Recuerdo la impresión que me causó Las Partículas elementales, de Michel Houellebecq, cuando lo leí, recién publicado, en 1998. Sentí que no estaba leyendo una ficción, sino una revelación, casi en el sentido religioso del término. ¿Qué es una revelación religiosa? Un conocimiento repentino y trascendente que dice más sobre uno de lo que uno mismo sabía. Yo era un personaje de Las Partículas y lo había ignorado hasta entonces: otro hijo de los hippies narcisistas de los ‘60, atrapado en un espíritu de época marcado por el desamor, sin dioses ni fe, con la ciencia como último recurso, igual que Bruno Clément y Michel Djerzhinsky, los protagonistas del libro. Cuando terminé de leer, me acuerdo muy bien, me puse de pie, como si estuviera en la iglesia, y sentí que nada iba a ser igual en adelante.
Veinticuatro años después, sigo creyendo que Las Partículas elementales es una novela poderosa, pero por motivos muy diferentes. Algunas de las afirmaciones de tipo sociológico, que provocaron tantos debates encendidos por entonces, parecen fechadas: no, Francia no “se deslizaba hacia el rango de los países semipobres” en los años 90; no, el amor no se había “vuelto imposible” por culpa del liberalismo.
En particular, podemos dudar de la tesis que Houellebecq planteó en su primera novela, Ampliación del campo de batalla, y desplegó en Las Partículas elementales, a saber: que así como el liberalismo económico produce una concentración extrema del capital y una pauperización extrema de los excluidos, el liberalismo sexual conduce a la hipergamia, es decir, a la concentración de todas las oportunidades sexuales en unos pocos individuos alfa, mientras que el resto languidece en la soledad y la masturbación. Esto parece describir mejor al mundo ochentoso de American Psycho que a los relajados y poco posesivos centennials.
Tanto la izquierda identitaria como el más reciente revival de conservadurismo cristiano pueden considerarse como fenómenos religiosos.
En otros aspectos, en cambio, Houellebecq acertó de una manera impresionante: hay una escena en Las partículas en la que Michel admira un radiador empotrado en la pared y piensa que “en invierno los caños se llenaban de agua caliente, era un mecanismo ingenioso y útil: ¿pero cuánto tiempo podía la sociedad occidental subsistir sin una religión cualquiera?” Mientras escribo esto, la Corte Suprema de Estados Unidos acaba de decretar que el aborto no es un derecho constitucional; desde la elección de Donald Trump como presidente en 2016, una oleada conservadora parece superponerse a la oleada woke (alerta a cuestiones como el racismo estructural y el patriarcado) que dominó la última década. En verdad, tanto la izquierda identitaria o woke como el más reciente revival de conservadurismo cristiano pueden considerarse como fenómenos religiosos. Esa pregunta que Houellebecq se formuló, a través de su personaje, en aquel interludio entre épocas de creencias fuertes que fueron los ‘90, ahora parece tener respuesta: no mucho. Ni la sociedad occidental ni niguna otra parecen poder subsistir, por mucho tiempo, sin una religión cualquiera.
Pero Las Partículas elementales es un libro potente por razones que, al leerla cuando salió, envuelta en esas consideraciones sociológicas y científicas que le daban un aire de modernidad extrema, pasaron en general desapercibidas. Y eso debería dar qué pensar a los escritores, porque es toda una lección en el arte de narrar. Uno leía Las Partículas y se sentía conmovido, a veces hasta las lágrimas, y asombrado de conmoverse.
Sorprendía que una novela de tesis pudiera conmover; que pudiera hacerlo la vida de Bruno, que transcurre entre clubes de swingers, acosos a alumnas y exabruptos racistas, o la vida de Michel, solitaria y consagrada a especulaciones sobre genética. Sucede que esos elementos, que podemos llamar fríos, se entreveraban con otros cálidos: la historia del amor entre Michel y Annabelle, la vida desgraciada de ésta y su muerte a destiempo, la generosidad y la compasión de Christiane, que se enamora de Bruno a pesar de sus taras, y su final también trágico. Al releer el libro, el mecanismo salta a la vista: Las partículas elementales es una novela romántica, casi un folletín, acorazado con placas de teoría. Lo cual no significa, faltaría más, que esas teorías sean banales, pero sí que la novela estaría muerta sin ese núcleo sentimental salido del mundo de Charles Dickens y Victor Hugo.
Vladimor Nabokov denostaba a Dostoievski por el mismo motivo: decía que el autor de Crimen y castigo usaba los tópicos más trillados de la novela sentimental —la prostituta de corazón de oro, el seductor demoníaco, la hermana sacrificada por su familia, etcétera— como azúcar para hacer pasar sus teorías. Y bien: en Las Partículas elementales tenemos a Annabelle, la víctima por excelencia en las novelas de Lamartine o Musset, la muchacha más bella que ninguna, que ama a Michel con amor infantil, no tocado por egoísmo alguno, y que, de nuevo según el esquema cristalizado en la novela romántica, verá a su flor mancillada por un seductor sin escrúpulos, que en La muchacha de los ojos de oro, de Balzac, o en la tira argentina de los ochenta Rosa de lejos, tiene otros nombres, y que acá se llama David, el bello, el diabólico, el degenerado discípulo de Mick Jagger que empieza por desflorar a Annabelle y termina involucrado en sacrificios satánicos. Annabelle terminará por morir de cáncer, pero antes le pedirá a Michel que le haga un hijo, hecho que motiva esta otra frase sacada del orbe romántico: “Al menos habría tenido la sensación de ser amada”. Tampoco falta en Las Partículas elementales la figura de la prostituta generosa, para esta ocasión aggiornada como swinger, la muy gauchita Christiane, que tampoco escapará a la tragedia romántica: creyéndose abandonada, se suicida sin culpar a nadie.
Todo lo anterior, aunque esté dicho con algún sarcasmo, no quiere ser una condena contra el libro: más bien hace pensar en la potencia persistente de ciertas escenas que el romanticismo consagró. Durante medio siglo la novela francesa, dominada por los juegos formales y la metaliteratura, había provocado el éxtasis de la crítica y la indiferencia de los lectores; un día aparece un escritor que recupera las emociones románticas, incluso en sus escenas más estereotipadas, y se convierte en el más leído, traducido, discutido e influyente de su época. Esas raíces románticas persisten, mejor disimuladas, o tal vez asimiladas de manera más profunda, en las mejores novelas de Houellebecq, como El mapa y el territorio, Sumisión o la reciente Aniquilación. Los lectores, por lo visto, estábamos ávidos de romanticismo: sólo necesitábamos que nos lo disimularan con fuertes dosis de sociología, de ciencia, de cinismo y, por cierto, de humor.
Quién es Michel Houellebecq
♦ Nació en Isla de la Reunión, en Francia, en 1958.
♦ Es poeta, ensayista y novelista, «la primera star literaria desde Sartre», según se escribió en Le Nouvel Observateur.
♦ Publicó las novelas Ampliación del campo de batalla, Las partículas elementales, Plataforma, El mapa y el territorio, Sumisión y Serotonina. Entre sus libros también se encuentran H. P. Lovecraft, Lanzarote, El mundo como supermercado, Enemigos públicos, Intervenciones, En presencia de Schopenhauer; y los libros de poemas Sobrevivir, El sentido de la lucha, La búsqueda de la felicidad, Renacimiento (reunidos en el tomo Poesía) y Configuración de la última orilla.
♦ Ha sido galardonado con el Premio Flore, el Premio Nacional de las Letras, otorgado por el Ministerio de Cultura francés, el Premio Novembre, el Premio de los lectores de Les Inrockuptibles y célebre Premio Goncourt. También obtuvo los prestigiosos Premio IMPAC, el Schopenhauer y, en España, el Leteo.
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