De chico, me impresionaban unos versos de Arturo Capdevila, los primeros de su “Romance del 9 de Julio”:
Sube al estrado Laprida; /se quedan todos atento, /y como un viento de gloria /pasa hecho frío y silencio.
Solía recitarlos en los actos escolares un chico de apellido Silva que ya tenía las dotes de buen recitador a la antigua; para ser un chico en la primaria, su voz era resonante, o eso me parecía. Las maestras lo adoraban.
El poema electrizaba mi mente infantil. Imaginaba una casa antigua, las ventanas abiertas en pleno invierno, y ese viento de gloria hecho de frío y silencio. La gloria era, pues, fría, pétrea, inmortal. En esos versos intuía el cruce de los Andes, el vuelo del cóndor, las batallas con las manos cubiertas de sangre y de sabañones.
El invierno era el lugar de la gloria, que venía apareada con la muerte. Si alguien escribió una épica de las batallas de la Independencia, ese fue Capdevila en cuatro versos.
Muchos años más tarde leí el “Poema conjetural”, de Jorge Luis Borges. Es sobre el final de Narciso Laprida, lanceado por los montoneros de Aldao, como lo relata brevemente Borges antes de entrar en su conjetura, esto es, el pensamiento de Laprida antes de morir, corriendo “por arrabales últimos”.
Borges tenía una magia: era capaz de producir, con toda naturalidad, deslizamientos inesperados, como en este caso en que se inmiscuyen arrabales que parecieran de Buenos Aires. “Últimos”, ensangrentados quizá como el cielo que vio en Puente Alsina, en el sudoeste de la ciudad de Buenos Aires, donde exclamó ante Ulises Petit de Murat: “¡Esto también es la patria, carajo!”.
En 2016, en la estancia Los Álamos, al sur de Mendoza, creada como puesto de defensa antes los malones, en 1830, y donde Susana Bombal recibió a Borges y su madre en 1957, durante la Semana Santa -como consta en el libro de visitas- quise hablar sobre la poesía de Borges a través del “Poema conjetural” para un programa de televisión que se llamó “Conversaciones en el laberinto”.
" Tanto Bonconte cuanto Laprida mueren en situaciones parecidas, durante guerras civiles, en medio de odios y violencia y desaparecen: sus cuerpos no fueron encontrados.”
En la finca, propiedad de otros Aldao, no de los que mataron a Laprida, hay un laberinto vegetal, dedicado a Borges. Lo diseñó el inglés Randoll Coate, diseñador de laberintos.
Pero antes de adentrarme en ese jardín simbólico que hoy representa más a Borges que al héroe griego Teseo, hablé con Claudia Piñeiro sobre la poesía de Borges y caí en el famoso poema conjetural.
La sección del poema que nos detuvo fue aquella en que Borges cita a Dante Alighieri cuando, en el canto V del Purgatorio, evoca a Bonconte da Montefeltro.
El caudillo de los gibelinos (partidarios del Sacro Imperio Romano Germánico) murió en 1289 en la batalla de Campaldino, en la que los güelfos (partidarios de Roma, es decir del Papado) aplastaron al partido de Montefeltro.
Borges cita a Dante y establece un paralelo: Como aquel capitán del Purgatorio, que, huyendo a pie y ensangrentando el llano, fue cegado y tumbado por la muerte donde un oscuro río pierde el nombre... El verso “huyendo a pie y ensangrentando el llano” es traducción directa del verso de Dante. La situación es distinta.
Dante supone que Montefeltro, herido, cayó en un afluente del Arno (ese oscuro río que pierde el nombre). Laprida fue ejecutado en 1829 por los acólitos de José Félix Aldao, cuando huía con otros unitarios, después de una batalla librada cerca de Godoy Cruz, en Mendoza.
“El ´Poema conjetural’ nos acerca más el corazón al 9 de Julio y evita que lo lloremos lánguidamente, perdido en una sucesión interminable de conflictos internos desde hace más de 200 años”.
Según Sarmiento, que estaba en ese grupo de fugitivos, Laprida fue lanceado y degollado. Otra versión dice que fue enterrado hasta el cuello y pisoteado por los caballos. Tal vez esto es un poco fantasioso, porque enterrar un cuerpo de pie lleva un tiempo y, dada la situación, lo más probable es que Laprida fuera degollado.
Lo cierto es que tanto Bonconte cuanto Laprida mueren en situaciones parecidas, durante guerras civiles, en medio de odios y violencia y desaparecen: sus cuerpos no fueron encontrados. Todo sobre el final de ambos es precisamente conjetural.
Dante supone que Montefeltro se arrepintió de sus pecados y grabó una cruz de sangre en su pecho antes de que el río de la Historia y la leyenda devorara su cuerpo.
Borges supone que Laprida piensa un poema completo en endecasílabos blancos antes de morir y descubre su “destino sudamericano”. Para Borges, en el último acto de un hombre se revelaba su destino.
¿Pero qué necesidad de establecer ese paralelo con una muerte tan distante en el tiempo y el espacio? Creo que Borges lo deja entrever precisamente en esos versos finales cuando dice “me endiosa el pecho inexplicable un júbilo secreto”. Laprida se endiosa, se hace mítico a sí mismo, pero el que lo hace es Borges. Montefeltro no tenía, en cambio, un cantor, y lo encontró en Dante.
Lejos de convertir el resplandor de la liberación de 1816 -aquel viento de gloria- en un triste recuerdo ante la violencia de la guerra civil, Borges hace de Laprida un personaje épico aun en su muerte sórdida.
Tenía la enorme, delicada, facilidad de inmiscuir citas y mezclar tiempos, artificios que parecían simplemente alardes de erudición, pero que respondían a un mecanismo oculto.
Como Capdevila, creía aún en el heroísmo y en la épica. Es por eso, tal vez, que el “Poema conjetural” nos acerca más el corazón al 9 de Julio y evita que lo lloremos lánguidamente, perdido en una sucesión interminable de conflictos internos desde hace más de 200 años.
Poema conjetural
El doctor Francisco Laprida,
asesinado el día 22 de setiembre de 1829 por los montoneros de Aldao,
piensa antes de morir:
Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca,
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes,
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.
Pisan mis pies las sombras de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos
se ciernen sobre mí… Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.
SEGUIR LEYENDO