como quien no quiere la cosa se acomodarán en las sillas y en un rato estarán sumados al coro.
Pero eso será después.
Ahora, cuando empieza todo, Noy, con sus collares y sus anillos, avanzará hacia este escenario que no tiene ningún glamour mientras suena Fito Páez y empezará cantando un poquito arriba del disco: “Lo que perdemos lo volvemos a amar”, dice la canción y dice Noy. Y vamos entrando en clima.
Entonces Noy expicará que se trata de un tributo, un paseo, una visita, una hechicería que convocará a varis voces poéticas. Pizarnik, claro. A quien conoció un día de casualidad y memorizó su teléfono: 404227. Y cuando la llamó ella fue precavida:
-¿Quién te mandó?
-Nadie.
-Ah, mejor, mejor.
“Yo tenía 17 años”, dice, Noy, que ya cumplió 70. “Fuimos hasta un restaurante llamado Edelweiss, la esperaba su amigo Manucho (Mujica Láinez)”.
En fin, recuerdos que acercan a Pizarnik y se viene el poema: “La que murió de su vestido azul está cantando”...
Noy lee simplemente de una fotocopia, con la pasión en la voz. Los teléfonos se levantan, le sacan fotos, lo filman. Un hombre con una fotocopia cargada de palabras.
Es audaz: tiene al público con él y avanza con un texto larguísimo, que requiere atención por más de 10 minutos: Extracción de la piedra de la locura, se llama, y es un clásico.
Se tiene fe el performer, y cómo no tenerla si en un rato les regalará a estos chicos que lo filman una frase como “Puertas del corazón, perro apaleado”. Corazón, perro apaleado: no hay manera que no se ponga la piel de gallina.
O cuando dice: “La melodía pulsaba mi corazón y yo lloré la pérdida de mi único bien, alguien me vio llorando en el sueño y yo expliqué (dentro de lo posible), mediante palabras simples (dentro de lo posible), palabras buenas y seguras (dentro de lo posible)”. Te lo digo simple, dentro de lo posible, y si no te lo digo complicado, porque una pérdida así se llora de tantas maneras, finalmente.
El verso impacta. Silencio, otro mate, la gente se acomoda en las sillas. “Quiero morir al pie de la letra del lugar común que asegura que morir es soñar”, lee Noy, dando una amorosa patada a los clichés románticos de los posters.
Llega enseguida Olga Orozco, quien la recuerde pensará en su voz ronca, en el Tarot, en esa poeta honda que murió en 1999.
“Soy mi propio rehén, /el pausado veneno del verdugo, /el pacto con la muerte”, lee Noy. Y cuenta que Orozco “tenía una gata maravillosa, llamada Berrnice que era chamana, si te dolía algo saltaba y te curaba. Por eso, cuando murió, ella escribió poemas a Berenice”. Y lee:
“¿No guardabas acaso mi alma ensimismada como una tromba azul entre tus siete vidas?”
Y entonces ya hecho suyo el público, este Fernando Noy que atravesó los 80 y los 90 y aquí sigue bien parado, le dice que para “para decir que estuvimos con Olga, digamos los versos en eco”.
Y va: “¿cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca?”
Dos chicas se dan la mano y se miran y sonríen con este verso, que quién sabe qué complicidad guarda. No son sólo ellas: algo hay de liberador, de bello, de conectado en este ir y venir de versos, en este decir y volver a decir, ya no espectadores sino intérpretes.
El barullo de la feria sigue, pero como detenido a la entrada de este auditorio: la ceremonia es adentro y no escucha lo que pasa.
“Alejandra se consideraba una llorona medieval, una blusera”, dice Noy. “Amelia Biagioni se consideraba mística”.
Así seguirá el ritual: dos poemas lee él, uno se comparte. Pizarnik, Orozco, Biagioni, y luego viene un poeta más, “que conozco bastante y desconozco y que soy yo mismo”.
“Sin piel, como el mar, igualmente adorada, no en todos sus rastros la arena se revela y aquel fuego desnudo, encendido en lo oculto, no es del sol, es del hombre, pero jamás fue visto con otros ojos que no sean nuestros”
Noy lee, lee, lee, lo acompañan. Hay bis, hay una tranquila felicidad, una limpieza.
Ritual colectivo y de cada uno, momento de poesía. Cosas que pueden pasar en una Feria del Libro.
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