A veces vivir duele. No me refiero a sentir pena por tal o cual episodio o incidente, sino al hecho mismo de estar vivo. En alguna oportunidad el psicoanalista Jacques Lacan nombró a la melancolía como un “dolor de existir”.
Sin embargo, ¿es lo mismo la melancolía que la depresión? Un tiempo atrás, escribí un artículo para esta misma sección en el que comenté el excelente libro de Juan David Nasio sobre las depresiones “neuróticas” o que también podríamos llamar reactivas a ciertos hechos y que se relacionan con la pérdida de una ilusión.
En esta ocasión, voy a desarrollar otra arista de la experiencia depresiva, que parte de la melancolía para llegar a un libro de reciente publicación, que comentaré minuciosamente, ya que me impactó por su calidez humana –a pesar de tratarse de un libro sobre una vida sumida en una depresión profunda.
No obstante, antes de llegar al libro, como rodeo preliminar y necesario, vamos a hacer un poco de historia, porque pensar categorías (sobre todo las de salud mental) sin el trasfondo social y discursivo que les corresponde, corre el riesgo de hacer creer que hablamos de esencias y no de formas de vida que tuvieron modificaciones a lo largo de los siglos.
Historia de la melancolía
La melancolía –a diferencia de las configuraciones actuales de depresión y bipolaridad– no es una “forma de ser” novedosa en la historia de la humanidad. En efecto, podría decirse que hasta finales del siglo XIX diversos sentidos incompatibles tuvieron una suerte de coexistencia. No obstante, en el centro de esa diversidad había una posición afectiva privilegiada: el temor y la tristeza sin causa.
En el mundo antiguo, en consonancia con el planteo hipocrático, para Galeno y Avicena la melancolía estaba vinculada al trasfondo corporal de la bilis negra y podía remitir tanto a la epilepsia como a la apoplejía. En 1586, Timothie Bright redactó el Tratado de la Melancolía, primer gran libro de variaciones en el tema, que además ya insinuaba la perspectiva de un tratamiento psíquico.
La continuidad del interés de la cuestión en el siglo XVII se comprueba en que a este tratado sucede otra obra monumental: Anatomía de la melancolía (1621) de R. Burton. Sin embargo, todavía la melancolía conserva un carácter difuso y multívoco. Así lo demuestra Shakespeare en As you like it (1599) al distinguir –en el acto IV, escena I– la melancolía “fantástica” del músico, de la melancolía “ambiciosa” del soldado, de la melancolía “graciosa” de la mujer, de la del enamorado… que tiene algo de todas las anteriores.
Por esta vía, la melancolía –en sentido amplio– se identifica con la locura en general, pero también reclama una especificidad, ya que cada cual tiene su propia acepción, e incluso reclama la construcción de un carácter típico.
Para comenzar a ubicar esta concepción moderna de la melancolía, detengámonos entonces en una imagen: Melancholia (1532), pintura del alemán Lucas Cranach. El sentido alegórico de la imagen es elocuente: el correlato del juego es la guerra, y la pose lánguida de la mujer queda confrontada por esas aves que pueden servir de alimento a un perro.
Asimismo, esta representación –a través de la indicación del movimiento de una suerte de planeta que entretiene a los niños– remite a otra referencia de la melancolía: su relación con la explicación astrológica, en particular respecto de Saturno. En este punto, no podría dejar de mencionar el gran libro de Klibansky, Panofsky y Saxl: Saturno y la melancolía. Asimismo, en continuidad con la obra de Cranach, no podría dejar de remitir a otra imagen simbólica: Melancolía I, de Alberto Durero.
Ahora bien, ya sea a través de la teoría de los humores o bien en función de una causalidad astral, la unidad de ese conjunto multívoco no encontraría una definición precisa hasta el desarrollo de la ciencia mecanicista en el siglo XVII. Podría decirse que antes de este momento había una clínica de la melancolía que se basaba en la delimitación de formas y variantes, hasta que la concepción del cuerpo-máquina introdujo la búsqueda de mecanismos: lentificación de la circulación u otro motivo fisiológico.
Hasta el desarrollo moderno propiamente dicho, la pregunta por la melancolía conservaba una pregunta por una causa secreta, mientras que la ciencia vino a suturar el enigma con la descripción de una pasión.
En el siglo XIX, con la llegada de Ph. Pinel y su enumeración sintomática, comenzaría una nueva búsqueda de la unidad perdida; no obstante, esta aproximación se resolvió en una agrupación descriptiva, en un tipo empírico, o bien en la clásica definición de J. E. D. Esquirol de la “Lipomanía” como enfermedad cerebral cuyo correlato notable era un delirio sostenido en una pasión debilitada. Por esta deriva, el supuesto tradicional de una afección inmotivada terminaría de desleírse para dar lugar a una afectividad aplanada.
El nacimiento de la depresión
¿Desde cuándo la melancolía implica un déficit? Curiosamente, el mismo siglo que instituye una concepción clínica de la melancolía en los términos antedichos es el que también destaca su mayor lucidez.
En un recorrido que comienza con los humanistas italianos del Renacimiento, como Marsilio Ficino, y atraviesa la asociación con la idea romántica del genio, el siglo XIX hace del spleen –como lo demuestra Charles Baudelaire– una de las condiciones de la creación. En realidad, esta orientación que destaca la potencia de la melancolía ya se encontraba en Aristóteles, para quien todos los grandes hombres tenían esa inclinación, pero es en la modernidad –y la obra del poeta John Keats es otro testimonio de la cuestión– cuando decanta la idea de que el melancólico tiene una mayor capacidad para sentir, una profundidad sublime y una claridad visionaria que los demás hombres no conocen.
Ahora bien, el momento en que la melancolía cede su paso a la forma patológica de la depresión es a través del constructo del concepto de una “alternancia”. En 1854, dos discípulos de Esquirol, Jules Baillarger y Jean Pierre Falret, propusieron de manera independiente un nuevo trastorno, distinto de la melancolía y de la manía, aunque caracterizado por fases cíclicas: la folie à double forme (Baillarger) o la folie circulaire (Falret). Sin embargo, es en la sexta edición del manual de Kraepelin, en 1899, que la enfermedad maníaco-depresiva termina de conseguir su carta de ciudadanía.
Por esta vía, queda abierta la puerta en los inicios del siglo XX para el desarrollo consecutivo de la concepción contemporánea de la enfermedad mental –que profundiza el presupuesto deficitario– a través de lo que luego serían los diferentes DSM. Sin duda podrían destacarse diferentes paradigmas en la psiquiatría desde su versión clásica hasta la agrupación actual en trastornos, de la perspectiva diacrónica hacia la clasificación sincrónica, etc. No obstante, esos diferentes paradigmas se encuentran hilvanados por un mismo punto de vista axial.
Los límites del lenguaje
Los límites de mi lenguaje. Meditaciones sobre la depresión, es un reciente ensayo de la escritora y filósofa Eva Meijer, recientemente traducido al castellano (por editorial Katz), que alterna disquisiciones conceptuales junto con la experiencia de la autora, que desde joven transitó diferentes episodios depresivos.
Por un lado, Meijer, nacida en Países Bajos, cuestiona la perspectiva deficitaria de la depresión en el mundo contemporáneo y traza distinciones que recuperan la relación entre melancolía y creatividad:
“…durante gran parte de mi vida mi ánimo ha estado por debajo del límite de lo admisible. No se lo deseo a nadie. A la vez, mi perspectiva sobre el mundo es por eso más rica y he desarrollado una buena ética de trabajo.”
Por otro lado, plantea una relativa desconfianza respecto de las orientaciones que, más cercanas a la autoayuda, proponen una salida a través del conocimiento de sí:
“No creo que entender mejor lo que es una depresión pueda curar a las personas. Y sin embargo, tiene su valor. La depresión es más que un problema químico: las cuestiones que preocupan a las personas deprimidas son las fundamentales del ser humano.”
Asimismo, cuestiona algunas imágenes típicas para pensar la depresión –la referencia común a lo oscuro (“si la depresión tiene un color, su color es más bien el gris y a veces el blanco. El blanco es el color del silencio, de la helada desnuda, de la exclusión, de la nada, de la pérdida”) y también la metáfora de la lucha (dado que “parece atribuirle la responsabilidad al enfermo: si uno no mejora, entonces aparentemente no luchó lo suficiente […]. Uno puede ir a terapia, tomar medicamentos, hacer todo bien y, aun así, seguir siendo profundamente infeliz”)– para luego concentrarse en la experiencia íntima de este padecimiento:
“Veo a la depresión más como una ausencia que como una presencia [de un mal]. Todo lo que vale la pena se va borrando de a poco y lo que queda es una roca desnuda. El miedo y la tristeza pueden causar un exceso de sentimiento; en cambio, la depresión elimina los sentimientos positivos hasta que todo queda más inhóspito y vacío, y deja vía libre a los sentimientos negativos. Mientras que el miedo o la tristeza a menudo tienen que ver con lo que vale la pena, la depresión muestra que nada vale la pena.”
En estas páginas conviven referencias filosóficas a Martin Heidegger y Jacques Derrida, junto con la vida de importantes pensadores que atravesaron depresiones –como Ludwig Wittgenstein y Virginia Woolf, cuyas obras son analizadas desde este punto de vista. Además, se presenta el modo en que las depresiones a veces se enmascaran con otros sufrimientos (como el trastorno de la alimentación que la autora transitó durante unos años). Tampoco faltan las inevitables reflexiones sobre la tendencia al suicidio.
Pensar la depresión es pensar la vida a partir de la pérdida de sentido, pero quizá solo el sinsentido pueda ser la fuente de un modo novedoso de reconciliarse con la potencia de vivir. La depresión es la experiencia de un límite; por momentos se tiene la impresión de que no alcanzan las palabras, de que los otros no entienden y ya no se tiene más fuerza para explicar lo que se siente. Capacidades como la empatía quedan puestas en cuestión y quien sufre ve sufrir a su entorno sin estar seguro de cómo responder. En la depresión se vive en el corazón más lúcido de la locura:
“Cuando hablo de locura me refiero más o menos a lo siguiente: el mundo, ese que los demás ven y en el que viven, sigue ahí, pero ya no es el mío. La distancia entre ese mundo y mi experiencia revela mi locura.”
Sin embargo, antes que alienada esta locura puede ser la puerta que se abre hacia una certeza: “La depresión se apodera de tus pensamientos y tiñe lo que te rodea, pero incluso si implica ideas incorrectas, que podrían llamarse ‘locuras’, para mí contenía y contiene cierta verdad existencial: la vida a veces es insoportable”.
Por último, quien conoce la depresión –como sostiene Meijer– sabe que la curación es un proceso infinito, porque quien estuvo deprimido alguna vez tiene presente que es posible (muy posible) volver a estarlo. Entonces, aquí la idea de salud se trastorna y más bien se trata de aprender a vivir con la enfermedad o, mejor dicho, que la enfermedad desarrolle su propia condición saludable, con ese despertar que trajo para una experiencia primigenia.
A veces una depresión sobreviene después de una pérdida, otras, luego de un duelo que se prolonga, aunque quizá este sea nuestro intento por poner una causa. Es lo mismo que pasa con los suicidios, queremos creer que hay una explicación. Sin embargo, ¿qué tal si la falta de sentido se nos hace patente de un modo en que ya no podemos hacer inteligible nuestra vida?
Las palabras de Meijer son profundamente honestas:
“Lo irritante de la depresión es que no siempre hay algo para hacer al respecto. La terapia puede ayudarte a seguir adelante, especialmente cuando hay motivos concretos detrás de la depresión y el conocerse a uno mismo es útil para la vida en muchos sentidos […]. Sobre todo si las depresiones son recurrentes es más importante desarrollar hábitos y técnicas para sobrellevarlas, organizar una red de seguridad de personas y animales que puedan cuidarte y a quienes puedas cuidar, y mantenerte ocupado. […] Tú no le ves sentido a tu vida, pero otros sí ven lo que vales y, en el peor de los casos, el trabajo por lo menos te distrae y te permite pasar un día más. Aférrate a lo que quieres o has querido hacer y a los compromisos que tienes con otro”.
Sin frases enfáticas ni falsos optimismos, estas meditaciones son una compañía para quien atraviesa un periodo de crisis. Su verdad no está en el significado de sus afirmaciones, sino en el puente que traza con el lector, menos para aleccionarlo que para hacerle sentir que no está solo. Y cuando esto ocurre, entonces hay esperanza.
Quién es Eva Meijer
♦ Nació en Países Bajos en 1980. Es escritora, filósofa y artista.
♦ Investiga especialmente sobre el lenguaje, la justicia y la cuestión animal.
♦ Entre sus libros se cuentan novelas, cuentos y poemas. Además, los ensayos Cuando los animales hablan. Hacia una democracia entre especies y Los límites de mi lenguaje. Meditaciones sobre la depresión.
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