Cuando se piensa en la historia latinoamericana del siglo XX, se la suele compartimentalizar en distintas áreas más o menos aisladas: la historia política por un lado, la económica por otro, una social y cultural, otra artística, y así con cada una de las partes que, diseccionadas, difícilmente puedan dar cuenta de una imagen completa. En su nuevo libro, Delirio americano, el ensayista y antropólogo colombiano Carlos Granés une, por primera vez, todas las piezas del complejo rompecabezas latinoamericano para resaltar el rol fundamental que tuvieron las vanguardias artísticas en los distintos procesos políticos que vivió el continente en el “largo” siglo XX.
Delirio americano, que llega una década después del Premio Internacional de Ensayo Isabel Polanco que Granés recibió por su libro El puño invisible, empieza y termina con la muerte de dos cubanos que, según el autor, son fundamentales para entender la mezcla entre el arte y el poder: la del poeta José Martí, acribillado a balazos en 1895, y la de Fidel Castro, por una insuficiencia cardíaca a fines de 2016. Para simplificar la exuberante cantidad de hechos que acontecieron en América Latina entre una y otra, Granés divide el siglo XX en tres “delirios”: el de la vanguardia, el de la identidad y el de la soberbia.
En las 600 páginas que componen Delirio americano, Granés entrelaza, con maestría y una prosa simple pero entretenida, poesía y poder, arte y política, para iluminar la estrecha relación entre estos dos polos aparentemente opuestos. El autor se sirve de cientos de personajes ilustres de una y otra, como César Vallejo, Nahui Olín, Juan Domingo Perón, García Márquez, Doris Salcedo o Caetano Veloso, para hilvanar una historia de los sueños latinoamericanos que, como expone con claridad, pueden transformarse, en un abrir y cerrar de ojos, en pesadillas que, a su vez, dan espacio a nuevos sueños. Después de todo, en delirio es lo más cercano que tenemos a soñar despiertos.
“Delirio americano” (fragmento)
1898-1930
Un continente en busca de sí mismo: el americanismo y los delirios de la vanguardia
En un principio parecía impensable que los poetas modernistas, descendientes de José Martí, acabaran tentados por la política. Es verdad que en boca de Rubén Darío se ensalzaba el «espíritu nuevo» y que su gran empeño fue la renovación. Los asuntos de la vida, sin embargo, y más el vulgar trapicheo de las oficinas y de los tribunales, les revolvía las entrañas. En todos los países, desde Argentina a México, surgía una nueva estirpe de poetas que apreciaban la expresión artística sincera, el sentimiento personal, la libertad y el vuelo. Buscaban una regeneración espiritual, como los jóvenes de todas las épocas, y entre sus gritos de guerra destacaba el que lanzó el peruano Manuel González Prada en 1888: «¡Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra!». Nuevas ideas y nuevas influencias estéticas los exaltaban. El romanticismo de Victor Hugo y de Byron seguía vivo, pero empezaba a ser matizado por corrientes literarias que recortaban sus excesos retóricos. El malditismo de Rimbaud y de Verlaine les ayudó a neutralizar la grandilocuencia y a ser ágiles con el verso, y el desasosiego espiritual del joven Werther, el personaje de Goethe, les sirvió para entender la compleja sintomatología finisecular, un rosario de dudas y angustias, de hastíos y desencantos, que acabó creando una nueva enfermedad del alma: el famoso mal del siglo.
Pero si algunos poetas eran lánguidos, otros contaban con el brío, la soberbia y la fanfarronería instigada por el individualismo vitalista y aristocrático de Nietzsche y de Georges Brandes. En el modernismo de finales del siglo xix hubo mezclas improbables: enfermiza desazón existencial y fuerza erótica; obcecación por lo brillante, sofisticado y etéreo, y gusto por lo raro, exótico, oriental y lejano; idealización extrema del pasado clásico, con sus mármoles, dioses y leyendas, y un posterior interés por el paisaje americano.
Si el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera cuestionaba el sentido de la vida con versos trágicos —«La existencia no pedida / que nos dan y conservamos / ¿es sentencia merecida? / Decidme, ¿vale la vida / la pena de que vivamos?»—, el uruguayo Julio Herrera y Reissig se encerraba en su Torre de los Panoramas a garrapatear fervorosas defensas del individualismo, preámbulo de los manifiestos vanguardistas de los años veinte . «¡Solo y conmigo mismo! —decía en Decreto— . Proclamo la inmunidad literaria de mi persona [ . . .] . Me incomoda que ciertos peluqueros de la crítica me hagan la barba [ . . .] . ¡Dejen en paz a los Dioses!» .
Julián del Casal y Amado Nervo expresaron angustia ante la vida y la muerte, y aunque José Asunción Silva inauguró una riquísima veta de humorismo en la poesía colombiana, no por ello sus versos dejaron de arrastrar un sedimento oscuro y luctuoso: «¿Por qué la vida inútil y triste recibimos? / ¿Hay un oasis húmedo después de estos desiertos? / ¿Por qué nacemos, madre, dime, ¿por qué morimos?». Ajeno a todas estas ansiedades, el veracruzano Salvador Díaz Mirón reivindicaba cierta aristocracia artística: «¡Infames! Os agravia / que un alma superior aliente y vibre; / y en vuestro miedo, trastocado en rabia / vejáis cautivo a quien adularais libre».
También hubo modernistas broncos, aventureros, pendencieros y encantados de loar a cualquier déspota latinoamericano, como el peruano José Santos Chocano, y otros vitalistas, como el venezolano Rufino Blanco Fombona, que en sus versos afirmaba que los mejores cantos eran nuestros amores, y que «el mejor poema es la vida». Diversas personalidades y motivaciones cabían bajo la misma etiqueta porque el modernismo, después de todo, seguía teniendo rasgos de la corriente romántica . Para entender lo que hicieron estos poetas, y desde luego también la vanguardia, es necesario recordar que el romanticismo fue un movimiento plenamente moderno que surgió como oposición a la modernidad. Fue una sombra rebelde y crítica proyectada sobre la racionalidad y la técnica, sobre el progreso y la industria. Una luz oscura, inasible, irracional, telúrica, raigal, explosiva, intuitiva, voluptuosa y decadente, que se enfrentó a la luz clara y cierta de la ciencia y de la razón.
Si el pensamiento ilustrado desbrozaba mitos y supersticiones, ordenaba y categorizaba, el romanticismo volvía a sembrar presencias extrañas, vínculos emocionales con la tierra, pulsiones ajenas al control racional, impulsos vitalistas y males existenciales. Por eso románticos eran la fuerza y el vigor juvenil de Rubén Darío o de Herrera y Reissig, y romántico era el febril estado de debilidad y melancolía de Amado Nervo. Por eso románticos eran la turbulencia, el conflicto, el individualismo y la violencia de Santos Chocano o de Díaz Mirón, y romántica era la armonía con la naturaleza, la disolución del yo en órdenes superiores o los placeres narcóticos y las fantasías evasivas de Julián del Casal. Romántico era lo ruinoso, lo exótico y el horror, y romántico era lo familiar, lo costumbrista y lo rural. La sensualidad de Delmira Agustini y el misticismo de Gutiérrez Nájera. Lo antiguo, lo histórico y las fuentes profundas e incomprensibles, y la revolución, lo nuevo y el instante fugaz.
Fuerza, voluntad y vida, por un lado, tortura psicológica, suplicio y suicidio, por otro. Isaiah Berlin añadía a esta lista un elemento más. Romántico era el arte por el arte con el que inicialmente se comprometieron los modernistas, y romántico sería el arte como instrumento de salvación social y nacional en el que derivaron sus esfuerzos. Contradictorios y románticos, sí, pero sobre todo universales y cosmopolitas. Al menos en una primera etapa, antes de que ocurriera el gran trauma de 1898 y cambiara la geopolítica del continente, América Latina les importó poco. Su propósito fue promover un segundo Renacimiento —«concilio ecuménico de la inteligencia humana», lo llamó el poeta y crítico colombiano Rafael Maya— capaz de reunir los más refinados productos del pensamiento y de la sensibilidad humanos.
Mientras en los palacios de gobierno y en los campos de batalla se barajaban tiranías y estallaban revoluciones cada cuarto de hora, los poetas negaban la realidad evocando mundos lejanos, con frontispicios solemnes y grandiosos. «Yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer», decía Rubén Darío en el prólogo de Prosas profanas, y luego escapaba de ambos escribiendo sobre dioses griegos, centauros, deslumbramientos florentinos, añoranzas francesas, lujos orientales o la gracia de las ménades, las náyades y los sátiros. El boliviano Ricardo Jaimes Freyre, otro aristócrata del espíritu, pobló los poemas de Castalia bárbara con dragones, hidras, elfos, hadas, dioses nórdicos y monstruos para ocultar bajo ese manto de artificio y heroísmo la realidad de su existencia.
Más lejos llegó el contradictorio Leopoldo Lugones, confesando en el prólogo de Lunario sentimental su fascinación por la luna, algo que hubiera horrorizado a su contemporáneo, el futurista Marinetti: «¿Existía en el mundo empresa más pura y ardua que la de cantar a la luna por venganza de la vida?».
Los poemas modernistas estuvieron llenos de alas y de vuelos; de águilas, mariposas y cisnes. Esta nueva generación sabía más de París que los parisienses, se movía por Grecia como por su casa, y estaba más cómoda en la fantasía de una polis clásica que en Metapa, Tacna, Montevideo o Bogotá. Eran los elegidos, una aristocracia de la sensibilidad y del pensamiento que en un continente sin tradiciones intelectuales comulgaba con los más refinados productos de la imaginación humana. «¿Por qué vamos a cerrar nuestra alma a nada que pueda enriquecerla?», se preguntaba Blanco Fombona. Y así fue: no renunciaron a nada porque eran los llamados a renovar las fuentes vitales, a liderar las nuevas pesquisas estéticas, a guiar a las jóvenes naciones en temas morales y espirituales.
A pesar de su elitismo artístico y de su desprecio por las rutinas y menudencias prácticas de la vida, acabarían llegando a los parlamentos, viviendo de la diplomacia y encandilando a los lectores cultos con sus reportajes periodísticos. Evasores de todo lo real, siempre tuvieron una antena secreta conectada a la actualidad política y a los cenáculos donde se cortaban las barajas del poder.
Esto se hizo evidente en 1898, cuando Estados Unidos entró a dirimir la lucha por la independencia cubana y terminó derrotando a España y plantándose como nuevo poder imperial en el Caribe. Fue el instante decisivo, el momento en que la torre de marfil en la que se refugiaban los poetas empezó a agrietarse. Todo estalló como pompas de jabón: las fantasías parisinas, las añoranzas por el mundo clásico, la bohemia decadente, y ante sus ojos apareció la realidad política de América Latina.
Martí lo había predicho: los yanquis nos acechaban, y ese vaticinio, como el de su propia muerte, también se hacía realidad. Ahora los poetas no tenían más remedio que salir a la plaza pública, amasar sus versos con ira e indignación, con diatribas y consignas . Era sorprendente: el nuevo fervor antiimperia-lista propiciaba el encuentro del arte y de la política, y lo más relevante es que esto ocurría en América Latina antes que en Europa. Los modernistas se adelantaban a la primera vanguardia revolucionaria europea, el futurismo italiano, que aún tardaría hasta 1909 en lanzar sus primeros rugidos. Y, atención a la coincidencia, también ellos lo harían como respuesta a las amenazas de otro imperio, el austrohúngaro en su caso.
De manera que mientras los futuristas se convertían en los defensores más radicales de la nación y de una nueva identidad italiana marcada por la velocidad, el dinamismo y el fervor guerrero, los modernistas se encargaban de exaltar lo que antes habían ignorado, la realidad americana, y de aglutinar los elementos humanos y naturales del continente para crear un dique estético y moral que frenara las pretensiones yanquis. Empezaba una nueva guerra, que ya no se pelearía en los mares del Caribe sino en el terreno de la cultura, y cuyo fin sería demostrar la superioridad del espíritu latino sobre la barbarie utilitaria del sajón.
Quién es Carlos Granés
♦ Nació en Bogotá, Colombia, en 1975.
♦ Se doctoró en Antropología Social por la Universidad Complutense de Madrid.
♦ Publicó los libros La revancha de la imaginación. Antropología de los procesos de creación: Mario Vargas Llosa y José Alejandro Restrepo y El puño invisible, entre otros.
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