Es habitual que un escritor tenga nostalgia de su tierra si alguna vez se alejó de ella. Es habitual que su obra transcurra en los paisajes de infancia, en las calles de la adolescencia, como un monumento detenido en el tiempo, y hasta es habitual que en el fondo el autor no pueda escribir sobre otra cosa. Lo que no es tan habitual es que el escritor se siente a desmontar esos recuerdos, a romper las mitologías que unen a los habitantes de una región para encontrar, a fuerza de fricciones, la identidad colectiva y también la personal. Eso es exactamente lo que hace Joan Didion con California en De donde soy, publicado por primera vez en español (y originalmente en 2003): una serie de artículos, ensayos y textos híbridos que oscilan entre el relato histórico, columnas escritas en los años de juventud y memorias personales, siempre con un eje claro: La Costa Oeste, en específico California, y más precisamente Sacramento.
Joan Didion es desde hace décadas un faro de la escritura de la no ficción en Estados Unidos. Fallecida a fines del 2021, en Hispanoamérica se la conoce sobre todo por El año del pensamiento mágico, una gema autobiográfica sobre el duelo basada en la muerte de su marido, y menos por libros como The white album (El álbum blanco, 1979) o Slouching Towards Bethlehem (Arrastrarse hacia Belén, 1968), verdaderos modelos para cualquier periodista que quiera hacer con las palabras algo más que transmitir información. Es un tipo de periodismo raro, corrido, desenfocado, y De donde soy lo confirma. Pero a su vez, es un libro que se sostiene menos en el estilo que en la experiencia vital: como Vivian Gornick en Cuentas pendientes, Didion compara sus pensamientos de juventud con los de madurez y les hace sacar chispas para producir la obra.
Allá lejos y hace tiempo
La autora tenía veintidós años cuando, en 1956, se graduó en la Universidad de California y ganó un concurso para trabajar durante un año en la revista Vogue, en Nueva York. Era la publicación de moda del momento: la ciudad, el ruido, el glamour y el prestigio eran la sustancia del día. Pero durante la noche, Didion llegaba a su departamento, se sentaba frente a la Olivetti Lettera 22 que había comprado con sus ahorros y se dedicaba a extrañar California. Escribía sobre la crecida de los ríos, los diques, la niebla, el valle. Así nació su primer libro, Río Revuelto. Como toda primera novela, está basada en personajes reales y episodios de infancia: Didion escribió sobre la California de la que había escuchado hablar a sus padres y abuelos, con fragmentos de historia local que se transmitían de generación en generación.
No es difícil mitificar una zona tan compleja, tan agradable y tan alejada como California. Hoy la asociamos a Hollywood, a la residencia de los artistas y a Silicon Valley, al clan Manson, al progresismo, al movimiento hippie de los sesenta, pero no siempre fue así. En el siglo XIX, Estados Unidos le ganó a México ese territorio de valles, acantilados e inundaciones y se fue poblando con buscadores de oro que llegaban del este (si miramos el mapa de Estados Unidos, era un recorrido que hacían del extremo derecho al extremo izquierdo). Parte del mito consiste en alabar la enorme travesía de estos hombres: hay un hito natural en el estado de Wyoming al que llamaban Independence Rock, porque quien no lo alcanzaba antes del 4 de julio, no iba a llegar a California: la nieve cerraría el paso más adelante, en la cordillera Sierra Nevada.
En el mito de origen hay, entonces, padres fundadores que sin tener nada cruzaron el país entero y finalmente se establecieron con granjas y cultivos. “Cada viajero que llegaba, por definición, había renacido en la naturaleza salvaje, y se había convertido en una criatura nueva”. Solo los renacidos, los fraguados por el calor del sacrificio y la búsqueda de un futuro mejor, llegaban al Edén de la prosperidad. Existía la idea de la fortuna hecha de un día para el otro: comprar tierras a precios módicos, encontrar oro o hacer un negocio millonario era parte de lo que todo californiano esperaba encontrar tarde o temprano. Los granjeros eran hombres honrados a quienes nadie les había regalado nada, y que a fines del siglo XIX se vieron amenazados por la llegada del ferrocarril.
Así es como al californiano le gustaba narrar sus orígenes, y la joven Didion no era la excepción: basta darle un ojeada a su primer libro, Río revuelto. Sin embargo, con el paso del tiempo algo empezó a cambiar. “Hay muchas cosas de California que, contadas en sus términos preferidos, no cuadran”, escribe la autora en De donde soy. “Este libro representa una exploración de mis propias confusiones respecto del lugar y la forma en que crecí, unos malentendidos que forman parte de quien soy”.
Una tarea de disección
La escritura de Didion tiene sus particularidades. Comparada con Norman Mailer y Gay Talese por componer artículos largos de no ficción con pluma de literato, su estilo no se nota tanto en una frase, como en Borges o en Nabokov, sino en el conjunto de cuatro o cinco páginas. Al leer De donde soy, da la sensación de que la autora es una maestra del reciclaje: toma columnas y crónicas de las décadas del 60 y 70 y las hace orbitar sobre un nuevo eje, agregando reflexiones de madurez acá y allá, como si ahora pudiese ver cosas que antes no veía; como si dos o tres artículos que se publicaron por separado en realidad hablaran de lo mismo.
En todos los casos, se trata de describir no un acontecimiento, no un personaje, sino el espíritu de una época. Y ahí se nota la diferencia entre el poder de la historiografía y el de la literatura. Llegado este punto, cabe preguntarse qué pasa cuando los escritores incursionan en la historia. No en novelas históricas ni en divulgación, como es el caso de Isaac Asimov con sus libros sobre los egipcios, los griegos, la historia de los Estados Unidos, entre muchos otros. En Argentina, los primeros que nos vienen a la mente son Bartolomé Mitre –autor de la historia tal como la conocemos hoy; autor, por decirlo de algún modo, del San Martín que nos enseñan a admirar en el colegio– o Sarmiento, pero ellos no revisaban la historia sino que construían sus pilares canónicos.
En este sentido, Didion está más cerca de lo que hace Martín Kohan en El país de la guerra. Es una tarea de disección que recuerda a aquella frase de Czesław Milosz: “Cuando en una familia nace un escritor, esa familia tiene que saberse condenada”. A Didion no le resulta significativo que los aventureros del siglo XIX hayan cruzado todo un país para enriquecerse; más elocuente le resulta el hecho de que los californianos invoquen esas escenas simples, llanas, para describirse a sí mismos. “Había que resolver los detalles en conflicto, reformularlos para construir un todo verosímil. Los recuerdos antiguos deben ser plasmados como si fueran la palabra de Dios”.
La banda de los Spurs
Quienes leyeron otros textos de no ficción de la autora saben que su marca de agua es explicar movimientos, fenómenos, grupos sociales disruptivos de la Costa Oeste: el movimiento hippie, las Panteras Negras, la Familia Manson. En De donde soy, esa veta aparece en la narración de la banda de los Spurs (Spur Posse), un caso que ocupó las tapas de los diarios nacionales durante semanas en 1993. Un cronista malo empezaría por explicar qué fue la banda de los Spurs y cuáles fueron sus crímenes. Un cronista bueno como Didion empieza por explicar la matriz económica de Lakewood, la ciudad de California en la que se dieron los hechos.
En la bonanza de posguerra, el gobierno local había financiado un megaproyecto de urbanización: 17.500 viviendas serían construidas en un conjunto de barrios residenciales junto a un centro comercial de 103 hectáreas, el más grande de Estados Unidos. De esta forma se brindó a las clases bajas la posibilidad de convertirse en propietarias, con empleos en las fábricas de industria aeroespacial que abundaban en esa época. A comienzos de los 90, las fábricas se debilitaban, muchas se mudaron a estados vecinos que ofrecían mejores condiciones impositivas.
“Durante los años de prosperidad, el residente preferido era un hombre adolescente, idealmente ya casado e hipotecado, enganchado a la planta de la fábrica, consumidor estable”, escribe Didion. Con la llegada de los malos tiempos, hubo una ola de jóvenes que terminaban el colegio secundario y no tenían dónde ir. De a poco se formó una banda que empezó por hacer robos chicos en casas residenciales y terminó acusada por violaciones a menores de edad, a quienes esperaban en las puertas de los colegios. Además, algunos salían en televisión con actitud provocadora. Y acá llegan las preguntas de Didion: “¿Qué cuesta crear y mantener una clase propietaria artificial? ¿Quién lo paga? ¿Qué pasa cuando esa clase deja de resultar útil?
Otra vez: la crónica está corrida, fuera de foco, gira sobre sí misma. Cita testimonios de los diarios de la época y otros que tomó la propia Didion, y al mismo tiempo se incluyen reflexiones posteriores sobre la identidad californiana, como si la autora hubiese revisado sus artículos años después para compaginarlos. El mismo patrón sigue la historia del sistema carcelario y la extraña ley que produjo la mayor tasa de encierros por locura del país. En cambio, el último texto, una memoria autobiográfica sobre la muerte de la madre –quien “encarnaba muchas de las contradicciones y confusiones de la vida de California”–, parece escrito para la ocasión y es lo mejor del libro.
En ningún caso hay condescendencia, no hay nostalgia. La escritura de Didion tiene la lucidez de quien toma distancia de un lugar para verlo mejor. La poeta Lyn Hejinian escribió que toda familia tiene su propia colección de historias, pero no toda familia tiene a alguien que las cuente. De donde soy es, de algún modo, la palabra de la integrante narradora, la hija escritora que firma la condena de la familia.
“De donde soy” (fragmento)
Mi madre murió el 15 de mayo de 2001, en Monterrey, dos semanas antes de cumplir los noventa y uno. La tarde anterior yo había hablado con ella por teléfono desde Nueva York y ella me había colgado a media frase, una forma de despedirse tan característica de ella –destinada principalmente a que quien la llamara se ahorrara dinero en lo que ella todavía llamaba “conferencias de larga distancia”– que hasta la mañana siguiente, cuando me llamó mi hermano, no se me ocurrió que en aquella última ocasión ella quizá hubiera estado demasiado débil para mantener la conversación. O quizá no solo demasiado débil. Quizá demasiado consciente de la importancia que podía tener aquella despedida en particular.
Tras la muerte de mi madre me encontré a menudo pensando en las confusiones y contradicciones de la vida de California, muchas de las cuales ella había encarnado. Por ejemplo, mi madre despreciaba al gobierno federal y sus “ayudas”, pero no veía ninguna contradicción entre este punto de vista y su dependencia del estatus de reservista de mi padre para usar libremente a los médicos y farmacias de la Fuerza Aérea, o para comprar en los economatos y almacenes de cualquier instalación militar que tuviera cerca.
Pensaba que el verdadero espíritu de California era el individualismo sin restricciones, pero llevaba la idea de los derechos individuales a unos extremos mareantes y a veces punitivos. Ciertamente buscaba una apariencia de “severidad”, una palabra que ella parecía considerar sinónima de lo que más tarde se llamaría “criar a los hijos”. Durante su infancia en el norte del valle del Sacramento, había visto a hombres ahorcados delante de los juzgados. Tras el asesinato de John Kennedy, insistió en que Lee Harvey Oswald había tenido “todo el derecho” a asesinarlo, y que a su vez Jack Ruby había tenido “todo el derecho” a matar a Lee Harvey Oswald, y que si se había dado alguna ruptura del orden natural, había sido por parte de la policía de Dallas, que no había ejercido su derecho de “pegarle un tiro a Ruby allí mismo”. Cuando le presenté a mi futuro marido, mi madre le informó de inmediato de que sus ideas políticas le iban a parecer tan de derechas que la iba a considerar el “arquetipo de la viejecita con zapatillas de tenis”. Aquel año por Navidad él le regaló la colección entera de publicaciones de la asociación conservadora John Birch, docenas de panfletos de llamamiento a la acción, en su estuche. Ella se quedó encantada y le hizo mucha gracia y le enseñó los panfletos a todo el que pasó por la casa aquellas fiestas, aunque, que yo sepa, jamás abrió ninguno.
[...] Solo en los últimos años me he dado cuenta de que muchas de aquellas opiniones que mi madre proclamaba en tono dramático eran defensivas, su propia versión de los “principios, metas y motivaciones establecidos y asentados en la vida” de su bisabuela, una barricada para protegerse del temor profundo a la ausencia de significado. Siempre había habido vislumbres de aquel temor, que yo había pasado por alto, atrincherada en mi propia barricada.
Quién fue Joan Didion
♦ Nació en Sacramento, California, en 1934, y murió en Nueva York en 2021.
♦ Fue escritora y periodista, conocida por sus ensayos, crónicas y artículos.
♦ Su libro El año del pensamiento mágico es su novela más leída. También publicó, entre muchos otros, Sur y oeste, Según venga el juego y El río en la noche.
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