¿Roca fue un genocida o el creador de un régimen de paz y prosperidad para la Argentina? Reeditan la biografía que escribió Félix Luna y fue un enorme best-seller

“Soy Roca” fue el primer libro de Historia que se volvió un fenómeno masivo en el país. Allí habla, en primera persona, un personaje polémico. Por qué el autor, que murió en 2009, decidió escribirlo

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Julio Argentino Roca y Félix Luna.
Julio Argentino Roca y Félix Luna.

¿Cómo saber qué piensa un político y dos veces presidente, hasta en sus temas más privados, sin convertirlo en ficción? ¿Cómo reconstruir en primera persona la vida y obra de un político, cien años después de los hechos y con la cercanía de un libro de memorias? En 1989, el historiador Félix Luna publicó Soy Roca, una de sus obras fundamentales. El libro se convirtió en el primer best seller de Historia argentina, tuvo veinte ediciones y vendió cerca de cien mil ejemplares, un número altísimo para la industria nacional. Treinta y tres años después de aquel éxito, el sello Sudamericana acaba de reeditar esta obra.

Historiador, periodista y compositor de obras folklóricas como la Misa Criolla, Félix Luna fue el creador de la revista Todo es Historia y publicó decenas de libros. En Soy Roca se propuso retratar a Julio Argentino Roca, general y dos veces presidente argentino, el que más tiempo estuvo en el poder: dos períodos por un total de 12 años, el primero en 1880 y el segundo en 1898.

En este libro, Luna se permitió poner en boca de Roca las reflexiones que pudo haber hecho sobre su vida, de acuerdo a una minuciosa reconstrucción que hizo en base a cartas y documentos del propio político. Sin embargo, una buena parte del libro son escenas de la vida personal que no están registradas y son fruto de la imaginación del autor. De allí el principal desafío de la obra.

“Alguna gente habla de Roca como si hubiera sido un genocida. Muchos más indios mató Adolfo Alsina”. Félix Luna, en 2003

En sus 590 páginas, Soy Roca permite sumergirse en la etapa que registra una de las mayores transformaciones de la Historia nacional, en los años de la fundación de la llamada “Argentina moderna”, el surgimiento de la educación laica y gratuita, y la incorporación de la Patagonia al territorio nacional. Para Luna, esta obra significó uno de sus mayores desafíos personales, ya que había sido formado en un hogar de ideología radical. Y Roca representaba muchos de los vicios del conservadurismo.

Durante una entrevista realizada en 2003, el historiador hizo referencia a uno de los principales retos que tuvo: la necesidad de ubicarse en la época en la que sucedieron los hechos históricos para no “pecar de anacrónicos”. En esa oportunidad señaló que las controversias en torno de la figura de Roca responden a “una cuestión de conocimiento histórico. Alguna gente habla de Roca como si hubiera sido un genocida. Muchos más indios mató Adolfo Alsina. La expedición de 1879 sobre el río Negro prácticamente no tuvo encuentros con los indios, simplemente fue un avance arrollador”.

 Intento de sacar la estatua de Roca, en Bariloche, en 2016. (Foto Emiliano Rodrí­guez / ANBariloche)
Intento de sacar la estatua de Roca, en Bariloche, en 2016. (Foto Emiliano Rodrí­guez / ANBariloche)

En Soy Roca “trato de ponerme en la piel del personaje, no avalo todo lo que Roca dice, estoy haciendo un libro de Historia planteado como novela pero con un contenido rigurosamente histórico”, contó el historiador. “El mundo vivía una atmósfera darwinista, era la lucha del más fuerte, la supervivencia del más apto, el progreso que avanzaba en el mundo y (cobraba) el precio de arrasar las culturas aborígenes”, agregó.

Nadie levantó una voz proponiendo otro plan, ni siquiera la Iglesia Católica porque la experiencia era muy negativa. Frente a la idea de civilización, de progreso, los indios eran obstáculos como antes lo habían sido las montoneras, obstáculos que se oponían al progreso”, explicó Luna en aquella entrevista.

Cómo surgió

En 2014, se realizó en el MALBA un acto de recordación del libro y un homenaje al historiador, quien había fallecido cinco años antes, en 2009. Su hija, la también historiadora Felicitas Luna, contó en esa oportunidad cómo surgió en su padre la idea del libro, “concebido en su plena madurez intelectual, a los 64 años”. En un viaje a Mar del Plata, en 1988, para matizar la demora del vuelo en el aeropuerto, Luna leyó César Joven, de Rex Warner, y se preguntó cómo era posible que en nuestro país no se hubiera ensayado algo así, una biografía en primera persona como Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar.

Según relató años después el mismo Luna, repasó personajes de la historia nacional y, tras descartar algunos, como Castelli, se decidió por Roca. De regreso de aquel viaje, ya tenía pensada la estructura del libro y su título: Soy Roca. Basó su elección en que este político era el auténtico fundador del Estado argentino y el creador de un sistema que duró 30 años. También en que se trataba de un campo escasamente explotado, ya que existía poca bibliografía sobre Roca. Además, el libro se publicó por primera vez en 1989, el año de la crisis final del gobierno de Alfonsín, un momento en el cual despertaba interés la figura de Roca como constructor de una etapa histórica.

Para Félix Luna, Roca no fue sólo el conquistador del desierto. Fue el hombre que instaló un régimen de paz, de orden, de prosperidad en el país durante más de veinte años, el político que mantuvo la paz con los países vecinos, el que abrió las fronteras para los inmigrantes, capitales, ideas y tecnología, y el que amparó un proceso de expansión y prosperidad que no se repitió. Como deja claro en su libro, Félix Luna redescubre una figura de la Historia argentina que ofrece con una coherencia y amplitud de visión en las políticas de gobierno donde antes sólo había visto una fuerte ambición de poder.

“Soy Roca” (Fragmentos)

Y es así como yo, Julio Argentino Roca, general de la Nación, dos veces presidente de la República, conquistador del Desierto, fundador de la Argentina moderna, a la edad de 71 años, retirado de toda actividad pública, no teniendo en qué distraerme, me ocupo en recordar ligeramente mi pasada y agitada vida.

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Aquella fue la primera oportunidad en que me golpeó físicamente la evidencia de que una voluntad individual puede imponerse sobre el desorden y convertir elementos dispersos en una fuerza orgánica destinada a un fin concreto y definido. Esta posibilidad de enhebrar lo suelto y dar dirección a lo que estaba desnorteado sólo podía hacerse realidad, al menos en aquella época, dentro del orden militar donde por definición se manda y se obedece. No sé si esto lo razoné en aquellos momentos; lo dudo, porque fueron jornadas llenas de exaltación y asombro para el joven subteniente artillero que sudaba tras sus cañones, pero estoy seguro de que en esos días mi vocación militar se decidió de manera irrevocable.

Otras evidencias se instalaron en mi espíritu en aquella espléndida primavera de 1858, hoy tan lejana. En primer lugar, disfruté de un inesperado placer estético: el de la guerra. Aquella tarde nublada de Cepeda, cuando contemplé el avance de las tropas porteñas hacia nuestras líneas como grandes cuadros de un color azul oscuro desplazándose acompasadamente por los verdes pastizales; cuando me crispó el toque de los clarines y percibí el humo blanco de la artillería y bajo los pies se estremeció el suelo con el trote unísono de miles de jinetes y el aire se rasgó con los alaridos de los lanceros entrerrianos, esa tarde caí en la cuenta de que la guerra puede ser bella y que, para ser un soldado de verdad, hay que amar esas galas del ruido y el color, porque son la compensación de la muerte, en último análisis la única triunfadora. Desde entonces he tratado de mirar a las guerras como un hermoso espectáculo, aun sabiendo muy bien que detrás de las arengas y las charangas, de las banderas al viento y el alegre crepitar de los disparos vendrá el horror de los cadáveres destripados, los gritos y las súplicas de los heridos, la brutalidad, el dolor irremediable, el olor a mierda, el asco.

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Era la “Atenas del Plata”, “la gran Capital del Sur”, la que había rechazado a los ingleses, la que había promovido la gloriosa Revolución de Mayo y constituido el escenario de la gran experiencia rivadaviana... Claro que omitían decir que esta misma ciudad era la que miró con indiferencia la campaña libertadora de José de San Martín —como siempre contaba mi padre— y que en su momento consintió ser oprimida por Juan Manuel de Rosas. A los porteños no les importaban estas últimas notas: para ellos, Buenos Aires estaba llamada a ser el poder más importante de América del Sur. ¿Cómo, entonces, iban a unir su destino con el de esos pobres pueblos del interior, atrasados en todo, carentes de talentos, envidiosos, mediocres?

La política, pues, no me era ajena, y admito que mi itinerario, hasta ese momento, había estado condicionado por ella. Pero lo que fue ocurriendo desde 1867 es otra cosa. Percibía poco a poco, en una experiencia que tomó años antes de tornarse clara en mi pensamiento, que la Argentina necesitaba encarrilarse en un marco de paz, seguridad jurídica y progreso; pero que sería muy difícil lograrlo si no se articulaba una política que armonizara esfuerzos y elementos mediante una fuerza motora, una voluntad superior constante y coherente.

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El paso de militar a político no es una fácil transición. El militar manda u obecede; el político acuerda, compone, nunca manda y pocas veces acata. En el ámbito castrense las cosas son o no son; en los territorios de la política, en cambio, nada es demasiado claro, todo es penumbroso y lleno de posibilidades múltiples y contradictorias. Así, pues, adaptar la mentalidad formada en años de milicia a un mundo tan diferente, resulta un proceso difícil y exasperante.

¿Cuándo empecé a pensar que podría ser presidente de la República? No sé. No hubo un punto de arranque concreto. Poco a poco fue creciendo en mi espíritu la sensación de que no era imposible aspirar al más alto cargo de la Nación, más allá de lo que opinaban mis amigos de Córdoba, que siempre estuvieron convencidos de mis posibilidades. Pero tratando de recordar en qué momento yo mismo me sentí candidato, podría fijarlo en enero de 1875, inmediatamente después de Santa Rosa. Ya les conté de qué manera nos agasajaron en Mendoza y San Juan con recepciones y comilonas, a tal punto que a veces hubiera preferido haber sido vencido y no tener que pasar por esas horcas caudinas de la gastronomía cuyana... En esos banquetazos escuché varias veces el grito de “¡Viva el general Roca, futuro presidente de la República!”.

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