“Quise que sobrevolara la posibilidad de un dios vengativo”: cómo es la novela de Guillermo Martínez detrás del éxito de “La ira de Dios”

El premiado escritor argentino conversó con Infobae Leamos sobre la película basada en su novela “La muerte lenta de Luciana B.”, que se convirtió en la más vista de habla no inglesa a nivel global a días de su estreno.

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El escritor argentino Guillermo Martínez
El escritor argentino Guillermo Martínez escribió "La muerte lenta de Luciana B", novela en la que se basa el éxito de Netflix, "La ira de Dios".

No es la primera vez que una novela del escritor Guillermo Martínez tiene su adaptación al cine pero, esta vez, rompe todos los récords. A poco más de diez días de su estreno en Netflix, la película La ira de Dios, basada en su novela La muerte lenta de Luciana B., se posicionó como la más vista de habla no inglesa a nivel global en esa plataforma.

El thriller psicológico, dirigido por Sebastián Schindel y protagonizado por Diego Peretti, Juan Minujín y Macarena Achaga, también estuvo dentro de lo más visto en 47 países como Argentina, México, Brasil, España, Francia, Alemania, Italia, Egipto, Taiwán, Israel, entre otros.

El libro de Martínez se publicó en 2007 y fue elegido por El Cultural de España entre los diez mejores libros de ese año. El autor ya había ganado el Premio Planeta en 2003 por Crímenes Imperceptibles, que tuvo su adaptación al cine por —nada más y nada menos— que Álex de la Iglesia bajo el título Los crímenes de Oxford, película protagonizada por Elijah Wood, John Hurt y Leonor Watling .

Esta vez, los ojos de la industria audiovisual se posaron en la historia de Luciana, una joven alegre, profesional y seductora que comienza a trabajar como secretaria del famoso escritor Kloster, quien le dicta sus novelas. Hasta que una situación de acoso sexual y laboral cambia el curso de la narración y el dolor, la venganza y los crímenes se harán presentes.

"La muerte lenta de Luciana
"La muerte lenta de Luciana B.", de Guillermo Martínez.

“Yo había quedado de espaldas a él y cuando hice sonar el cuello sentí que uno de sus brazos me rodeaba desde atrás. Me di vuelta y él… trató de besarme. Hice un primer movimiento para liberarme pero me tenía aprisionada por el cuello y no pareció registrarlo, como si no alcanzara a entender que me estuviera resistiendo. Entonces grité. No demasiado, sólo quería que me soltara. En realidad yo estaba más sorprendida que escandalizada. Como te dije esa vez que me preguntaste: para mí era como si fuera mi padre”, es la escena del libro que describe el punto de quiebre y que aporta una vigencia renovada a la novela a la luz de las luchas feministas por los derechos y por no callar las situaciones violentas.

Tras el envío de una carta documento a Kloster, los seres queridos de Luciana mueren, uno a uno, en circunstancias que forman parte de una venganza metódica urdida contra ella. Luciana vive aterrorizada, vigilando cada sombra, cada persona que se cruza a su lado, con la sospecha de que esas muertes no pueden ser casuales. “Nadie puede concebir la idea de que una celebridad sea un asesino”, dice la protagonista en la película. Y recurre a la ayuda de un periodista tras diez años de sufrimiento y padecimiento, como una muerte en vida. ¿Cuál es el fin de la venganza? ¿Hay un límite para el ojo por ojo? Una historia que oprime el pecho de principio a fin.

Macarena Achaga y Diego Peretti
Macarena Achaga y Diego Peretti en una escena de "La ira de Dios"(Netflix)

Tras participar del Festival Lea (Festival heleno iberoamericano de literatura en Atenas) y en un parate de su gira de presentación de su nueva novela, La última vez, que lo llevó a Madrid y Barcelona, Martínez dialoga con Infobae Leamos sobre el suceso de La ira de Dios. Según cuenta el escritor de Los Crímenes de Alicia y Yo también tuve una novia bisexual, el proyecto estaba en carpeta hacía siete años y tras varias dificultades, vio la luz. Y detalla cuál fue el pedido para esta película: que hubiera dinero suficiente para las escenas de los incendios en la ciudad. “Me parecía un elemento visual que no debía faltar y que recorre toda la novela”, dice.

Cuatro preguntas sobre la novela en que se basa la película “La ira de Dios”

La muerte lenta de Luciana B. se publicó por primera vez en 2007, ¿cómo dialoga con la actualidad esta historia ahora que se estrenó la película La ira de Dios?

—Creo que tiene quizá una “actualidad” mayor a la luz de lo que fueron las discusiones más recientes del feminismo y las relaciones en el ámbito laboral. Pero de todas maneras nunca me pareció este el núcleo principal de la historia, sino los diferentes puntos de vista de una situación ambigua. Lamentaría que una mirada del aquí y ahora tomara partido automáticamente por una u otra parte. Lo esencial de mi novela es el equilibrio de las posibles interpretaciones.

—En la novela y en la película hay una indagación sobre el bien y el mal, ¿cómo se relaciona lo religioso con el género policial?

—Uno podría pensar que el género policial se inaugura con el relato del asesinato de Abel a manos de Caín. Algo de esto quise señalar en mi novela, no solo en la discusión de la proporción del castigo que promete Dios para quien tocara a Caín (siete veces mayor) sino también en cómo se siente Luciana respecto de su hermana. Mientras Caín pregunta “¿soy acaso guardián de mi hermano?”, Luciana durante toda la novela se siente sin dudas guardiana de su hermana. En general no hay relación del género policial con lo religioso o lo sobrenatural (salvo quizá en las hipótesis que se proponen para ser refutadas racionalmente en los relatos del padre Brown). Pero en mi novela sí quise que sobrevolara la posibilidad de un dios vengativo y primitivo (el dios del siete por uno, que mataría con elementos también primitivos, sin usar nada de la civilización contemporánea). Borges dice específicamente en su artículo “Leyes de la narración policial” que deben descartarse las explicaciones sobrenaturales, pero a mí me pareció interesante señalar la posibilidad de algo así como un enloquecimiento místico de mi personaje por un dolor muy grande.

—En tu obra Henry James está muy presente. En el libro y en la película Kloster lo cita al decir “la ficción compite con la vida”, ¿cómo sucede eso hoy?

Henry James creía que la ficción creaba vida, en el sentido de que la aguzaba, le añadía significado, selección artística, intensidad. Yo uso esta frase de él y en mi novela Kloster le da un giro: si la ficción puede crear vida, también podría crear muerte. El libro que Kloster escribe (según su versión) parece provocar o anticipar las muertes. Creo que la ficción también hoy puede crear vida (y miradas diferentes sobre la vida) del mismo modo en que pensaba Henry James, solo que cada vez hay más territorio “tocado”, y por eso, también, cada vez, es más importante la intención o la actitud de originalidad (versus la simple “representación”).

—La película es la más vista de habla no inglesa de Netflix a nivel global, ¿qué te pasa con eso?

—Me siento muy feliz porque sé todo el esfuerzo que pusieron tanto los productores como Sebastián (Schindel) en llevar este proyecto adelante, en situaciones económicas muy difíciles del país. Ellos querían hacer esta película desde hace más de siete años, antes aún que El hijo, y tuvieron toda clase de dificultades para llevarla adelante. Pero nunca dejaron de lado la esperanza de que llegaría el momento de poder hacerla. Creo que la película generó toda clase de opiniones, y esto me hizo recordar algo que me dijo una vez Ricardo Piglia: que él prefería las novelas que dividían aguas y creaban controversia antes que las que tenían la aprobación distraída unánime. Creo que lo mismo vale para el cine. Me siento muy orgulloso de que en una película argentina se discuta sobre Henry James, sobre las rachas y el azar, sobre los dilemas del castigo y la venganza, sobre la ambigüedad en la relación de atracción o rechazo entre las personas, sobre las limitaciones de la justicia humana. Creo que en muchos sentidos la película es diferente de lo que se suele ver en nuestro cine, incluso en el registro coloquial, y también valoro mucho el esfuerzo de hacer, justamente, algo distinto.

“La muerte lenta de Luciana B.” (fragmento)

UNO

El teléfono sonó una mañana de domingo y tuve que arrancarme de un sueño de lápida para atenderlo. La voz sólo dijo Luciana, en un susurro débil y ansioso, como si esto hubiera debido bastarme para recordarla. Repetí el nombre, desconcertado, y ella agregó su apellido, que me trajo una evocación lejana, todavía indefinida, y luego, en un tono algo angustiado, me recordó quién era. Luciana B. La chica del dictado. Claro que me acordaba. ¿Habían pasado verdaderamente diez años? Sí: casi diez años, me confirmó, se alegraba de que yo viviera todavía en el mismo lugar. Pero no parecía en ningún sentido alegre. Hizo una pausa. ¿Podía verme? Necesitaba verme, se corrigió, con un acento de desesperación que alejó cualquier otro pensamiento que pudiera formarme. Sí, por supuesto, dije algo alarmado, ¿cuándo? Cuando puedas, cuanto antes. Miré a mi alrededor, dubitativo, el desorden de mi departamento, librado a las fuerzas indolentes de la entropía y di un vistazo al reloj, sobre la mesa de luz.

Si es cuestión de vida o muerte, dije, ¿qué te parece esta tarde, aquí, por ejemplo a las cuatro? Escuché del otro lado un ruido ronco y una exhalación entrecortada, como si contuviera un sollozo. Perdón, murmuró avergonzada, sí: es de vida o muerte, dijo. No sabés nada, ¿no es cierto? Nadie sabe nada. Nadie se entera. Pareció como si estuviera otra vez por romper a llorar. Hubo un silencio, en el que se recompuso a duras penas. En voz más baja, como si le costara pronunciar el nombre, dijo: tiene que ver con Kloster. Y antes de que alcanzara a preguntarle nada más, como si temiera que yo pudiese arrepentirme, me dijo: A las cuatro estoy allá.

Diez años atrás, en un estúpido accidente, yo me había fracturado la muñeca derecha y un yeso implacable me inmovilizaba la mano, hasta la última falange de los dedos. Debía entregar en esos días mi segunda novela a la editorial y sólo tenía un borrador manuscrito con mi letra imposible, dos cuadernos gruesos de espirales abrumados de tachaduras, flechas y correcciones que ninguna otra persona podría descifrar. Mi editor, Campari, después de pensar un momento, me había dado la solución: recordaba que Kloster, desde hacía algún tiempo, había decidido dictar sus novelas, recordaba que había contratado a una chica muy joven, una chica al parecer tan perfecta en todo sentido que se había convertido en una de sus posesiones más preciadas.

––Y por qué querría prestármela ––pregunté, todavía temeroso de mi buena suerte. El nombre de Kloster, bajado de las alturas y aproximado con tanta naturalidad por Campari, a mi pesar me había impresionado un poco. Estábamos en su oficina privada y un cuadro con la tapa de la primera novela de Kloster, la única concesión del editor a un adorno, daba desde la pared un eco difícil de pasar por alto. ––No, estoy seguro de que no querría prestártela. Pero Kloster está fuera de la Argentina hasta fin de mes, en una de esas residencias para artistas donde se recluye para corregir sus novelas antes de publicarlas. No llevó a su mujer, así que por propiedad transitiva no creo ––me dijo con un guiño–– que la mujer le haya dejado llevar a su secretaria. Llamó delante de mí a la casa de Kloster, habló en una efusión de saludos con la que evidentemente era su esposa, escuchó con aire resignado lo que parecía una sucesión de quejas, esperó con paciencia a que ella encontrara el nombre en la agenda, y copió por fin un número de teléfono en un papelito.

––La chica se llama Luciana ––me dijo––, pero mucho cuidado; ya sabés que Kloster es nuestra vaca sagrada: hay que devolverla a fin de mes, intacta. La conversación, aun tan breve, me había dejado ver por una grieta imprevista algo de la vida clausurada, privadísima, del único autor verdaderamente callado en un país en que los escritores, sobre todo, hablaban. Al escuchar a Campari había ido de sorpresa en sorpresa y no pude evitar pensar en voz alta. ¿Kloster, el terrible Kloster, tenía entonces una mujer? ¿Tenía incluso algo tan impensado, tan definitivamente burgués, como una secretaria? ––Y una hijita a la que adora ––completó Campari––: la tuvo casi a los cuarenta. Me lo crucé un par de veces cuando la llevaba al jardín. Sí, es un tierno padre de familia, quién lo diría, ¿no es cierto?

Kloster, en todo caso, aunque en esa época no había «explotado» todavía para el gran público, ya era en voz baja, desde hacía tiempo, el escritor que había que matar. Había sido, desde su primer libro, demasiado grande, demasiado sobresaliente, demasiado notorio. El mutismo en que se retraía entre novela y novela aturdía, y nos inquietaba como una amenaza: era el silencio del gato mientras los ratones publicaban. Ante cada novedad de Kloster ya no nos preguntábamos cómo había hecho, sino cómo había hecho para hacerlo otra vez. Para aumentar nuestra desgracia, no era ni siquiera tan viejo, tan distante de nuestra generación como hubiéramos querido. Nos consolábamos con la conclusión de que Kloster debía ser de otra especie, un engendro malévolo, repudiado por el género humano, recluido en una isla de soledad resentida, de aspecto tan horroroso como cualquiera de sus personajes. Imaginábamos que antes de convertirse en escritor habría sido médico forense, o embalsamador de museo, o chofer de una funeraria. Después de todo, él mismo había elegido como epígrafe en uno de sus libros la frase despectiva del fakir de Kafka: «No como porque no hallé alimento que me guste: me hartaría igual que ustedes si lo encontrara». En la contratapa de su primer libro se decía con cortesía que había algo «impiadoso» en sus observaciones, pero quedaba claro, a poco que se lo leyera, que Kloster no era impiadoso: era despiadado. Sus novelas, desde los primeros párrafos, encandilaban, como los faros de un auto en la ruta, y demasiado tarde uno se daba cuenta de que se había convertido en una liebre aterrada, quieta y palpitante, incapaz de hacer otra cosa que seguir, hipnóticamente, pasando las páginas. Había algo casi físico, y cruel, en la forma en que sus historias penetraban capas y removían miedos enterrados, como si Kloster tuviera un tenebroso don de trepanador y a la vez las pinzas más sutiles para sujetarte.

Quién es Guillermo Martínez

♦ Nació en Bahía Blanca, Argentina, en 1962.

♦ Se doctoró en Ciencias Matemáticas por la Universidad de Buenos Aires.

♦ Publicó los libros Crímenes imperceptibles, Acerca de Roderer, La mujer y el maestro, La muerte lenta de Luciana B., Yo también tuve una novia bisexual, Una felicidad repulsiva y Los crímenes de Alicia. También los ensayos Borges y la matemática, La fórmula de la inmortalidad, Gödel para todos (en colaboración con Gustavo Piñeiro) y La razón literaria.

♦ Recibió numerosos galardones, como el Premio Planeta en 2003 por su novela Crímenes imperceptibles; el Premio del Fondo Nacional de las Artes por su libro de cuentos Infierno grande. En 2015 obtuvo el Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez con Una felicidad repulsiva; y el Premio Nadal por su novela Los crímenes de Alicia.

♦ Sus libros Crímenes imperceptibles y Una madre protectora fueron adaptados al cine. Su obra fue traducida a más de 40 idiomas.

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