En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que eso proceso ocurría.
En esta ocasión, la escritora y periodista española Sara Mesa cuenta la “cocina” de su nuevo libro, Perrita Country, editado por Páginas de Espuma. Tras la publicación de la reconocida novela Un amor, la galardonada autora indaga sobre el misterio que envuelve el vínculo que tenemos con los animales, que genera curiosidad como problema filosófico desde los presocráticos. Con ilustraciones de Pablo Amargo, Mesa escribe desde un lado más luminoso y con cierto humor. Aquí cuenta cómo lo hizo.
Cómo escribí “Perrita Country” (Ed. Páginas de Espuma):
Como todos los libros, Perrita Country tiene una historia detrás. Para empezar, una historia real -la perra y el gato que la protagonizan son reales; aunque los seres humanos no-; para seguir, una historia editorial no menos curiosa. Podría decir que el origen está en el día que Juan Casamayor, el editor de Páginas de Espuma, me preguntó si tenía o podía escribir algún texto que encajase en el formato de su colección de ilustrados, donde han aparecido títulos de, entre otras escritoras, Samanta Swcheblin, Mariana Enriquez y Pilar Adón. De inmediato pensé en un proyecto que tenía a medias; la perspectiva de su publicación alentaron, de hecho, mis ganas de terminarlo.
Perrita Country, por tanto, es un cuento largo que ya existía, que empecé a escribir años atrás, pero con el que no terminaba de estar satisfecha. Ahora tenía la oportunidad de perfilarlo y darle un final, entendiendo por “final” una terminación técnica, no exactamente argumental. Por otro lado, yo venía de publicar Un amor, una novela que había tenido una importante difusión en mi país, y de la que empezaba a estar un poco cansada -somos así de ingratos, repudiamos justo aquello que más visibilidad alcanza-.
En Un amor aparecen animales -aparece, de hecho, un perro- y la protagonista es, como en Perrita Country, una mujer que trata de empezar una nueva vida en una nueva casa. Ojo, de estos paralelismos argumentales solo me di cuenta después, no fue algo consciente. Para mí lo importante era cambiar el tono. Si en Un amor hay oscuridad e incluso opresión, en Perrita Country busqué escribir algo más luminoso, más pequeño, con cierto sentido del humor. La razón no obedece más que a una obviedad: no tenemos una única cara, tenemos muchas. Yo quería, y quiero, explorar todas mis posibilidades como escritora, sin dejar de ser yo.
Perrita Country es un trabajo sobre lo sutil, con una acción casi mínima, hilada a través de estampas y con montones de elipsis sobre el pasado de los personajes. Para mí supuso una labor de selección, de escoger instantáneas que surgen del estado de contemplación y del desconcierto de la narradora. Siempre digo que los detalles son importantes, pero no todos los detalles ni mucho menos, entonces hay que encontrarlos como quien busca piedrecitas en la playa, coger y descartar.
El libro habla, entre otras cosas, de la relación que tenemos con los animales. A mí siempre me han producido mucha curiosidad, pero también perplejidad. Me identifico con lo que decía Jenny Diski en Lo que no sé de los animales, que jamás alcanzaremos a entenderlos, que son y serán siempre un continuo misterio para nosotros. Nuestra relación con los animales ha sido un gran problema filosófico desde los presocráticos y este librito es una pequeña piedra en el camino de textos que lo abordan, textos que para mí han sido modelos, empezando por los libros de Gerald Durrell, que de niña me obsesionaban, pero también las pequeñas estampas que Hebe Uhart, Mario Levrero o Lydia Davis escribieron, y por supuesto, Mi perra y yo, de J. R. Ackerley, que utiliza el dibujo del animal para retratarse a sí mismo como personaje.
Pero no podemos olvidar la importancia de los bellísimos dibujos que acompañan el texto, que caminan con él de igual a igual, cuyo autor es el sin par Pablo Amargo, un grande de la ilustración que traspasa fronteras. Una de mis primeras preguntas al editor ante su propuesta fue: ¿podré elegir yo al ilustrador? Me dijo que, en la medida que se pudiera, sí. Pide, pide, dijo, casi retándome. Y yo pedí que fuese Pablo Amargo, a quien admiraba y admiro muchísimo. No era fácil: Pablo hace tiempo que no ilustra libros, tiene un montón de trabajo para, entre otros, The New York Times o The New Yorker, es muy selectivo con lo que hace. Pero, como suele decirse, el no ya lo teníamos y Juan Casamayor es un editor tenaz, muy, muy tenaz.
Pablo terminó aceptando e hizo un trabajo excepcional. Recuerdo que cuando llegaron las ilustraciones yo estaba en la calle, me paré a verlas en el móvil y me quedé sin habla, petrificada bajo los cuarenta y tantos grados a la sombra que tuvimos aquel día en Sevilla. Eran mucho mejores de lo que esperaba, y ya es decir. ¿Por qué? Porque lo que hizo Pablo fue recoger el testigo que lanzaba mi texto. No se limitó a reproducir nada, sino que creó su propio camino dentro del mismo espíritu. Para mí esto es maravilloso, porque apunta a mi mayor deseo como escritora: que los textos crezcan, que trasciendan, que no se resuman ni simplifiquen ni etiqueten, sino al revés, que se expandan. Bueno, el resultado lo tienen ahí: las ilustraciones obtuvieron la Gold Medal de la New York Society of Illustrators, uno de los premios más prestigiosos en Estados Unidos.
“Perrita Country” (fragmento)
De un día para otro, aquello que al Ujier le había gustado tantísimo —un tipo de comida, un rincón donde tomar el sol, un cojín o una manta—, le deja de gustar. Estuvo tres semanas colocándose en el sillón tapizado de colores, todas las mañanas de diez a dos, enroscado en la misma posición —con la cabeza hacia la ventana, las patitas plegadas y el rabo recogido— y ahora lo ha sustituido por el brazo izquierdo del sofá y nunca ya se pone en el sillón de colores, como si hubiera dejado de existir. Adoraba lamer la tapa del yogur, hasta que decidió que era asqueroso, pero se enganchó a la mayonesa, que luego acabó odiando para obsesionarse con el salmorejo. Durante un tiempo maullaba a eso de las cinco de la mañana, había que levantarse y ponerle agua limpia —aunque tuviera—, y solo con eso se callaba. Ahora maúlla a las siete y lo que quiere es que le abra la puerta del patio, aunque no sale. De su bebedero favorito —uno de metal, hondo, ruidoso cada vez que se mueve— dejó de beber a principios de verano. Si lo saco al patio, bebe. Dentro: no bebe.
Tal vez esta organización de costumbres y manías es su manera de medir el tiempo, que pauta con recuerdos. El mes que le dio por morder el aloe vera. El mes que se acostaba sobre mi cabeza. El mes que se metía por las tardes, de cinco a ocho, en la bañera. Siendo «mes», en su caso, una cantidad indeterminada de tiempo no necesariamente de treinta días.
Vista desde esta perspectiva, la irrupción de Perrita Country en su vida debió de suponer para él un cambio de era.
***
Ella vive el tiempo de otra forma. Su tiempo es el de la espera; también, en cierto modo, el de la subordinación. No caza ni busca alimentos. No busca agua. No se plantea salir cuando le apetece. Simplemente espera. Espera a que llegue la hora de la comida, la hora del paseo, la hora de subir a acostarse en la cesta que coloqué junto a mi cama. Espera mis decisiones, espera a que sea yo quien cambie el estado de cosas. Cuando voy por la calle y me encuentro con algún conocido, se para conmigo y espera. Si me siento en una terraza a tomar un café, espera. Si la dejo en la puerta del restaurante chino, cuando entro a recoger el pedido de cada semana —adora el pan de gambas—, se tumba y espera.
También el Ujier, a su modo, espera. Se asoma por las ventanas de la planta alta y mira la calle, el descampado al frente, horas y horas. Si está solo, espera que volvamos. Nos ve llegar, espera que abramos la puerta. Luego baja, se estira, se coloca en el patio, observa a los pájaros, acecha a las salamanquesas. Espera que alguna se despiste para atraparla. Espera que una gota se forme en el extremo del grifo, que engrose, coja peso y caiga, para tratar en vano de cogerla al vuelo. Espera a la siguiente gota y a la siguiente. Espera que se haga de noche y que luego, otra vez, se haga de día.
Pero no esperan como esperaban los personajes de Esperando a Godot, con desesperación metafísica. Esperan y punto. Sin impaciencia, sin angustia, majestuosamente, con elegancia.
Quién es Sara Mesa
♦ Nació en Madrid en 1976 y reside en Sevilla desde niña.
♦ Estudió Periodismo y Filología hispánica.
♦ Publicó relatos y novelas como Cuatro por cuatro (finalista del Premio Herralde de Novela); Cicatriz (Premio El Ojo Crítico de Narrativa y elegido entre los libros del año por El País, El Mundo, ABC, El Español, entre otros); el volumen de relatos Mala letra; Un incendio invisible; el ensayo Silencio administrativo. Un amor es su última novela, que recibió numerosos elogios de la crítica.
♦ Es una de las principales autoras de la literatura española contemporánea.
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