La locura se nos presenta inicialmente como un temor. El miedo a enloquecer es uno de los más comunes y su extensión es tan prolífica que puede redoblarse con el de estar loco y no saberlo. Quizá por eso una maniobra común es proyectar este temor y afirmar que el loco es el otro.
El loco es una de las grandes figuras de la alteridad en nuestra cultura. Por cierto, la concepción moderna de la locura tuvo su punto de partida en el dualismo cartesiano. Este último, a diferencia de otras formas de dualismo (por ejemplo, el dualismo platónico) se caracteriza por la particular idea que se hace del cuerpo entendido como máquina. A partir de esta concepción, la locura se pensó como déficit.
Por esta vía, podría incluso decirse que el mecanicismo moderno es una condición para que la locura sea reconducida a una experiencia negativa. Ya no se trataría de la locura que los griegos llamaban ate –por ejemplo, la locura de Agamenón en la Ilíada, por cuya intervención divina no puede dejar de responder–, ni de las diferentes manías de las que habla Platón en el Fedro. Por el contrario, después de Descartes la locura queda hipotecada en un campo de problemáticas de acuerdo con tres ejes:
- La experiencia del loco toma como modelo las alteraciones del cuerpo que alteran o nublan la razón. Así, la locura es fundamentalmente una cuestión de vida de las pasiones.
- En segundo lugar, si la duda cartesiana es un modo de la voluntad –antes que una actividad intelectual–, el loco se constituye como alguien con una libertad endeble.
- Por último, el loco es alguien cuya vigilia es idéntica al sueño, susceptible de engaño y desconocimiento.
Estas tres orientaciones pueden ser remitidas a no mucho más que la segunda de las Meditaciones metafísicas de Descartes, de cuyo contexto se destaca el efecto posterior a la conquista del “cogito” (la identidad de la existencia en el acto de pensar): la negación del cuerpo como un ámbito propio. “Yo no soy mi cuerpo”; por lo tanto, éste queda relegado a ser un sustrato de afecciones ajenas a la razón.
La locura, entonces, no es lo opuesto de la cordura. Razón y sin-razón no se oponen como dos caras de una moneda, sino que se inmiscuyen la una en la otra; el cuerpo es el acceso intermedio de este pasaje y los aspectos anteriormente indicados orientan los tres grandes presupuestos del concepto recibido de la locura:
- El loco-perverso (cuyo deseo debe ser educado);
- El loco-alienado (cuya voluntad debe ser vigilada y tutelada);
- El loco-delirante (cuyas ideas deben ser enmendadas).
Asimismo, esta triple orientación perfila un universo de prácticas entre los siglos XVII y XIX: Sade podría ser un claro ejemplo del loco-perverso que pasa de la cárcel al hospicio (luego de la Revolución Francesa); mientras que la psiquiatría clásica del siglo XIX testimonia de las complejas definiciones que extravían al loco de su relación con la verdad. En ese período se pierde la concepción romántica (previamente shakespeareana) del loco que dice un oráculo a expensas de la propia razón, para dar lugar a las diversas formas de institucionalización de un saber sobre lo falso.
Ahora bien, para desarrollar mejor estas ideas no habría más que hacer una lectura pormenorizada de la Historia de la locura de Michel Foucault, primer gran libro del filósofo francés, publicado en 1961. Sin embargo, la locura fue un tema que ocupó su pensamiento desde mucho antes.
En 1954, Foucault había publicado Enfermedad mental y personalidad, un brevísimo ensayo monográfico que funciona como un compendio crítico respecto de los saberes acerca de la alienación mental. Si Historia de la locura es una obra monumental en torno a los discursos que tienen como objeto al loco, este breve libro tiene como tema la experiencia de la enfermedad mental.
¿Cómo vive el loco su locura? Esta es una excelente pregunta, para nada fácil de ser respondida, porque al mismo tiempo requiere plantear la cuestión de un método para acceder a la experiencia alienada. Por un lado, Foucault demuestra conocer muy bien las teorías psicológicas de su época, sobre todo la perspectiva psicoanalítica y la psicología comprensiva.
Una de las ideas más interesantes que discute en Enfermedad mental y personalidad es la relativa a puntos de fijación en estadios preliminares. En cierta medida, se puede estar de acuerdo en que el loco padece disfunciones o es relativamente incapaz de los compromisos de la vida social. Por ejemplo, loca es la persona que no puede responder a un diálogo, es decir, que no puede incorporar en su punto de vista el de otro y apenas logra dar cuenta de una verdad que considera revelada –sin importar su contenido. De ahí quizás el refrán popular que dice que a algunas personas se les da la razón como a los locos o se las deja hablando solas por el mismo motivo.
No obstante, la crítica está en hacer un determinismo de esas fijaciones en instancias no integrativas de la conducta. Mientras objeta al psicoanálisis, Foucault le concede que es la teoría que más atención le prestó a la biografía singular de cada paciente, para situar las encrucijadas y elecciones que pueden decidir una vida. En este punto, el punto de mira foucaultiano está en restablecer el carácter existencial de la locura, el modo en que el loco es refractario al saber que se puede producir sobre su vivencia.
Mientras releía este breve ensayo, me preguntaba cuál puede ser su actualidad para la sociedad contemporánea. Pensé que uno de los tópicos que considera de modo propicio es el problema de la conciencia de enfermedad:
“La conciencia que el enfermo tiene de su enfermedad es rigurosamente original. Sin lugar a dudas, nada es más falso que el mito de la locura como enfermedad que se ignora.”
Entiendo que Foucault toma partido en contra de ver en el loco un alienado, es decir, alguien que no puede responder por sus actos y es ajeno a la noción de su padecimiento. Incluso en su locura, el loco no está tan loco –valga la redundancia– como para desconocerse como tal. Creo que por esta vía el planteo de Foucault podría ser convergente con lo que hoy consideramos desde el punto de vista de la salud mental con perspectiva de derechos.
Asimismo, pensaba en la frase habitual que imagina al loco como el mendigo que se cree rey. Si bien en los locos es común encontrar ilusiones, falsos recuerdos, intuiciones inefables, etc., poner el acento en estas figuras vuelve a conducir a una perspectiva de déficit y, contra el sentido común, ¿no sería más sensato decir que mucho más loco es el rey que se cree rey? Este planteo es el que propuso el psiquiatra Jacques Lacan para definir la locura en 1946 y que quizás Foucault conocía en la época de la redacción de su ensayo –dado que asistía al “seminario de los miércoles” que Lacan dictaba antes del inicio propiamente dicho de su enseñanza.
En la estela de la crisis de la aptitud para la interacción social –una idea que, a decir verdad, fue de Pierre Janet– proponer que un rey que se cree rey está loco es una buena imagen para ejemplificar que loco es quien se olvida de la dimensión del lazo. Para el caso, al rey que se olvida de que es rey porque un pueblo lo reconoce desde la sumisión, cada tanto este último se levanta y lo cuelga de una plaza. La cercanía entre la locura y este tipo de creencia delirante –que no es tal por ser falsa, sino porque se autojustifica– todavía se conserva en nuestra lengua cuando decimos de alguien que “se la cree” o directamente le preguntamos a alguien “¿Quién te crees que sos?”. La contracara es la de los locos que cada tanto amenazan con su “¿Vos sabés con quién te metiste?”.
Este tipo de torsión, que lleva del loco a la locura de la vida cotidiana, me resulta muy especialmente interesante, porque muestra cómo aquella muchas veces se disfraza hoy de normalidad. La “nueva normalidad” quizá no se reconozca mejor que en una especie de locura generalizada, como la que llevó a Jacques Alain-Miller a titular uno de sus seminarios Todo el mundo es loco.
Pero volvamos al joven Foucault, a ese que casi no conocemos, al interesado no tanto por los discursos y las prácticas sino por los modos de vida –algo que quizá retornaría al final de su obra con los volúmenes de Historia de la sexualidad.
A Foucault le interesa cómo el loco vive su locura, su sentido existencial y, por eso, es un lector apasionado de los testimonios de los enfermos. De ahí su interés por la que se conoce como psicología comprensiva, orientación que intenta restituir la interioridad del vivenciar en lugar de explicar las conductas. La tensión entre comprender y explicar es la misma que lleva a distinguir entre ciencias del espíritu (o humanas) y ciencias de la naturaleza.
Para desarrollar mejor esta última distinción propongo un ejemplo actual: todos los días leemos notas en que se descubre algún gen al que se le atribuye alguna patología; sin embargo, esta orientación no dice nada de cómo el enfermo vive su enfermedad y, más profundamente, poco dice acerca de cómo manejarnos en la vida social. Pensemos en otro gen (también recientemente descubierto), el de la infidelidad. Nadie que vea a su pareja con otra persona va a tener una actitud contemplativa si esta le dice: “Esto no es lo que parece… es una cuestión genética”, porque incluso si tenemos una explicación de este tenor, no dejamos de presuponer que el otro tendría que haber tenido en cuenta que su conducta podría lastimarnos; es decir, la explicación no nos priva de la expectativa de querer comprender a un sujeto.
De este modo, en el pasaje de la explicación a la comprensión dejamos de ver al loco como un objeto y le devolvemos la palabra. Así dejamos de reducir al loco a una cosa averiada, por lo general reducible a su sustrato orgánico. Esta reducción es tan fuerte y todavía vigente que por algo aún se usan las expresiones “se le cayó un tornillo”, “se le volaron los patos” o “le faltan algunos caramelos en el tarro”.
En este punto podría preguntarme qué pasó en la vida de Foucault como para que su carrera como psicólogo quedara trunca y se volviera uno de los filósofos más relevantes del siglo XX. Irónicamente podría decir: si escribió tan buenos libros como filósofo (ya son conocidos El nacimiento de la clínica y Vigilar y castigar, entre otros), ¿por qué no se formó para trabajar como psicoterapeuta? De hecho, ¡lo hizo! Cuando ejerció como psicólogo en el hospital de Saint-Anne. Para mí todavía es un misterio qué pasó en la vida intelectual de Foucault entre Enfermedad mental y personalidad y la Historia de la locura, aunque ya es claro que el fin de este primer ensayo –bajo el título “El sentido histórico de la alienación mental”– ya anticipa algunas ideas posteriores y conversa con su maestro Georges Canguilhem –autor del clásico libro Lo normal y lo patológico, para el que Foucault escribió una introducción a la edición inglesa en 1984.
Ahora bien, para echar un vistazo al Foucault anterior a 1954, recientemente se acaba de publicar un manuscrito inestimable: Ludwig Binswanger y el análisis existencial, que fuera redactado hacia comienzos de 1950, mientras Foucault daba clases de Psicología en la Universidad de Lille.
En este nuevo libro, que propone un enfoque filosófico de la enfermedad mental, nos encontramos nuevamente con un joven Foucault atento al mundo interno de la locura, al modo de vivir del loco, con el fin de desandar cualquier marco normativo y pensar una perspectiva terapéutica que no se base en la adaptación.
En capítulos dedicados al espacio, el tiempo y la relación con los otros, Foucault es muy hábil para reconstruir el desamparo que no permite reconocer un hogar, el pasado que se plisa sobre el presente, o bien se vuelve disruptivo o discontinuo, la dificultad para el lazo y las enormes decepciones vinculares que conducen a una perplejidad con aires solitarios.
En todos estos capítulos podemos leer cómo Foucault “escucha” las historias de vida que presenta y no lo hace como quien ilustra con ejemplos, sino que los reconoce como casos en el sentido más singular del término. De la misma forma, en todos sus análisis está presente la consideración de la sexualidad. Así es que escribe:
“La sexualidad no es para él la mediación hacia otra existencia, sino únicamente algo que podría hacerlo ruborizarse ante los otros; ignora el pudor que se juega de a dos y no conoce más que la vergüenza que se siente ante un público.”
De este modo es que Foucault comenta la locura de Jürg Zünd, paciente de Ludwig Binswanger. En particular, parece muy interesado en pacientes esquizoides, en los que “la juntura íntima del sentimiento de la vida” –para tomar otra expresión de Lacan– se encuentra alterada. Zünd no puede tener una vida en primera persona, incluso el vínculo con otro se vuelve impersonal y asume la forma de un “ser de varios”: “siempre vive el plural en tercera persona”, dice Foucault y aquí es inevitable pensar en cómo hoy este tipo de desaparición personal (o despersonalización) se juega en la representación que habilitan ciertos discursos sociales y de moda para que desequilibrados mentales (a los que llamamos “haters” o “trolls”) se autoricen a funcionar de manera anónima.
Además, en este libro es notable el desplazamiento en la perspectiva comprensiva, desde la orientación fenomenológica (por ejemplo, la Psicopatología General de Karl Jaspers o los análisis de la conciencia inmanente del tiempo de Edmund Husserl o el tiempo vivido de Eugene Minkowski) hacia el análisis existencial propiamente dicho. Si en la primera la empatía no deja de ser una variable del método, a Foucault le interesa radicalizar el método de aproximación para no permanecer en una consideración general de lo extraño, para que sea lo extraño mismo lo que tome la palabra. No se trata de que el psicólogo se represente lo que vive el loco, sino de que la vivencia de la locura pueda mostrar su alteridad.
No conozco detalles de la biografía de Foucault. Tampoco me interesan, la verdad. Pero estoy seguro de que su interés por la locura es el reflejo de una inquietud íntima. Asimismo, en los casos que selecciona los celos suelen ser un síntoma privilegiado. Tengo la impresión de que en el pasaje hacia la escritura de la Historia de la locura se debe haber dado en su vida un giro mucho más amplio que intelectual.
Por otro lado, en el este primer y joven Foucault encontramos esos hermosos juegos de palabras que caracterizan su bello estilo; por ejemplo, cuando escribe:
“Allí donde el individuo normal hace una experiencia de la contradicción, el enfermo hace una experiencia contradictoria […]. En otros términos: si el conflicto normal es ambigüedad de la situación, el conflicto patológico es ambivalencia de la experiencia.”
Los ensayos tempranos de Foucault son una excelente ocasión para volver a pensar la locura no solo en su dimensión individual, sino también colectiva, en un mundo en que los síntomas de locura (alucinaciones, delirios, etc.) ceden a un funcionamiento loco que se volvió generalizado, cuando los delirios colectivos y la relación alucinatoria con lo real es el modo de construir realidad (en un mundo de fakes news y posverdad).
En un mundo en que la experiencia se quiebra, en que todo es blanco o negro y las grietas se proponen como nueva forma de asumir una posición representativa (con el sacrificio de cualquier ideología consistente; por ejemplo, cuando los progresistas terminan siendo los principales reaccionarios), quizá la única forma de salud mental sea reivindicar lo ambiguo.
El verdadero antídoto para la locura tal vez esté en reconocernos como portadores de contradicciones. La “nueva normalidad”, que a veces teme a los diagnósticos porque los considera clasificatorios y atentan contra la singularidad, corre el riesgo de plantear una nueva escena social en que, para que nadie se sienta discriminado, la locura transforma en el modo de vida común.
A la singularidad de la locura, investigada por Foucault, cabe oponerle la locura de la singularidad, con la que se normativiza en el mundo contemporáneo –que se cree fuera de toda norma.
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