Los Petro
El libro me lo entregó mi papá y recuerdo que fue una de las primeras ediciones con aquella portada en la que se veían pequeños abalorios como lunas, soles, campanas y calaveras, que seguramente provenían del desmantelado campamento de los gitanos. La lectura de Cien años de soledad me pareció mágica, porque me recordaba a la costa Caribe como un rumor inconsciente, pues, hasta ese momento, mi referente cultural, el de mi primera infancia, era Bogotá. García Márquez me sonaba —porque sonaban sus frases y sus palabras— a algo familiar, sin saber muy bien por qué; a algo que llevaba muy adentro, como si fuera una especie de resonancia interior, y que vine a descubrir cuando volví a mis quince años a Córdoba, tras una ausencia de algunos años, y empecé a conocer las raíces de mi familia, de mi pueblo, y entendí por completo la magnitud de su obra.
Yo viví en Córdoba muy niño, y después de mi bautizo, a los nueve meses, mi papá me trajo a Bogotá. Mi abuela se llamaba Francisca Sierra Ruiz, y mi tía, Carmen. Siempre me llevaban a la casa de ellas cuando las visitaba en esa época de los cuatro a los ocho años, en la que aún no tenía consciencia plena de eso que me hizo descubrir “Cien años de soledad”, “El coronel no tiene quién le escriba” o “La hojarasca”. La de la abuela era una casa de bahareque, de techo de palma, muy tradicional del Caribe, del tipo de viviendas que resisten muy bien el calor, que son muy cómodas y tienen piso de cemento, ese que llaman los constructores “el afinado”, muy fresco.
Recuerdo con persistencia el ruido de ventilador de aspas, pues siempre me dormía mirando el techo acompasado por ese sonido del aire. El techo se adivinaba borroso por el efecto de los mosquiteros, esos toldos de malla o tela muy fina que se usan todavía en ciertos lugares de tierra caliente. La infancia es un territorio de imágenes, de instantáneas que permanecen en la memoria sin que sepamos del todo por qué unas se quedan allí y otras se pierden para siempre.
Por ejemplo, puedo ver a mi padre montado en un caballo, puedo oler la leña quemada de la estufa o del hogar, puedo advertir la vegetación exuberante, el brillo de la luz, los colores del paisaje, la luminosidad y el esplendor de un horizonte que no podía advertirse en Bogotá. Recuerdo, así mismo, mi primer baño de río. Un caño cercano de la Ciénaga de Oro —llamada así porque en ella habían encontrado oro— era un lugar frecuentado por jóvenes y turistas, y se decía que era peligroso porque en sus aguas habían muerto algunas personas ahogadas. A pesar de ello, sin poder precisar cuándo ni cómo, puedo sentir la frescura fría de esa agua contra mi piel. Con el tiempo, en ese caño adiviné el paso de las piraguas, aquellas canoas hechas de madera de un solo tronco. En ellas pasé largos ratos, como si fueran esquinas de madera suspendidas en el agua en las cuales nos sentábamos a hablar de la vida, como en cualquier barriada urbana.
El caribe, entonces, era ese territorio lejano y entrañable que fue conformando parte de mi naturaleza. Mi familia, los Petro, tuvo que haber llegado hacia mediados del siglo XIX a las tierras del Sinú, exactamente a San Pelayo y Cereté, porque el apellido se quedó ahí, no se extendió a otros lugares. Por la fecha de nacimiento de mi abuelo, 1898, en San Pelayo, Córdoba, mi familia debió llegar de Savona, en el norte de Italia a mediados del siglo XIX, pues así lo averigüé hace poco: es un apellido de Liguria, al parecer de una familia noble del siglo X. Toda esa región fue receptora de inmigrantes y de ahí los ricos mestizajes que también son patrimonio del Caribe, como bien lo cuenta Alejo Carpentier en La consagración de la primavera.
Por contraste, mi madre provenía de un pequeño pueblo de Cundinamarca llamado Gachetá, uno de los primeros poblados fundados por los españoles en la provincia de Guavio. Durante la Independencia, el pueblo tuvo entre uno de sus héroes a Manuel Salvador Díaz, quien estuvo al lado de Policarpa Salavarrieta. Un siglo largo después, cuando la Violencia bipartidista se desató a mediados del siglo XX, mis abuelos, liberales, debieron abandonar el pueblo bajo la amenaza cerril de los conservadores. Dice mi madre que el abuelo era poeta. La casa, en el marco de la plaza, daba cuenta de su estatus: eran pudientes, pero el encono entre bandos hizo que no tuvieran más remedio que dejarlo todo atrás.
Así que los Urrego vendieron la casa que después yo conocí de adulto, no hace mucho tiempo y que aún sigue en pie. Con el dinero compraron una ya usada en Bogotá, en el barrio Las Cruces, ubicado en la parte sur del centro de la ciudad. Era un barrio popular, de tradición obrera, de plazas de mercado, de gente trabajadora y honesta fundado por allá en el siglo XVII, llamado de esa manera, pues su iglesia fue consagrada a Nuestra Señora de Las Cruces.
Con el advenimiento de Jorge Eliécer Gaitán como figura política, desde los años veinte del siglo pasado, la población se había hecho gaitanista. En ese salto que dieron los Urrego, del pueblo a la ciudad, la condición social de mi familia se redujo. Bogotá comenzó a urbanizarse de manera desmesurada debido a esa violencia que afectó a los míos y a miles de colombianos.
Las migraciones se sucedieron unas a otras y en una de ellas los Petro, de Ciénaga de Oro, llegaron al bogotano barrio de Las Cruces, pues por ser popular pero muy céntrico era el destino de muchachos que comenzaban sus estudios universitarios en la ciudad. El primero en llegar fue Francisco Soto, un familiar lejano. Él se casó con mi tía Elvinia, hermana de mi mamá, y con esa unión el destino de las dos familias se volvería a cruzar. Elvinia era secretaria del poderoso Fernando Hinestrosa, rector del Externado y a su casa llegó mi padre, de familia conservadora laureanista para estudiar en la capital. En su casa, mi madre, Clara Nubia Urrego Duarte, conoció a mi padre, Gustavo Ramiro Petro Sierra, se enamoraron y decidieron hacer la vida juntos.
Las Cruces era un barrio de gran alegría producto de esas migraciones. Allí también llegó el famoso músico Noel Petro, primo de mi padre, quien, además de convertirse en una de las grandes figuras de la música popular, protagonizó una historia de amor confusa, con la cantante Claudia de Colombia, que ella niega y él cuenta con desparpajo. Mi padre y mi madre me tuvieron a mí primero y luego a mis dos hermanos, y así transcurrió la vida en los años sesenta del siglo pasado, en ese barrio empinado de la ciudad.
Nosotros crecimos en Fontibón, después en Santa Fe, Chapinero y luego Los Alcázares. Lo de Pablo VI se debió a que en 1968 el papa Antonio Maria Montini vino al país. Para entonces, era un descampado abajo del gran almacén Sears, y de la carrera 24, y en esa zona comenzó a edificarse el barrio en honor al papa italiano. Menciono estos lugares y fechas, porque, al igual que me ocurrió con la Costa, cierta geografía emocional de Bogotá aparece por momentos como si fueran pequeños retazos. Me ocurre con frecuencia que cuando camino por la ciudad tengo la sensación de verme en esquinas o calles en las que estoy seguro de haber estado de niño. Pueden ser los lugares que recorrí cuando mi mamá nos llevaba al almacén Tía de Chapinero a comprar soldaditos romanos de plástico —aún los conservo—, o zapatos a los almacenes de la carrera trece. Mi padre, además, era un buen espectador de cine, y muchos de los clásicos Peplum de la época, como Ben Hur, Los amores de Hércules o Espartaco los vi en las espléndidas y hermosas salas de cine que tenía Bogotá y de las cuales ya no queda ninguna, como el Scala, Radio City, el Embajador o el Palermo.
Mi mamá me recogía todos los días al frente del colegio San Felipe Neri, en Los Alcázares. Una vez, al salir, la vi del otro lado en la acera de la calle y decidí ir a saludarla. Aunque tuve la prudencia de mirar de un lado a otro antes de cruzar la calle, corrí en su dirección y, de repente, sentí el golpe. Era un carro enorme, de aquellos Plymouth 64, una barracuda, que se me vino encima. El señor que conducía se bajó del vehículo y me atendió. Se portó muy amable conmigo y con mi mamá. Me llevó a un hospital cercano. Cuando me atendieron, se dieron cuenta de que solo tenía una clavícula lesionada.
Lo positivo de ese accidente fue que mi mamá, por el miedo que sintió, decidió sacarme del colegio. Más allá de ese hecho fortuito, en el San Felipe Neri me trataban muy mal. El único recuerdo que tengo de esa institución, fuera del accidente, era que me sentía incómodo. Había una profesora autoritaria y violenta. Creo que esa violencia era la razón de que el colegio tuviera malos estudiantes y de que ellos no dieran los resultados esperados en las pruebas. El accidente del carro me permitió salir de ahí, y por eso me salvé.
Del San Felipe Neri pasé al Gimnasio Canadiense, un cambio de 180 grados. En el Canadiense el afecto me salvó. Mis maestras tenían la vocación pedagógica de enseñar. Aprendí a leer con entusiasmo en la cartilla Nacho, y como fue una educación tradicional, de matemáticas, historia, geografía y lectura, le tomé mucho amor a la lectura. De esa época, reivindico el entusiasmo que me transmitieron por aprender, por la curiosidad. Si no alcanzaba en las clases, siempre estaban los libros para abrir nuevas puertas hacia el saber.
El tema de la lectura, por supuesto, también me venía de la casa. Mi padre era un buen lector, un lector con biblioteca, mejor dicho. De ese momento recuerdo los clásicos Jackson, esos libros azules y gruesos que a manera enciclopédica reunían clásicos de la literatura. Así como los instantes de los que hablaba hace unos párrafos, se me ocu- rre que algo similar pasa con los libros. Recuerdo, por ejemplo, el título de uno de ellos, que no deja de ser curioso: La vida de los doce césares, de Suetonio, pero también, desde luego, los dos tomos de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha y una biografía de Napoleón. Había, además, teatro español y ruso, y libros de historia. Ver al papá o la mamá leer tiene efectos direc- tos en la sociedad. Si el padre o la madre estudia y lee, hay una alta probabilidad de que el hijo también sea buen estudiante y lector. Así que le agradezco mucho a mi papá por enseñarme a leer. Eso fue lo que realmente despertó mi amor por la literatura. Fui un lector ávido. En la adolescencia ya leía Las confesio- nes, de Jean Jacques Rousseau, una suerte de autobiografía, y desde ahí comenzó a interesarme la historia. Libros sobre Roma, Grecia e historia universal, que me permitieron profundizar más sobre diferentes épocas. Me sumergí de lleno en ellos convir- tiéndome en el mejor estudiante de historia. De todos modos, no dejé de leer novelas, quizás muy avanzadas para mi edad, como Miguel Strogoff, de Julio Verne, en primaria, y, más adelante, Crimen y castigo, de Fiódor Dostoievski.
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