Puede resultar difícil de creer, pero en los primeros años del siglo XX se publicó en Suecia un libro que no solo abogaba por los derechos de la mujer, como el aborto o la libertad del yugo matrimonial, sino además por la autonomía de los cuerpos, al defender la eutanasia y el trabajo sexual. Es el caso de Doctor Glas, la novela de 1905 del entonces ya exitoso escritor sueco Hjalmar Söderberg.
Aunque el rápido éxito de Doctor Glas en toda Europa se debió en gran parte a la controversia de los temas que trata, Söderberg también se adelantó varios años a ciertas corrientes filosóficas y artísticas, como el existencialismo y el surrealismo, y a algunos de los recursos narrativos que marcarían la literatura del siglo XX, como el flujo de la conciencia.
En el prólogo a Doctor Glas, la escritora canadiense Margaret Atwood, autora de la exitosa novela feminista El cuento de la criada, escribe:
“Doctor Glas no procura plantear un debate, ni se trata de una obra taxativa. Por el contrario, es un estudio psicológico elegante, vigoroso y sólidamente tejido en torno a un individuo complejo que se encuentra frente a una encrucijada peligrosa pero decisiva, ante la que no puede decidir si atravesarla o no, o bien por qué debería hacerlo. (...) Doctor Glas es uno de esos libros maravillosos, y parece tan fresco y vívido ahora como el día en que se publicó. Como ha dicho el escritor inglés William Sansom, ‘la mayor parte de sus escritos y buena parte de la franqueza de su pensamiento, podría haber sido escrita mañana’. Ocurre en la frontera de los siglos XIX y XX, pero abre las puertas que la novela ha estado esperando desde siempre”.
Traducida a más de cuarenta idiomas, es la primera vez que se publica en español directamente traducida desde el sueco, a través del sello Leteo. La obra de Söderberg fue incontablemente adaptada al teatro y al cine. A pesar de haber sido escrita hace más de un siglo, Doctor Glas sigue más vigente que nunca.
Así empieza “Doctor Glas”
12 de junio
Nunca he visto un verano así. Un calor infernal, asfixiante, que nos agobia desde mediados de mayo. Durante casi todo el día, una espesa nube de vapor se cierne inmóvil sobre calles y plazas. Solo con el crepúsculo se revive un poco.
Acabo de dar mi paseo vespertino, como hago casi a diario al terminar mis consultas a los enfermos; ahora, en verano, por fortuna no son muchos. Una brisa fresca y constante llega desde el este; la niebla se eleva y gira lentamente, hasta convertirse en un largo velo de polvo rojo que se aleja con parsimonia hacia el oeste. Ya no se escuchan traqueteos de carros, solo algún coche de alquiler de vez en cuando, y el timbre de los tranvías. Desando despacio las calles; ocasionalmente encuentro algún conocido y nos quedamos un rato charlando en una esquina. Pero ¿por qué debe ser siempre el pastor Gregorius? Cada vez que lo veo me acuerdo de una anécdota que en cierta ocasión oí narrar sobre Schopenhauer. El filósofo, hombre hosco y esquivo, estaba sentado en un rincón de su café habitual, solo, como de costumbre; en un momento la puerta se abrió ingresó una persona de aspecto desapacible. Schopenhauer le echó una ojeada, hizo una mueca en la que se traducía indisimuladamente el asco y el temor, se levantó de golpe y comenzó a golpearlo en la cabeza con el bastón. El único agravio había sido el aspecto del sujeto.
Bueno, yo no soy Schopenhauer precisamente. Cuando noté a la distancia que el clérigo se dirigía hacia mí (yo estaba en el puente de Vasa), me detuve golpe y giré para contemplar el paisaje apoyando los codos en la baranda. Las casas grises de la isla de Helgandsholm, la decrépita arquitectura en estilo gótico del antiguo sauna de madera que se refleja en las aguas del canal, los grandes y viejos sauces que hunden sus hojas en la corriente…
Alimenté la esperanza de que el religioso no me viera; o al menos, que no me reconociera al verme de espaldas. Ya casi lo había olvidado, cuando de pronto advertí que estaba a mi lado, apoyado como yo con los codos en el pretil y ladeando la cabeza —exactamente con la misma postura cuando veinte años atrás, en la iglesia de Jakob, mientras estaba yo sentado junto a mi bendita madre, vi por primera vez a ese odioso personaje asomarse al púlpito como un hongo hediondo para lanzar su «Abba, Padre amado». El mismo rostro fofo y grisáceo; amorfo; las misma patillas de un amarillo sucio, ahora tal vez un poco moteadas de gris; y la misma mirada insondablemente vil detrás de las gafas. Imposible escapar. Ahora soy su médico, como el de tantos otros, y suele recurrir a mí con el cuento de sus males.
—Gusto en verlo, pastor, ¿cómo se encuentra?
—No muy bien… nada bien en verdad. Siento que el corazón no marcha como debiera, late sin regularidad… a veces, por las noches, me parece que se detiene.
Una excelente noticia, pensé. Ya puedes estirar la pata, viejo bribón, así no tengo que volver a verte. Por cierto, además tienes una joven y hermosa esposa a la que seguramente le amargas la vida, de modo que cuando te mueras se volverá a casar y encontrará a alguien mucho mejor. Sin embargo, todo lo que expresé fue:
—Vamos, no será para tanto. Venga a verme un día de estos y veremos lo que conviene hacer.
Pensé que con eso quedaba saldado el encuentro, pero él insistía en hablar de muchas otras cosas, de cosas importantes: por ejemplo, “no es algo natural este calor”, y “es una mayúscula estupidez construir un enorme edificio como parlamento en aquella diminuta isla, y además, mi esposa se siente muy bien que digamos…”.
Cuando por fin se largó, proseguí mi camino. Entré en el casco antiguo, subiendo por Storkyrkobrinken, y anduve al azar por las estrechas callecitas. Un crepúsculo sofocante se abatía por los patios y entre las grietas de las casas, proyectando insólitas sombras por las paredes, sombras que no se aprecian nunca en nuestros barrios.
… la señora Gregorius. Extraña visita la que hizo el otro día a mi consultorio. La vi cuando se acercaba. Era uno de mis primeros pacientes y sin embargo fue la última en ingresar, ya que cedió su lugar a todos los demás. Cuando por fin entró, lo hizo con el rostro envuelto en rubor y tartamudeaba. Por fin declaró no sé qué cosa sobre un dolor en la garganta. Sí, pero la verdad era que ya se sentía mejor, según declaró.
—Volveré mañana —dijo—. Ahora estoy apurada…
Todavía no ha vuelto.
Salí de las estrechas calles y seguí por Skeppsbron. La luna brillaba por encima de la isla; era un círculo de un amarillolimón sostenido en el azul. Pero mi estado de ánimo, antes ligero y en calma, toda la paz de espíritu que me rodeaba en el comienzo de mi paseo, se había desvanecido por culpa del encuentro con el pastor. ¡No es posible que haya gente como él en este mundo! Quién no ha oído hablar del antiguo dilema, tan a menudo debatido entre unos cuantos pobres diablos reunidos alrededor de una mesa de café: si se pudiera matar a distancia a un mandarín chino con solo apretar un botón en la pared o por un mero acto de voluntad, y heredar así sus riquezas, ¿lo harías?
Nunca me he esforzado en contestar a esta cuestión, acaso porque no he conocido el tormento de ser pobre en su auténtica dureza y toda la magnitud de su amargura. Pero aun así, me parece que si pudiera matar a aquel clérigo apretando simplemente un botón en la pared, sin dudas que lo haría.
Cuando volvía a casa bajo la pálida penumbra nocturna, el calor me pareció tan opresivo como en pleno mediodía, saturado de angustia y ansiedad. Las rojas nubes de vapor acumuladas entre las chimeneas de las fábricas de Kungsholmen, se habían oscurecido y se asemejaban a los accidentes del sueño.
Ya casi en casa, crucé a paso lento frente a la iglesia de Santa Klara, con el sombrero en la mano y el sudor perlando la frente. Ni siquiera bajo los altos árboles del cementerio corría alguna brisa, pero en casi cada banco una pareja susurraba, y algunas se animaban a mezclar sus rodillas mientras se besaban con ojos ebrios.
Ahora estoy sentado junto a mi ventana abierta y escribo esto. ¿Para quién? No para ningún amigo o amante. Ni siquiera para mí mismo. No leo hoy lo que escribí ayer, ni leeré esto mañana. Escribo simplemente para mover la mano, dado que mis pensamientos se mueven por sí mismos. Escribo para matar unas horas de insomnio. ¿Por qué no consigo dormir? Después de todo, no he cometido ningún crimen.
Lo que escribo en estas páginas no es una confesión. ¿Ante quién debo confesarme? Tampoco cuento todo sobre mí. Sólo cuento lo que me gusta contar, pero nada de lo que digo falta a la verdad. No es con mentiras que voy a exorcizar la miseria de mi alma; suponiendo que sea miserable, claro…
Fuera, la inmensa noche azul se cierne sobre los árboles del cementerio. La ciudad está en silencio ahora, tan silenciosa que los suspiros y las sombras de allí abajo suben hasta aquí y ocasionalmente brota una risa canalla para interrumpirse de golpe. Siento que en este instante no hay nadie en el mundo más solo que yo. Yo, el licenciado en medicina Tyko Gabriel Glas, quien a veces consigue ayudar a los demás pero nunca ha logrado ayudarse a sí mismo. Y que ya con treinta y tres años cumplidos, tampoco ha conocido a una mujer.
Quién fue Hjalmar Söderberg
♦ Nació en 1869 en Estocolmo, Suecia, y murió en Copenhague en 1941.
♦ Fue periodista, traductor, dramaturgo, poeta, novelista, dibujante, escritor y crítico literario.
♦ Fue uno de los escritores suecos más famosos y leídos del siglo XX.
♦ Escribió las novelas La juventud de Martin Birck, Doctor Glas y El juego serio.
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