A Sylvia Molloy Borges le enseñó a escribir (o a leer, dijo, que es lo mismo) y le enseñó a pensar. En ese orden. La primera vez que lo vio fue en la Biblioteca Nacional. Ella había terminado la escuela secundaria y se había interesado por las traducciones al francés de ciertos escritores argentinos. Entonces ella, Sylvia, la talentosa escritora argentina que murió este jueves a los 83 años y que en ese entonces era una joven tímida pero resuelta, fue directamente a verlo con una amiga. Borges, amabilísimo —así lo calificó ella—, las recibió en una oficina con la mano extendida para saludarlas, una mano gravitamentente ciega, buscando las suyas, tanteando el aire, lo invisible por darse.
En una conferencia en la Biblioteca Nacional en 2017, Molloy recordó ese momento: “Estrecharle la mano fue la manera de sellar un pacto que todavía no existía con la literatura de Borges”. Había ocurrido el milagro secreto, lo textual haciéndose.
Porque, para Sylvia Molloy, Borges marca “como ningún otro escritor las glorias y dificultades de estar en literatura”. Molloy no dijo “hacer” literatura, sino “estar” en literatura. Porque en la literatura, sobre todo, se está pero a la vez se deja de estar, moviéndose hacia donde no hay donde. Así, la ensayista entendió que Borges fue un maestro del ir y venir, de un vaivén, de una conversación o una sociabilidad entre textos diversos. En definitiva, acotó, un maestro de desasosiegos, de marginalidad, de oblicuidades, de traslados.
“Borges —dijo Molloy en esa conferencia de 2017— heredaba relatos y al contarlos los volvía nuevos”. Agregó: “Su escritura, como lo es toda literatura —aunque a veces lo olvidemos—, es lugar de tránsito, de traducción y de relevo narrativo”. Aquella misma vez, la escritora aseguró que Borges le enseñó —como luego lo haría Roland Barthes— a escribir su lectura, es decir a escribir crítica y ficción de manera diferente, a no ignorar el contacto entre las dos marcas y a aprovechar su respectiva contaminación. Y también: “Me enseñó a dialogar con el archivo y a desviarme de él”.
Molloy tiene un libro de ensayos que está entre lo más sofisticado y agudo de lo escrito sobre Borges. Se llama Las letras de Borges, cuya última edición es de abril de 1999 (Beatriz Viterbo Editora), un libro hoy dificilísimo de hallar en versión papel. La primera edición es de 1979. La ensayista nunca le mandó a Borges esa primera edición. Escribió en el prólogo de la segunda: “No me arrepiento de que así haya sido, como no me arrepiento (o me digo que no me arrepiento) de no haberlo conocido mejor al hombre Borges. Siempre preferí trabajar con Borges, con las letras de Borges, de lejos. Sólo así, pienso, me era posible mantener la distancia —es decir la mirada crítica, la irreverencia, la extrañeza— que sus textos recomiendan y que es condición necesaria de su lectura”.
El libro destaca que el texto borgeano se funda en lo precario que se hizo monumento. Es decir, lo fragmentario que ha llegado a significar estabilidad. Segundo: que el texto borgeano inquieta. Y mucho. Tercero: que hay que detenerse, gozar, irritarse ante un diálogo incesante de fragmentos. “Si las ficciones extrañan —plantea Molloy— es porque extraña todo el texto de Borges: la inquietud manifiesta en los relatos, por su básico desasosiego textual, habrá de remitir al resto de la obra”. Ese desasosiego, esa extrañeza en los textos, produce un “no lugar” borgeano (que es a la vez todos los lugares) o, citando el título del libro de Molloy, una breve cárcel de la que se sale leyendo.
Uno de los conceptos más importantes del libro es el señalamiento de que el cuento “Pierre Menard, autor del Quijote” no es la primera ficción borgeana, aunque el propio Borges la reconozca como la primera ficción en su obra. Por eso, reflexiona Molloy, “Pierre Menard” marca una clara continuación de las ficciones previas, reconocidas o no como relatos. En otras palabras, este cuento no inaugura la ficción borgeana (elabora ella) sino que la afirma. Este señalamiento, agregamos, es vital porque revela las propias maniobras de Borges en su configuración del mito de origen de su literatura y no porque esto sea peyorativo per se, sino porque permite ver la ejecución de Borges convirtiéndose en Borges.
En otros ángulos del libro, Molloy desarrolla que el vaivén borgeano se insinúa en sus primeros tres libros de poesía y habla del flâneur borgeano: ese Borges, como el poeta Charles Baudelaire, paseante, espía de la ciudad que está creando al caminarla por sus periferias. Como señala Walter Benjamin -que a su vez señala Molloy- el flâneur busca espacios libres sin renunciar a su mundo privado. Borges ensancha el yo para ponerlo en duda.
Hubo una ocasión en que Sylvia Molloy comió en casa de Bioy Casares con Borges. Quizás fue el último encuentro, recordó ella. Luego de la cena, Bioy los fue llevando a sus respectivas casas. Cuando llegaron a Maipú 994 —la casa de Georgie— ella lo acompañó a subir por el ascensor. Él, Borges, que estaba muy locuaz, le dijo con una gran sonrisa:
—Molloy… Molloy... Es curioso: tengo sangre inglesa, escocesa, galesa, pero parece que no tengo ni una gota de sangre irlandesa.
Cuando se abrió la puerta del ascensor y llegaron a su piso —donde lo esperaba su fiel ama de llaves, Fanny—, él le dijo para despedirse: “Para la próxima vez que nos veamos procuraré tenerla”.
Donde estén, ambos, ahora, ya están en la próxima vez, juntos, fragmentados para siempre.
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