Por más de una década, Eric Manheimer fue el director del Centro Hospitalario Bellevue, el hospital público más grande y antiguo de Estados Unidos, inaugurado en 1736 en Nueva York. A la par de su rol como jefe de la clínica, Manheimer se las ingenió para liberar algunas horas por día para darse el lujo de recorrer los pasillos de Bellevue para conocer mejor a sus pacientes. Así, comenzó una serie de anotaciones que, con los años, se transformaron en casi 150 cuadernos con información sobre más de mil pacientes.
De esa inabarcable fuente de datos, en la que se mezclaban reuniones médicas, cuestiones políticas y hechos de violencia, marginación y adicciones, Manheimer seleccionó las historias de doce pacientes que, según él, mejor reflejaban los conflictos sociales que más aquejan a la población de Estados Unidos. Doce pacientes: Vida y muerte en el Hospital Bellevue fue editado por Fondo de Cultura Económica y son las memorias de un médico que denuncia las consecuencias letales de la privatización de la medicina, tendencia que en su país provocó, entre otras cosas, que cada médico tenga que atender a más de 40 pacientes por día, con no más de 15 minutos de atención para cada uno.
Doce pacientes, además, sirvió como inspiración del exitoso drama médico New Amsterdam, de la cadena estadounidense NBC. Esta serie cuenta la historia de Max Goodwin, un médico que llega al hospital público más antiguo de Estados Unidos para establecer sus propias reglas como director y luchar contra la burocracia interna para mejorar la calidad de vida de los pacientes. Como muchas otras veces, detrás de una exitosa serie de televisión y streaming, hay un libro que pone los cimientos.
Así empieza “Doce pacientes”, de Eric Manheimer
I. LA LEY DE “UN SOLO STRIKE”
La vista de mi oficina en el Hospital Bellevue da al norte al río Este. Del lado sur, el edificio de la ONU se eleva como una estrecha banda bruñida y corta por el arco del puente de la Calle 59, que al este llega hasta la isla Roosevelt y luego hasta Queens. En la punta sur de la isla Roosevelt alcanzo a distinguir el esqueleto del hospital de la viruela, ahora en ruinas. Cuando me asomo a las siete de una mañana, todavía oscura, la autovía FDR Drive late con luces blancas encaminadas al sur. Cuando en las tardes oscuras la gente regresa a los suburbios encerrada en sus autos, una hilera de faros traseros rojos se encamina al norte.
El viejo edificio de Psiquiatría del Bellevue, ahora un refugio para hombres sin techo, enmarca mi ventana a la izquierda. Agua y descuido ensucian el edificio. Justo a su derecha está la Escuela de Medicina de la Universidad de Nueva York con sus laboratorios, salones de clase y camas de hospital. Oculta tras la obra en construcción, exactamente en medio de mi vista, hay una pequeña carpa blanca. El sitio había sido nuestro estacionamiento norte hasta el 11 de septiembre de 2001, cuando llevaron remolques de refrigeración con aire acondicionado y lo cercaron con una alambrada. Los guardias controlaban el acceso. Ahí llevaban los restos de los muertos por los ataques del 11 de septiembre de 2001 (9/11, como se le conoce en inglés) para identificarlos comparando su ADN con el extraído de prendas de vestir y cepillos de dientes. Me recordó a los miembros de ZAKA, en Jerusalén (acrónimo en hebreo de una organización israelí que ayuda a víctimas de desastres), que acudieron al sitio de un bombardeo suicida vistiendo sus tzitzit y depositando masa encefálica y dedos en bolsas de plástico para darles sepultura, a fin de que las almas de los muertos pudieran reunirse con su pueblo a la llegada del Mesías.
La carpa sigue ahí cuando me asomo por la misma ventana ocho años después, aunque los camiones refrigerados y los guardias se han ido. La vista se ha ido empequeñeciendo poco a poco. La Corporación para el Desarrollo Económico ahora controla nuestro estacionamiento norte y rentó el área a una compañía californiana para construir el edificio de un laboratorio biomédico. Calculo que me quedan unos tres meses antes de que la ONU desaparezca por completo, y con ella la Escuela de Medicina, además del viejo edificio de Psiquiatría convertido en refugio para hombres sin hogar.
Cuando la mayoría de la gente oye hoy “Bellevue”, imagina un anticuado manicomio, que no es sino un aspecto de esa ciudad dentro de una ciudad en la que paso los días. Para los aficionados a las series La ley y el orden o Enfermera Jackie, Bellevue es sinónimo de asesinos psicóticos que cometen actos de violencia aislados; pero, a sus 275 años, el Bellevue es el hospital más viejo del país. Cabe sostener que es también el hospital público más famoso de los Estados Unidos. La primera sala de maternidad, la primera sala de pediatría, la primera cesárea… el Bellevue está lleno de primeras veces. Sus programas de salud pública se remontan a la Guerra Civil. Aquí se controlaron epidemias de fiebre amarilla, tuberculosis y polio. Famoso por la psiquiatría, el Bellevue fue también pionero de la psiquiatría infantil, con la primera unidad de hospitalización con todo y escuela pública para niños. A dos médicos del Bellevue el cateterismo cardíaco les valió el premio Nobel. El primer marcapasos se inventó en el Bellevue. Igual que los primeros tratamientos contra la drogadicción.
En la actualidad el hospital sigue trabajando a la vanguardia de problemas de salud pública: VIH, influenza letal, posibles epidemias terroristas. El Bellevue tiene además una unidad de cien camas para atender a los presos de la isla Rikers, el mayor complejo penitenciario del país. Como parte del sistema de hospitales de la ciudad, atendemos las necesidades de salud de todos los neoyorquinos, desde Park Avenue hasta los bloques de viviendas donde se alojan los inmigrantes sobrevivientes de tortura recién llegados de Fujian, y todo lo intermedio. Con treinta mil altas y medio millón de consultas en nuestras más de cien clínicas ambulatorias, vemos los efectos de problemas globales muchas veces incluso antes de que la mayoría de la gente sepa siquiera que esos problemas existen: brotes de enfermedades, violencia, cambio climático, tabaco, drogas y la industria de la comida rápida. Se nos conoce por muchas cosas, en especial por nuestra sala de urgencias. Si le disparan a un policía en Manhattan, a menudo su primera opción es el Bellevue. Si atacan a un diplomático en la ONU, lo llevan al Bellevue. Si un banquero de inversiones tiene un paro cardíaco, el chofer de la limusina ya sabe adónde llevarlo. Si Nueva York es un microcosmos del mundo, entonces los médicos del Bellevue están en la primera línea. Somos una institución vibrante que se mueve a los mismos ritmos de la ciudad a la que atendemos.
Donde en tiempos de las colonias hubo una granja llamada Belle Vue, ahora se yergue un enorme complejo hospitalario de varios miles de camas con siete mil empleados y donde nacen cada año varios miles de neoyorquinos. Estas modernas instalaciones están en Kips Bay, unas cuadras al sur del edificio de las Naciones Unidas, flanqueadas por la Primera Avenida al oeste y la autovía FDR Drive serpenteando a lo largo del río Este. Al norte limita con el mencionado refugio para hombres sin techo del antiguo hospital psiquiátrico y con un centro de admisión para muchachos en crisis; ambos formaban parte de las instalaciones hospitalarias originales, que poco a poco se han ido desparramando. El lindero sur topa con una escuela de Enfermería y el Hospital de Veteranos de Manhattan de la Calle 23. En los últimos 150 años, el Bellevue ha sido también el hospital de enseñanza de la Escuela de Medicina de la Universidad de Nueva York.
Llegué al Bellevue en 1997. Al cabo de diecisiete años como médico en Dartmouth, estaba listo para regresar a Nueva York y a la salud pública. Cuando de niño vivíamos en el Bronx, solía acompañar a mi padre, el doctor Robert Manheimer, a sus visitas nocturnas a domicilio. Reumatólogo e internista del Montefiore por más de cincuenta años, me llevaba con él en sus trayectos nocturnos en el Peugeot azul celeste de la familia con un reflector ajustable para buscar los números de las casas en la avenida Gun Hill Road o en los callejones poco conocidos que parten de la avenida Grand Concourse. Los sonidos, olores y ritmos de la medicina se abrieron camino por el sistema límbico primitivo de mi cerebro. No tuve opción. Aunque me encantaba todo lo demás (la historia, las lenguas, la arqueología), la medicina era mi pasión.
En la década de 1970, siendo estudiante de medicina en Downstate, en Brooklyn, la ciudad cayó en bancarrota. Los índices delictivos aumentaron constantemente. La ciudad padeció un gigantesco desempleo, una epidemia de crack, tensiones raciales y crecientes disparidades económicas y sociales. Rumbo a la clase de patología de los lunes por la mañana, la morgue de Brooklyn estaba llena de cadáveres. Los últimos años de esa década, siendo yo residente en el Kings County, un enorme hospital público de enseñanza en la zona centro de Brooklyn, fueron también tiempos locos para los neoyorquinos. La ciudad era la capital mundial de los homicidios.
El Hijo de Sam fue uno de mis más desventuradamente famosos pacientes de la época. No había nada que no hubiéramos visto después de años de trabajar en todos los servicios, cada uno con su propio edificio dentro del conjunto de instalaciones. No teníamos salas de guardia, así que dormíamos en camillas vacías. No había aire acondicionado, así que en verano llevábamos varias camisas extra para irnos cambiando. A medianoche nos reuníamos en la sala de descanso a comer sándwiches de mantequilla de cacahuate e intercambiar una tomografía axial computarizada por un enema baritado antes de volver a la batalla. Al cabo de diez años había visto casi todo.
Quién es Eric Manheimer
♦ Es médico y fue director del Bellevue Hospital de Nueva York, cargo que desempeñó durante 15 años.
♦ Escribió sus memorias en más de 150 cuadernos a lo largo de su desempeño en el hospital.
♦ Su libro Doce pacientes: vida y muerte en el Hospital Bellevue inspiró la serie New Amsterdam.
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