Mientras la invasión desplegada por Rusia intenta convertir a Ucrania, o al menos parte de ella, en una colonia, los ucranianos ahora buscan descolonizar los topónimos del país. Ucrania se deshizo de sus innumerables calles con el nombre de Lenin hace años, pero ahora, incluso figuras que nunca generaron controversia, como el poeta Alexander Pushkin o el novelista León Tolstoi, están recibiendo el hacha de la “desrusificación”.
Un autor ucraniano ha hecho circular una petición en la que pide cambiar el nombre de todas las calles de su país con el nombre de Pushkin por el de Stephen King, el novelista de terror más vendido que ha expresado su apoyo a Ucrania desde el inicio de la invasión. Aunque es probable que no obtenga los 25 mil votos necesarios para que el presidente Volodimir Zelenski lo considere, ya se están produciendo todo tipo de cambios de nombre en distintas jurisdicciones. En Vinnytsya, una ciudad en el centro de Ucrania, una calle que hasta hace poco llevaba el nombre del poeta ruso Alexander Blok ahora se llama Héroes de la Policía.
El Ayuntamiento de Kiev realizó recientemente una votación para determinar si deben o no reemplazarse 296 topónimos relacionados con Rusia, en la que participaron 6,5 millones de ucranianos. Respaldaron el cambio de nombre de algunas de las vías principales de la ciudad, incluida la calle León Tolstoi por la calle Héroes de Ucrania, y Pushkinskaya por la calle Yevgeny Chikalenko, en honor a un editor nacionalista ucraniano que vivió a fines del siglo XIX y principios del XX.
Incluso hay un bot en la plataforma de mensajería Telegram, creado por Oleksandr Kovalchuk y titulado sarcásticamente “¿Y qué te hizo Pushkin?” que explica, en ucraniano, por qué esta o aquella figura cultural o política rusa no es digna de ser honrada con un topónimo ucraniano. Pushkin pasó 13 meses en el exilio en Odessa, Ucrania, y escribió parte de su obra maestra, Eugenio Oneguin, allí -hechos que han evitado que la propia calle Pushkinskaya de Odessa sea renombrada-, pero el bot lo denota como un “chauvinista ruso” por su apoyo a la la subyugación rusa de Polonia y el Cáucaso, así como por su descripción poco halagadora de un líder ucraniano del siglo XVIII en un poema que glorificaba la ambición imperialista de Pedro el Grande.
La propaganda rusa se burla de esta nueva ola de cambios de nombre, a la que consideran una “idiotez”. Pero incluso más allá de la guerra, que naturalmente hace que todo lo ruso -desde el idioma mismo hasta la música (que fue prohibida en algunas ciudades ucranianas incluso antes de que el Parlamento considerara un proyecto de ley que terminaría prohibiéndola en todo el país)- sea visto como tóxico en Ucrania, los ucranianos tienen razones para deshacerse de los nombres de lugares relacionados con Rusia.
Los toponímicos soviéticos no eran los más imaginativos del mundo: en casi cualquier ciudad aparecían los mismos nombres, a veces más de una vez. Así que Kiev todavía tendrá una calle con el nombre de Pushkin después de la actual “desrusificación”; ahora tiene dos. “Ningún otro país del mundo tiene más de 100 calles con el nombre de Pushkin”, se quejó el ministro de Cultura de Ucrania, Alexander Tkachenko, en una entrevista reciente.
Volodimir Yermolenko, un periodista y filósofo ucraniano, escribió recientemente en Foreign Policy: “Nombrar calles en cada ciudad, pueblo y aldea es solo un instrumento para que un imperio designe y controle su espacio colonial. Cada nombre ruso prominente era una forma de excluir uno ucraniano”. El nombramiento masivo de calles en honor a alguien, ya sea Lenin o Pushkin, suena como un ejercicio de control y borrado de identidad, y Ucrania tiene suficientes héroes, poetas, científicos y músicos para nombrar cada uno de sus pueblos, plazas y calles.
Como ruso, no me parece tonto ni rencoroso que los ucranianos estén cambiando los letreros de las calles en respuesta al despojo colonial de Vladimir Putin. Habría tenido sentido incluso si Rusia hubiera dejado a Ucrania en paz: la toponimia de una nación debería reflejar su historia y valores, no los de un vecino. Hay mucho espacio en Rusia para mantener vivos sus gloriosos nombres. Y en algunos casos, no hay razón aparente para honrar a una figura histórica o cultural en un lugar en particular: aunque la ciudad de Chernigov retiró recientemente una estatua de Pushkin, este simplemente pasó por la ciudad dos veces, camino al exilio y de regreso, lo cual difícilmente sea algo digno de ser inmortalizado. Blok también visitó Ucrania exactamente dos veces. Si el nativo de San Petersburgo era tan culturalmente ajeno al país como parece, entonces, ¿por qué hay tantas calles con su nombre?
Sí me opongo a los argumentos -expresados por Yermolenko y otros intelectuales ucranianos y occidentales, así como por ese bot de Telegram- que tienen que ver con el contenido del trabajo de los grandes literatos rusos y sus puntos de vista “imperialistas”.
El deseo de buscar el origen del linaje de la agresión de Putin en la cultura rusa que su régimen pretende defender de los “intentos de cancelación” occidentales y ucranianos es tan comprensible como la reacción violenta contra, digamos, Richard Wagner por ser un antisemita y el compositor favorito de Hitler. En el caso de los grandes rusos, de cualquier manera, está trágicamente fuera de lugar. Casi todos ellos eran hombres quebrantados por el régimen zarista o comunista, y su torturado “imperialismo” se debía más al estrés postraumático que al jingoísmo -el patriotismo exaltado- modelo Rudyard Kipling (lo cual, señalaré, es una razón insuficiente para cancelar a Kipling, también). El régimen de Putin los coopta, pero no es más que propaganda sin fundamento.
Pushkin, exiliado por su apoyo a los rebeldes decembristas y humillado cuando el zar Nicolás I se nombró a sí mismo como su censor personal, resistió mejor de lo que se podría esperar de un hombre tan volátil como el incansable luchador y amante. Escribió algunos pasajes que glorificaban al zar y al imperio, pero son algunos de los más débiles en su formidable obra. Mikhail Lermontov, condenado por Yermolenko por un escabroso poema temprano que tomaba a la ligera la violación de una mujer por soldados de caballería rusos, murió en un duelo tonto, en el exilio, cuando tenía 27 años, disgustado por las costumbres del ejército en el que sirvió y con una profunda simpatía por los nativos del Cáucaso que Rusia estaba tratando de subyugar. Dostoievski, aplastado por una temporada de trabajos forzados por sus actividades revolucionarias, se aferró a sus puntos de vista conservadores recién adquiridos como una oportunidad para vivir.
El bot de Telegram describe a Mikhail Bulgakov, nacido en Kiev, como “posiblemente ucraniofóbico” y algunos ucranianos lo consideran un enemigo de los nacionalistas de su tiempo, pero el gran novelista, privado de su sustento por órdenes de Stalin, amó a Kiev hasta su muerte, incluso cuando tuvo que ganarse la vida en Moscú. A pesar de su apoyo general a la “desrusificación”, el ministro de Cultura, Tkachenko, por su parte, no tiene nada en contra de las calles que llevan el nombre del autor de El maestro y Margarita.
Incluso podrían presentarse acusaciones contra Nikolai Gógol, quizás el escritor más grande que haya nacido en Ucrania, un torturado bicho raro cuyos primeros trabajos fueron escritos en una mezcla embriagadora de ruso estándar y ucraniano, idioma entonces menospreciado. El filósofo y periodista Yermolenko lo acusa de cambiar su identidad ucraniana “por una rusa e imperial”. Pero Gógol, incapaz de servir al gobierno imperial o encajar en la sociedad de San Petersburgo, pasó la mayor parte de sus últimos años en Europa; incluso si él, un cristiano ortodoxo fanático, parecía creer que el destino de Ucrania estaba en Rusia y no en Polonia, ciertamente no estaba solo entre los intelectuales ucranianos de su tiempo.
Putin no puede apropiarse de la brillantez y la gloria de los grandes poetas y novelistas de Rusia más de lo que puede sentir o comprender la miseria y el sufrimiento que inspiraron su trabajo. Abusados, exiliados, dejados de lado por los regímenes imperiales contemporáneos, merecen ser honrados dondequiera que hayan dejado un rastro duradero, que, en los casos de Pushkin, Gógol, Bulgakov y muchos otros, incluye a Ucrania. De hecho, una Ucrania que da pelea en una guerra sangrienta por su libertad bien puede ser un mejor depósito para su memoria y esencia que la Rusia de Putin, que los utiliza para respaldar sus delirios de grandeza.
Es por eso que creo que todavía habrá calles con el nombre de muchos de estos gigantes de la literatura en una Ucrania independiente de la posguerra, y todavía se leerán allí, tanto en ruso como en ucraniano. Los imperios aplastan a individuos y naciones enteras, pero no pueden evitar que estalle la libertad interior, y su inevitable colapso no puede cancelar las ideas e historias que sobrevivieron a sus peores excesos y resonaron más allá de las fronteras.
Fuente: The Washington Post
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