Entre la distopía y la vida cotidiana: relatos que le hacen caso a Ricardo Piglia y cuentan dos historias en vez de una

En su nuevo libro, el escritor y editor argentino Manuel Álvarez reúne en ocho cuentos la sensibilidad masculina, la naturaleza, el duelo y la atracción por lo desconocido.

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Leer Nadie sale de acá es como entrar en un mundo de cuentos que remiten a grandes y célebres escritores como Carson McCullers, Ernest Hemingway, J.D. Salinger, John Cheever y Raymond Carver. El nuevo libro del escritor y editor argentino Manuel Álvarez, editado por AzulFrancia, reúne rocho relatos cortos cuyo universo temático es el mismo: la fuerza de la naturaleza, la atracción de lo desconocido, el duelo que persigue y, de modo preponderante, la sensibilidad masculina. Aquí, los protagonistas tienen un momento epifánico en donde se dan cuenta de algo inesperado

“Escribí estos cuentos bajo la máxima de Ricardo Piglia: que un cuento siempre cuenta dos historias; el cuento es un relato que encierra un relato secreto, que es la clave de la historia”, cuenta Álvarez a Infobae Leamos. Y agrega que a lo largo de los ocho cuentos hay dos historias: la que está por arriba y la que está por debajo y significa el relato. El libro explora distintos géneros pero hay algunos, dice Álvarez, que “pueden leerse como espejo invertido por espacio y elementos en común”. Otro de los hilos conductores de las narraciones es que los protagonistas tienen un momento epifánico en donde se dan cuenta de algo inesperado. Pero, advierte el autor, los hilos o las diferentes interpretaciones que pueda hacer el lector son las más enriquecedoras.

Las historias versan, por ejemplo, sobre un grupo de jóvenes que se reúnen para hacer un ritual en nombre de un amigo asesinado por otra banda con la intención de encontrar el culpable para vengarse o la historia de una venganza que, como en el primer cuento, esgrime algo místico, mágico, esotérico, donde el perdón y el dolor tienen algo de sacrificio. Y otros que mezclan distopías con muchos elementos de la realidad, la soledad, la tensión, el suspenso, el caos, la enfermedad y también el amor.

"Nadie sale de acá", de
"Nadie sale de acá", de Manuel Álvarez, publicado por Editorial AzulFrancia.

El proceso de escritura de Nadie sale de acá tuvo idas y vueltas. Con los primeros cuentos escritos en 2016, la idea original del libro rondaba en la cabeza del escritor desde mucho antes. Tres años después y tras la publicación de su primera novela, A ninguna parte, editada por Barenhaus -seleccionada para participar en el festival de Semana Negra de Gijón en 2020- el libro tomó forma y fue recién en 2021 que estuvo terminado.

En los cuentos de Nadie sale de acá se identifica un predominio de la tercera persona, con las simples pretensiones de contar una historia, con la distancia necesaria del narrador. “Creo que el cuento tiene que hacer que el lector se deje llevar, a eso aspiro”, dice Álvarez. Y como lecturas que y procedimientos que acompañan la creación de este libro destaca la influencia de reconocidos escritores de la literatura argentina como Mariana Enríquez, Samanta Schweblin, Federico Falco, Luciano Lamberti, Tomás Downey.

El escritor y poeta Fabián Casas dijo sobre el libro que hayuna maestría invisible para contarte al oído en primera o tercera persona historias atávicas, pequeños relatos que el narrador cuenta en un fuego nocturno, para que después pase de boca en boca”. Quizá no queremos salir de sus páginas ni de sus historias.

Manuel Álvarez
Manuel Álvarez

“Nadie sale de acá” (fragmento)

Esto es el campo

La yegua de Ramón va adelante, lo ve torcido, algo difuso. Seberali se sostiene sobre el lomo de su caballo, el cuerpo inclinado, la cabeza apuntando hacia abajo, a la altura de la panza. Mira el suelo a menos de un metro y siente el olor a pasto en los orificios de la nariz, mareándose por la cabeza vuelta, por la sangre invertida. No tengo que caer, piensa.

Lorena y Seberali, madre e hijo, llegaron a Las Brisas, el campo que tenían en las afueras de Azul, el primer sábado de enero por la mañana. Cruzaron en silencio el camino de entrada hasta la casa, donde Seberali solía jugar a las escondidas con su viejo, un camino rodeado de árboles altos con hojas verdes y amarillas y lleno de semillas planeadoras con olor a pimienta blanca, uno de los olores preferidos de Alfredo. Iban al campo cada invierno y cada verano, pero este era el primer verano que llegaban solos, ya que Alfredo, el marido, el padre, había muerto meses atrás de un accidente en la ruta.

Estuvieron a punto de quedarse en la ciudad, de hecho, a Lorena le parecía muy pronto para volver, pero la insistencia de Seberali pudo más y terminó cediendo por su hijo. La realidad es que no le gustaba el campo ni la vida de campo, cuando iban se pasaba la mayor parte del tiempo adentro de la casa, aunque a veces leía sus revistas ¡Hola! viejas en la galería o tomaba sol en el pasto, a metros de la casa, no fuera cosa que se alejara demasiado. Tampoco le gustaba andar a caballo, decía que le hacía mal a la cadera, y le molestaban los bichos, toda clase de bichos. Iba porque no tenía opción: para las vacaciones era el campo o la ciudad. Alfredo, en cambio, había sido feliz en Las Brisas, su verdadero lugar en el mundo, donde era libre, como decía. Había mamado el campo desde su niñez y tenía una historia en cada rincón.

Seberali era como su viejo. Allá, en la naturaleza, se manejaba con total independencia. Se despertaba bien temprano, antes de que saliera el sol, y arrancaba con cualquier tarea campestre que le dieran, desde mover a los caballos hasta ordeñar a las vacas. Después de almorzar se tiraba a leer un rato bajo el árbol que tenían en diagonal a la casa, a pocos metros; a veces se quedaba dormido ahí, contra el tronco grueso, a la sombra de las ramas, cubierto del sol. Seberali devoraba los libros de la colección Anteojito que tenían en el campo. Se había fascinado con John Silver en La isla del tesoro, había disfrutado de las aventuras de Robin Hood y se había enojado con los Cuentos de la selva. El hábito de la lectura apaciguada y la siesta posterior bajo la sombra lo fue perdiendo de a poco, no por falta de interés, sino por la compañía de Ramón, el hijo del casero, quien, a medida que crecían, lo buscaba más seguido para ir hacer alguna expedición a caballo cruzando el pueblo o metiéndose en terrenos ajenos.

En el campo tenían a un kilómetro de distancia, entre el estanque y el establo, la casa de Gutiérrez, el casero, que vivía con Blanca y Ramón, dos años mayor que Seberali, y también hijo único. Gutiérrez y Blanca se dividían las tareas: él se encargaba del campo y ella de la casa, la suya y la de los señores. Blanca tenía el pelo lacio del color del trigo, era flaca y andaba casi siempre en jean y una remera monocromática. Su marido por lo general iba de alpargatas, bombacha de campo y camisa de manga corta de colores claros, con la aureola en el sobaco por la transpiración, a veces también se le sumaban aureolas en el frente de la camisa, a la altura de la panza. Tenía piel de indio tostado por el sol y era bajo pero robusto, de espalda ancha. Pero lo que más resaltaba eran sus manos enguantadas; sin plural, lo que más resaltaba era una mano, la derecha, y no era por los guantes, era porque le faltaban dos dedos: el pulgar y el índice. Gutiérrez había perdido los dedos por un error de cálculo queriendo cortar un chancho muchos años atrás.

Yo era chico pero me acuerdo del grito como si fuera hoy, sonó en todo el campo, retumbó, viste… Fue una putada lo que pasó, pero esto es el campo.

Eso le dijo Ramón la primera vez que le contó lo de los dedos de su viejo. Ramón tenía expresiones que usaba seguido pero la que más utilizaba, sin dudas, era “esto es el campo”. Siempre venía precedida de una historia y la expresión, usada como sentencia final, era la justificación; para Ramón todo podía pasar –y era lógico que sucediera– en el campo. Seberali creía que también la usaba como una manera, algo reiterativa, de explicarle a él, el porteño, que el campo no es como la ciudad y que había cosas que él, el porteño, no iba a entender nunca.

El hecho de que pensara en la caída era una muestra de lucidez. La caída era una anticipación del pensamiento, era la conclusión lógica de su situación ahí, con el pie izquierdo en el estribo y el derecho sobre la montura, una mano sujetando las riendas y medio cuerpo haciendo equilibrio en el costado del caballo, como si fuera un indio navajo escondiéndose de un lado para atacar por sorpresa del otro.

Quién es Manuel Álvarez

♦ Nació en la ciudad de Buenos Aires en 1986.

♦ Estudió la carrera de Derecho.

♦ Vivió entre Buenos Aires y Madrid y participó de numerosas antologías en ambas ciudades.

♦ En 2019 publicó su primera novela, A ninguna parte, que fue seleccionada para participar en el festival de la Semana Negra de Gijón en 2020.

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