“Este no es el libro de un escritor, sino el de un testigo. Es una crónica, subjetiva y personal, de ciertas experiencias públicas y privadas que me acercaron a algunos escritores y otros protagonistas del mundo del libro, mi mundo desde los diecinueve años hasta hoy, más de cincuenta años después”, dice Guillermo Schavelzon, apenas empezado El enigma del oficio, el libro editado por Ampersand que compila sus memorias, que llegará a las librerías en algo menos de una semana y que Infobae Leamos adelanta en exclusiva.
Schavelzon, que lleva más de medio siglo en el mundo editorial, fue primero librero, después editor y, desde hace dos décadas, agente literario, es decir, un intermediario entre los autores y las editoriales. Uno de los más importantes de habla hispana, de hecho.
Lo primero fue ser librero y luego un editor en el sello Jorge Álvarez: por esos años, apenas pasado sus veinte, viajaba por Latinoamérica a ver qué autores prometedores podía conseguir en la época en la que los autores prometedores eran Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez. Unos años después, a mediados de los sesenta, decidió que era momento de conducir su propia editorial y fundó el sello Galerna.
Fue en esa editorial que publicó -con gran éxito- Severino Di Giovanni: el idealista de la violencia, del joven Osvaldo Bayer. Años más tarde, publicaría allí también Los vengadores de la Patagonia trágica, también de Bayer. Se volvería un bestseller, la fuente de inspiración de la película La Patagonia rebelde, y el libro que, por sus contundentes denuncias, terminó de disgustar a las fuerzas de seguridad y las Fuerzas Armadas.
En esos años, Schavelzon padeció que pusieran una bomba en su librería, otra en el edificio en el que vivía y que lo amenazaran por teléfono. Para terminar con todo eso, apenas desencadenada la última dictadura militar y tras ayudar a Bayer a refugiarse en Alemania, Schavelzon se exilió en México: fueron once años alejado de la Argentina.
Después de fundar no uno sino dos sellos editoriales en México, sin alejarse nunca de la industria del libro, Schavelzon volvió del exilio y se convirtió en el director editorial editorial de Planeta en Argentina. Ocupó ese rol hasta poco tiempo después de que el escritor Gustavo Nielsen presentara una demanda contra el sello y también contra Ricardo Piglia. Denunciaba que la edición 1997 del Premio Planeta estaba manipulada para que resultara ganadora Plata quemada, obra del autor de Respiración artificial. Con los años, la Justicia le dio la razón a Nielsen. Schavelzon dejó de ser el director editorial de Planeta y se reconvirtió en lo que aún es: un agente literario que intermedia entre los sellos y los autores.
Su agencia es de las más renombradas en habla hispana y, a lo largo de todos esos años y todos esos roles, Schavelzon ha conocido a algunas de las estrellas más codiciadas de la literatura en castellano. En las páginas de sus memorias están Julio Cortázar, García Márquez, Elena Poniatowska, Juan José Saer, Elsa Bornemann, Mario Benedetti y Augusto Roa Bastos, sólo por empezar a nombrar. También están Diego Armando Maradona y Juan Domingo Perón, porque aunque no hayan sido escritores, tuvieron algo que decir a través de los libros.
“Nunca se sabe cuándo algo ya se puede contar. Quizás, como dice Emilio Renzi, ‘cuando la distancia, el tiempo transcurrido, nos asegura que no contamos los hechos, sino lo que recordamos de esos hechos’”, escribe Schavelzon, en referencia al escritor inventado por Piglia, una especie de alter ego, en la introducción a su libro.
También escribe: “No habría pensado en escribir estos textos si no hubiera sido por una sugerencia, una intervención decisiva de Ricardo Piglia, con quien, cuando nos encontrábamos con tiempo, hablábamos de historias de editores, escritores y su mundo, asuntos paraliterarios, como los llamaría Rodríguez Rivero. Él fue quien me dijo que tenía que escribir todas estas historias, que eran ‘una parte de la historia de la literatura’”.
“Siempre dediqué mucho tiempo a escuchar, lo que permitió encontrar nuevos caminos para cada cosa, nuevas ideas, y una gran proximidad con el otro. Trabajar con un compromiso tan amplio ha generado relaciones largas y reconocimientos amistosos que agradezco una y otra vez. Esto hizo que lo que podría haber sido solamente el trabajo se convirtiera en algo que me hizo y me sigue haciendo muy feliz”, cuenta el agente literario en sus palabras introductorias. Y después de eso, medio siglo de la historia del mundo editorial hablado -pero sobre todo escrito- en castellano.
Gabriel García Márquez - Todo por quinientos dólares
El texto “La odisea literaria de un manuscrito”, que García Márquez publicó en el diario El País de Madrid el 15 de julio de 2001, me hizo acordar de una pequeña y tangencial parte de esta historia, y comprender lo que en su momento, 35 años antes, no había entendido: por qué entonces, en su casa de San Ángel, me dio un ejemplar de Los funerales de la mamá grande y me ofreció todos los derechos sobre el libro, a cambio de quinientos dólares.
En enero de 1966 mi jefe, Jorge Álvarez, me envió a vender libros por toda América, y de paso contratar a algunos escritores para publicar en la Argentina.
Siguiendo consejos de Ángel Rama, crítico del semanario uruguayo Marcha, que en esos años se leía mucho en Buenos Aires, salí de viaje con los datos de “dos chicos jóvenes” que, según dijo Rama, estaban haciendo cosas interesantes: Mario Vargas, un peruano que vivía en Lima, y Gabriel García Márquez, un colombiano que escribía guiones de cine en México. Rama, fundador en Montevideo de la pequeña editorial Arca, acababa de publicar La hojarasca, la primera novela de García Márquez, de la que apenas había vendido trescientos ejemplares.
Visitando primero a libreros de Lima y luego de Bogotá, ofreciéndoles libros de la editorial, llegué a México. Dos o tres días fueron suficientes para recorrer las librerías más importantes del DF, y levantar unos cuantos pedidos. Alojado en el hotel Gillow, de la calle Isabel la Católica, entonces un establecimiento algo decadente para viajantes de comercio del interior del país y que terminó como hotel por horas para parejas, llamé al tal Gabriel García y me presenté como un editor argentino que quería conocerlo. De inmediato me invitó a desayunar en su casa al día siguiente. Como me dijo luego, que un editor lo llamara no era algo habitual, ya que escribía y escribía, pero le costaba mucho encontrar quien lo quisiera publicar, lo que lo obligaba a dedicar demasiado tiempo a escribir guiones.
(...)
Recuerdo un portón de metal tipo garaje, probablemente verde oscuro, y adentro un jardín, con una modesta casa de piedra con ventanas de marcos de hierro, y una sonrisa cubierta por un poblado bigote negro, que me abrió la puerta para hacerme pasar. A mí me pareció un hombre mayor, aunque ahora sé que entonces tenía treinta y ocho años. Pero es que yo era un chico de veinte, que encima aparentaba varios menos, lo que produjo, al verme llegar, una notable cara de desilusión en García Márquez y su esposa. Vaya a saber qué imagen tenían en mente cuando invitaron a desayunar a un editor argentino. Fue uno de mis primeros desayunos mexicanos –huevos revueltos, picantes, cerveza– en una mesa de la cocina de una casa sencilla. El escritor me contó que estaba trabajando en un proyecto de largo aliento (del que no dijo nada más), pero que podía darme una recopilación de cuentos recién publicada –pagada de su bolsillo, aclaró– por la Universidad Veracruzana: Los funerales de la mamá grande. Me contó que durante más de un año había recorrido todas las editoriales de México con el manuscrito en la mano, sin éxito, hasta que finalmente la Veracruzana se ofreció a publicar 500 ejemplares, si él financiaba la edición y renunciaba a cobrar derechos de autor, cosa que aceptó.
En la casa no tenía ningún ejemplar; me propuso que fuéramos hasta el Sanborn’s de San Ángel, cerca de allí, donde él compraría uno para que me llevara.
Había pasado buena parte de la mañana, habíamos terminado el desayuno, fuimos a comprar el libro, tomamos varias veces café (“café de verdad, no como el americano que se toma aquí”), y ante la mirada insistente de Mercedes, faltaba algo que, parecía, tenía que decirme.
Entonces me hizo una propuesta insólita: me daba todos los derechos de edición “para siempre”, a cambio de quinientos dólares. Si bien hoy parece una cifra baja, entonces era una cantidad respetable de dinero, que ningún viajero llevaba encima.
En esa época no existían tarjetas de crédito, ni había posibilidades de enviar dinero de un país a otro de forma inmediata. En un acto de arrojo, que excedía mis atribuciones, acepté las condiciones, y allí mismo firmó una autorización manuscrita para publicarlo, con una sola condición: que ese dinero le llegara antes de fin de mes, para lo que quedaban dos semanas. Me fui de su casa cerca del mediodía, con el ejemplar (dedicado) en la mano, y una autorización para publicarlo. Hoy, conociendo el recorrido posterior de aquel joven García, esto parece algo importante, pero siendo honesto, en aquel momento no sentí ningún orgullo especial, ni que había vivido un momento excepcional, solo una agradable sensación de tarea cumplida, al llevarme un libro de un escritor desconocido que prometía.
Cuando poco después regresé a Buenos Aires, a nadie en la editorial –ni a Pirí Lugones, ni a Alberto Ciria, ni al mismo Jorge Álvarez– le importó demasiado este libro, que finalmente no se llegó a publicar. Un par de meses después, estando Los funerales de la mamá grande en pruebas de galera, y con la tapa ya diseñada por Jorge Sarudiansky, llegó un telegrama del autor pidiendo que suspendiéramos la edición del libro, con un intrigante “Va carta”, como era usual en esa época en la que llamar por teléfono era impen- sable y carísimo, y los telegramas se pagaban por palabra.
Cuando la carta llegó, cancelaba la autorización y pedía que no publicáramos el libro, explicando con toda sencillez que había recibido una propuesta de Paco Porrúa, el editor de Sudamericana, por su nueva gran novela, “tan importante que podría cambiar mi vida de escritor”. Decía que le ofrecían pagarle una suma fija por mes para que pudiera terminarla. Al final de la carta recordaba, con bastante cortesía, que nunca había recibido los quinientos dólares.
Jorge Álvarez, que no le había pagado, no dudó en cancelar la edición sin insistir ni responderle. Pensó que mejor no complicarse la vida con otro escritor que, recordando lo que había dicho Ángel Rama, apenas había vendido trescientos ejemplares.
Un año después, en junio de 1967, apareció la primera edición de Cien años de soledad y García Márquez fue nota de portada del semanario Primera Plana, en la que el jefe de redacción, Tomás Eloy Martínez, destacaba –ahora sabemos que acertó–: “la gran novela de América”. En ese momento Jorge Álvarez declaró: “Yo ya lo había descubierto hace un par de años”.
Cuando leí el artículo de García Márquez en El País, donde cuenta la historia del manuscrito de Cien años de soledad, comprendí el porqué de aquellos quinientos dólares que necesitaba de manera urgente: eran para pagar el alquiler atrasado. Para hacerlo –cuenta en este artículo–, Mercedes tuvo que empeñar los anillos de oro del compromiso, hasta que, finalmente, el primer cheque de Sudamericana los salvó. Así pudo ponerse al día con el alquiler, cuando ya debía nueve meses.
Entonces escribí este texto, que se publicó en 2001 en El País de Madrid y luego en La Nación de Buenos Aires. Pensando que podría no gustarle, envié el texto antes a García Márquez por fax y le pregunté si le parecía bien. Me respondió que no recordaba esta historia, pero que la publicara, porque seguramente había sido así.
***
Diego Armando Maradona - El duque en sus dominios
Nunca conocí a Maradona. No tengo ninguna afición ni interés por el fútbol, no lo miro por televisión, solo dos veces en mi vida fui a ver un partido. De chico, en el colegio, en el club, era tan malo jugando que siempre me ponían de aguatero. Siento poco afecto por este deporte, y menos por el uso político del espectáculo y los enormes negocios que se hacen en su nombre.
Por eso ni siquiera sentí curiosidad por conocer a Diego Armando Maradona cuando tuve la oportunidad. Como todo argentino viajero, a veces en pueblos perdidos de cualquier país, o en un mercado callejero de Marrakech, cuando alguien me preguntaba de dónde era, y yo decía argentino, la respuesta siempre era: “¡Ah… Maradona!”, con una amplia sonrisa cómplice, de vendedor que te quiere caer bien. A mí nunca me hizo gracia, pero durante años lo tuve que tolerar. Nunca sucedió que alguien dijera “¡Cortázar!” o “¡Borges!” ni “¡Che Guevara!”, “¡Gardel!” o “¡Eva Perón!”.
Por eso mi historia con Maradona, en realidad no con él sino con su primer libro de memorias, no me resultó tan gratificante, aunque haya sido un éxito internacional.
Maradona era el gran negocio de todo el submundo que gira alrededor del fútbol: televisión, revistas deportivas, merchandising, bares temáticos, más lo que no sé. Los derechos del libro ni siquiera eran de él, sino de un consorcio de esos que surgen de un día para el otro, llamado Torneos y Competencias, que creo que hoy sigue existiendo, seguramente dentro de otra corporación.
En aquel entonces al frente de TyC estaba un personaje muy mediático, que aparecía todos los días en la televisión junto a futbolistas y hermosas modelos, conocido como el Negro Ávila. En 2019 murió, y los diarios titularon “murió el inventor de la trasmisión de fútbol por televisión”. Se decía que sus negocios estaban muy vinculados al entonces presidente Menem, también un político vulgar, siempre cercano a la farándula.
(...)
Había llegado allí a través de un amigo, ex compañero de trabajo, editor de las revistas deportivas que tenía TyC. Iba convocado como agente literario para hablar de las memorias de Maradona, de las que TyC era el propietario.
Me imaginaba lo que sería cuando Maradona entraba a ese edificio, rodeado por todas las recepcionistas al mismo tiempo, con la marcha triunfal de Verdi a todo volumen en los altavoces, en lugar del remanido hilo musical que se escuchaba ahora.
No me acuerdo con quién me reuní, no una, sino varias veces. No tenían idea del mundo del libro, ni de qué era un agente literario, pero rápidamente asimilaron la figura a los representantes de futbolistas, con la diferencia de que los del mundo del libro ganábamos mucho menos.
Llegamos a un acuerdo, comenzaron reuniones con el abogado para redactar un contrato; era un chico joven de un gran despacho, que fue eficiente y rápido en cuanto se dio cuenta de que se trataba de un negocio menor. Me convertí, en un par de semanas, en el agente literario de Diego Armando Maradona, lo que suena fatal. Agente literario de un libro que ni siquiera había leído, porque no me lo dejaban ver. Lo que hubiera sido el orgullo de millones de personas, para mí era algo que me parecía mejor no difundir.
Firmado el contrato de representación, vino la primera sorpresa: no había libro. Apenas lo estaban tratando de escribir. Maradona no terminaba el texto, que obviamente no escribía él, sino un excelente periodista deportivo, Daniel Arcucci, que se la pasaba viajando a Cuba, donde Maradona estaba recuperándose en un centro de desintoxicación, como huésped especial de Fidel Castro, a quien el futbolista siempre defendió públicamente.
Daniel me contaba que se instalaba en el bungalow de al lado, y solo lograba hacer hablar a Maradona una hora cada día, era el máximo que duraba su capacidad de concentración, y luego lo invitaba a la playa o a comer. La madre, doña Tota, que estaba allí, internada con él, era la única que podía hacerle de comer.
Los deseos de Maradona se cumplían siempre, por su calidad de huésped personal de Fidel. Y los deseos de Maradona eran pocos, y siempre los mismos: cocaína y mujeres, dos cosas que entraban libremente al centro de desintoxicación. Entre una cosa y otra, Daniel Arcucci lo hacía hablar, con un esfuerzo enorme, una infinita paciencia y un trabajo periodístico muy profesional. El mismo Maradona lo había elegido, confiaba en él, y Daniel nunca lo defraudó. Maradona seguramente no sabía que TyC le pagaba una miseria. Daniel, sí.
Tengo que reconocer que, pese a todos mis prejuicios, el libro resultó ser bueno. Aunque los lectores esperaban historias con morbo, episodios escabrosos (que no había), la historia contaba el recorrido de un chico humilde, que nació y creció en la miseria y en la marginalidad, y fue “catapultado” (el término es de él) a lo más alto de la fama y la popularidad, y que recibía cantidades millonarias de dinero. Tiempo después encontré una frase que Marlon Brando le había dicho a Truman Capote en el perfil sobre el actor titulado “El duque en sus dominios” y reunido luego en el libro Retratos: “Un exceso de éxito lo puede arruinar a uno con la misma seguridad que un exceso de fracaso”.
Además de las visitas diversas que recibía el crack en recuperación, había un par de novias oficiales que, de forma rotativa, lo visitaban desde la Argentina y pasaban una semana con él. Cada vez que una de ellas llegaba, se interrumpían las conversaciones y Arcucci aprovechaba para volver a Buenos Aires, a su trabajo en la redacción del diario La Nación, para regresar a Cuba unas semanas después. Demoró meses en ir “arrancándole” las historias que Maradona contaba muy de a poco, hasta que un día, cansado, le dijo: “Dale, Arcucci, escribilo vos”.
La obstinación de Arcucci y el conocimiento que tenía del personaje hicieron que el libro terminara siendo muy interesante. Maradona nunca lo leyó.
Preparé un plan para buscar editores para el libro, mi hija Carolina diseñó un booklet y una página web con la que presentamos el libro a editores de todo el mundo, que llamé “The Maradona Project”.
Arcucci y yo proponíamos que el libro se titulara Por fin me decidí a contarlo todo, pero a las chicas de marketing de T&C no les pareció.
En español lo publicó Planeta, en el 2000. En la Argentina fue el libro más vendido del año, un best seller indiscutido, una verdadera conmoción nacional. Se vendieron casi un millón de ejemplares. En otros lugares e idiomas no fue el éxito que se podía esperar, pero fue publicado en México, España, Italia, Holanda, Alemania, Suecia, Inglaterra y una docena de países más, en muchos casos por unas editoriales que en mi vida había oído nombrar.
Maradona decía que en Italia, donde no podía caminar por las calles por su popularidad, sería un éxito mayúsculo, pero no fue así, apenas se vendieron cincuenta mil ejemplares. En Holanda se vendieron más. Aprendí algo importante: que la fama de un personaje ajeno al mundo de la cultura no siempre implica la venta de sus libros. Fanáticos del fútbol que llenan estadios, hay millones, pero muy pocos de todos ellos están dispuestos a comprar un libro de su ídolo y a leerlo. Como sucede hoy con las redes sociales, un escritor puede tener trescientos mil seguidores, pero de su libro venderse tan solo dos mil.
Como agente, el libro representó un éxito internacional y económico poco habitual. No así para Daniel Arcucci, a quien le habían pagado poco y no quisieron reconocerle ninguna participación en el éxito de la obra, como le habían prometido.
En Buenos Aires se hizo una gran presentación del libro en una sala para mil quinientas personas del hotel Hilton de Puerto Madero, una zona nueva de la ciudad especial para nuevos ricos. Se invitó solo a periodistas y a un grupo selecto de personalidades, entre las cuales no estaba yo, aunque de todos modos asistí. Fue impresionante verlo a Maradona arriba de un estrado, manejando con gran habilidad esa gigantesca rueda de prensa, con periodistas de todo el mundo, permitiendo preguntas o mandando a callar. Maradona era como un dios, y lo sabía: respondía, preguntaba, daba o quitaba la palabra, y hablaba de él mismo en tercera persona.
Alguno de los chicos de la organización, a quien ya conocía, me invitó para que los acompañara luego a cenar, habían reservado un restaurante entero, cerrado para ellos. Uno se me acercó y con cara de complicidad me dijo: “Para después, organizamos un after en un lugar muy especial, no podés dejar de venir: no faltará nada”. Quizás hubiera sido una buena experiencia para contar, pero yo no me animé, cuando estaba terminando la presentación salí, tomé un taxi y volví a mi casa.
***
Juan José Saer - Entre París y Serodino
Tenía yo la ignorancia correspondiente a la edad, cuando en 1964 vivía deslumbrado por mi primer trabajo en la editorial Jorge Álvarez.
Estaba ahí cuando Álvarez publicó Responso, la primera novela de “un chico del interior” del que se decía que era muy prometedor. Cuando lo conocí, no sabía que tres años después yo sería su editor, al fundar la editorial Galerna y publicarle un libro de cuentos, Unidad de lugar. Tampoco que un día llegaría a ser su agente literario.
En un viaje que Álvarez hizo a España decidió “dejarme a cargo” de la editorial, y eso dio lugar al inicio de mi relación con Saer.
Pese a los cincuenta años transcurridos, tengo un recuerdo nítido del momento en que Saer apareció por la editorial. Digo “apareció” porque así fue, literalmente. Quien quería subir a la editorial para ver a Álvarez, entraba en la librería y, sin necesidad de anunciarse, subía por una escalera caracol y entraba al entrepiso por un círculo en el suelo, de manera que, quien subía, lo primero que veía eran los zapatos de los que estábamos allí, y nosotros, lo primero que veíamos de quien subía, era la melena o la calva de quien un instante después aparecería.
Ese día, cuando Saer asomó (primero su espesa cabellera rizada), yo era el único que estaba, y aunque apenas nos habíamos visto alguna vez, se sentó y me contó que había terminado una novela, que nos la ofrecía a cambio de un anticipo de quinientos dólares, pero que tenía que ser en ese mismo momento, porque al día siguiente zarpaba el barco en el que se iba a vivir a París. La novela la terminaría de revisar en el viaje y al llegar me la enviaría por correo.
Ya había oído decir a Ricardo Piglia, como sostuvo hasta el fin de su vida, que Saer sería el mejor escritor de la Argentina, y aunque Responso, que había salido hacía pocos meses, apenas se había vendido, estaba recibiendo unas críticas extraordinarias.
Nunca –me diría años después Alberto Díaz, amigo y editor de Saer para siempre– la calidad y cantidad de crítica y prensa que Saer recibía era proporcional a la venta de sus libros, pese a lo cual, y con buen criterio, Díaz le publicó más de 25 títulos.
Seguramente pensé que ese era mi momento, y como solíamos hacer cada vez que se necesitaba dinero, bajé a saquear la caja de la librería para ir reuniendo la cantidad necesaria, ante la mirada –cariñosa pero claramente reprobatoria– de Chungo Lecuona, el librero, que juntaba el dinero vendiendo libros de uno en uno.
A la mañana siguiente, vuelve a asomar Saer por el agujero del suelo, y me dice que había perdido todo el dinero, y que como esa tarde salía su barco, necesitaba algo más. No recuerdo qué le contesté, aunque desde mi ingenuidad seguramente pensé en un asalto, un robo, un accidente. Él fue sincero: lo había perdido jugando a las cartas. Conociéndome, estoy seguro de que hice algún comentario odioso. No entendía cómo alguien podía jugar con el dinero que necesitaba para viajar, no entendía lo que era un jugador y, claro, no había leído Responso, la novela sobre un jugador compulsivo.
“El turco” Saer, como ya se lo llamaba en la Argentina, tenía veintiséis años, y ya tenía que hacer un esfuerzo extra por no ser un escritor de la Capital, y además debía luchar contra sus propias pulsiones. El lector empedernido, el escritor apasionado de un pueblo de provincia (como personaje casual en su primera novela, se califica a sí mismo como “un escritor local”), decidió irse a vivir a París, y allí se quedó.
(...)
Con Saer tuve muchos intercambios de correspondencia y algunas discusiones sobre la función del editor y el lugar del escritor. Defendía sus derechos y peleaba por los anticipos y los contratos casi “a mano armada”. Era su trabajo de años, su obra creativa, su inversión y su capital, y como tal se debía respetar. Para él las editoriales representaban el capital y los escritores eran los trabajadores, siempre explotados, siempre teniendo que ceder su plusvalía. Tenía una mirada muy lúcida, que se anticipó dos o tres décadas a las discusiones más recientes. Sus análisis eran brillantes y certeros. Hubo un momento, en los noventa, en que los editores comprendieron que la comunicación que sus departamentos de marketing enviaban a los medios “ya sugería de antemano lo que hay que decir del producto, volviendo así superflua la crítica” (en “Posmodernismo y afines”, Babelia, El País, 2002).
Cuando más de veinte años después nuestra relación comenzó a hacerse habitual y más personal, ninguno de los dos habló nunca de aquel comienzo en la calle Talcahuano, ni nos pareció necesario hacerlo. Cada vez que yo viajaba a París, nos encontrábamos a charlar un par de horas, siempre en el café La Palette, siempre con la misma copa de Sancerre. Era un ritual que repetíamos un par de veces al año.
Saer nunca quiso tener agente literario. Igual que Cortázar, rechazó una y otra vez las propuestas de Carmen Balcells. Paradójicamente, yo recién lo fui después de su muerte, cuando Laurence pensó que no quería actuar como “la viuda del escritor”. Después de revisar toda la correspondencia entre Saer y yo, y verificar que entre nosotros siempre hubo cariño y respeto (así me lo dijo ella), me propuso representarlo, previo acuerdo de su hija Clara Saer y de Alberto Díaz.
Representar a Saer fue para mí un enorme orgullo y satisfacción, y el equipo de la agencia lo hizo muy bien. En estos años ha tenido muchísimas traducciones, mérito de la calidad de la obra, y de algunos editores que supieron reconocerlo y que lograron trasmitirlo así. La experiencia con la obra de Saer me mostró cuánta razón tuvo, cien años antes, aquel viejo maestro de la edición, primer editor de Kafka: “Todo buen libro debe aparecer en el momento oportuno, en la editorial conveniente y rodeado del entusiasmo que merece, de lo contrario se tratará de una publicación perdida” (Kurt Wolff, Leipzig, 1913).
Saer fue y es un gran escritor, sin más. Pero a veces me pregunto: ¿Cuál hubiera sido su desarrollo editorial, si no hubiera contado con la constancia, el saber y la incondicionalidad de Alberto Díaz, su editor?
Cómo me gustaría que Saer pudiera asomarse a este mundo, apareciendo como en aquella escalera de caracol, y viera el lugar que su obra ocupa hoy.
Quién es Guillermo Schavelzon
♦ Nació en Buenos Aires en 1945. Fue librero, editor y es uno de los agentes literarios más importantes de habla hispana.
♦ Vivió en Argentina y en México, a donde se exilió durante la última dictadura militar. Desde hace décadas reside en Barcelona.
♦ El enigma del oficio es su libro de memorias. Allí está plasmada su experiencia en el mundo literario, que lo hizo estar cerca de los autores más importantes del castellano en el último medio siglo.
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