Francisco Bitar ya tiene varios libros en su haber. Se diría que está cómodo e incómodo con escribir sobre su propia vida. No es la primera vez que lo hace -de hecho, dirá que su obra más reciente, La leyenda del muñeco de nieves, es una especie de segunda parte de una serie autobiográfica- pero ha sabido reflexionar sobre esto de escribirse.
“Voy hacia lo biográfico no en términos de biografía sino porque me interesa la posibilidad de que mi vida se inscriba en lo que estoy escribiendo. El principio biográfico es tan convencional como son los principios de la ficción de género”, dijo a la agencia Télam en 2021.
Y avanzó: “Lo entiendo más como la posibilidad no de reproducir lo que ha ocurrido en una vida sino de saber a través de la escritura algo que no estaba presente. La escritura construye la vida y no solamente da cuenta del pasado”.
Aquí, hablará del proceso que llevó a La leyenda del muñeco de nieve, publicado por la editorial Marciana. Todo empezó, dice, con el título, el enigma de un título. Y a partir de eso, se puso a explorar. Aquí lo cuenta él mismo.
Lo que hay antes del comienzo
Cuando le conté de la salida de mi nueva novela, La leyenda del muñeco de nieve, Francisco Garamona me dijo: “ya el título me pone a soñar”. Es lo mismo que me pasó a mí cuando lo vi mencionado por César Aira en una entrevista de Daniel Molina, fechada en 1995. Allí Aira se refiere a un probable catálogo para una muestra de los monigotes de Prior que habría mutado en libro; si este libro se escribió, jamás fue publicado (hay, sí, un muñeco de nieve monstruoso en Los misterios de Rosario, pero ese libro no recorre la leyenda del muñeco sino las locas desventuras de un crítico literario: el gran Alberto Giordano). En cuaquier caso, el título había quedado vacante y entendí que era mi turno de probar suerte con él.
Pero yo no tenía nada más que eso, el enigma de un título, lo que parecía ser muy poco. Para colmo, era la punta de un hilo del que nunca había tirado: la gran mayoría de los libros que había escrito hasta entonces partían de un episodio o una idea, lo que suponía estar ya adentro del relato. De hecho, si en el caso de La leyenda no había más que un título y nada de la historia, yo estaba antes del principio, lo que, sin embargo, consideré una buena señal: de lo que leo y escribo (y quizá también en lo que vivo), prefiero siempre los comienzos, y espero que una novela nunca se aparte de él (muchas veces abandono una lectura cuando creo que la fuerza del principio ha quedado sepultada bajo lo que sigue, lo que puede suceder en cualquier parte del libro). Como escribió Calveyra: lo verdadero ocurre sólo al principio. Quizá, me dije, una vez atravesado este umbral del título para alcanzar por fin el comienzo, el relato ya estaría por terminar. Y yo, al terminar en el comienzo, sería feliz.
Entonces se me ocurrió una idea: explorar lo que el título tenía de enigmático para mí. Así, el libro, que se divide en dos partes, dedica por completo una de ellas a la Preparación, es decir, a lo que hay antes del comienzo de una novela, que es propiamente la Cosa, el gran enigma de la literatura. Allí, en unas treinta páginas, se hace un repaso de los relatos de la tradición dedicados al muñeco de nieve, se lo clasifica según su ubicación (el patio o los parques) o según su estado de ánimo, se especula acerca de las posibilidades formales de las que podría echar mano el narrador y, a modo de prueba, se introduce un prototipo de muñeco y se lo muestra en su interacción con una niña y su familia. Recién entonces, cuando la Preparación allanó en vivo y en directo el camino hasta el punto de largada —un saber tentativo, el de las decisiones, que por lo general queda afuera del libro—, comienza la novela.
A continuación viene la sección dedicada a la leyenda, una versión del mito de Wakefield, quien quizá sea el ángel protector de muchos de mis libros: el hombre que fantasea con abandonar su vida y finalmente lo hace, aunque a medias. De todas maneras, luego de una nueva treintena de páginas, la continuidad del relato se ve interrumpida otra vez, aunque no de un modo caprichoso: la novela se suspende justo cuando se agota la fuerza del comienzo. ¿Cómo supe de esta disminución? Porque me vi frente a la fatal parte media de la novela, donde es necesario reforzar la cadena de causalidades interiores y exteriores del relato, y que todo el mundo saltea u olvida. Yo había escrito esa parte, pero ante la perspectiva horrorosa de tener que revisarla otra vez para su publicación (y con la venia de mis pacientes editores), decidí extirparla. Y me encontré con que lo extirpado no hacía falta para unir el comienzo con el final: la parte del medio se me revelaba como papeleo, pura burocracia. Por sobre todo: sin eso, quedaba un libro liviano, hecho, no de partes, sino de un movimiento: las explosiones del arranque, una pura energía desencadenante.
Dicho esto (nada nuevo, que el formato clásico de la novela resulta ser un estorbo para la escritura), resta saber adónde fue a parar la historia una vez que arrancó. Partiendo de un lugar raro para mí —la fascinación por un título y el relato “de época”—, parecía destinada a deparar un resultado distinto a los anteriores. Y, sin embargo, terminé contando la historia de siempre; aunque refinada justamente por el nuevo escenario, significó el recomienzo de lo mismo.
La leyenda del muñeco de nieve es el segundo volumen de la serie De ahora en adelante. El primero de ellos relata las alternativas de un pasado amoroso siempre atraído por lo que hay afuera de él, que es otra vida. Este segundo volumen, creo, intenta ir hacia la fuente de esa atracción, la experiencia crucial que eclipsa mi vida y motoriza mi escritura.
Por su tema, se diría que De ahora en adelante constituye una autobiografía; en todo caso, se trataría de una indiferente a toda progresión e ignorante de sus principios rectores o de su imagen final. Una autobiografía fractal, como lo ha deslizado Benoit Peeters en su estupendo Tres años con Derrida. O, mejor dicho, una biografía cubista, consagrada a mirar, desde la perspectiva de cada libro, el mismo hecho de mi vida una y otra vez. Ese hecho, el gran punto ciego, está en el centro de La leyenda del muñeco de nieve.
Quién es Francisco Bitar
Nació en Santa Fe en 1981.
Es narrador, poeta y ensayista.
Publicó los libros de poemas Negativos (2007), El Olimpo (2009), Ropa vieja: la muerte de una estrella (2011) y The Volturno Poems (2015.
También sacó los libros de cuentos Luces de Navidad y Acá había un río (2015).
Su crónica Historia oral de la cerveza (2015) fue el inicio de la trilogía oral El habla de la tribu, que siguió en 2017 con Mi nombre es Julio Emanuel Pasculli.
Y escribió las novelas Tambor de arranque, La preparación de la aventura amorosa y Teoría y práctica.
<i>La leyenda del muñeco de nieve (Fragmento)</i>
1.
Nuestro personaje lleva un nombre acorde a su naturaleza y a su tiempo: Wakefield.
Esto significa que hay muchos otros Wakefields a ambos lados del océano con los que el nuestro, sin llevar una gota de la misma sangre, comparte sin embargo el nombre.
Con todo, por frecuente que sea, es un nombre que se irá raleando con los años hasta desaparecer por completo del pelaje de la lengua (y con ello del mundo mismo), lo que nos hace suponer que, más allá de la ausencia de parentesco, hay en todos los Wakefields un destino común de extinción.
Por empezar, la falta de descendencia.
Para seguir, lo que hay detrás de la falta de descendencia apenas empezamos a rascar: la errancia, la soledad, el extravío.
2.
No sólo su nombre corresponde al siglo XIX, sino también su oficio (autoridad en la aduana de una ciudad de río) y su enfermedad, una tos seca que en los últimos meses ha terminado por aflojar las junturas de la cama matrimonial.
Esta última cuestión le ha impedido asistir al trabajo por lapsos cada vez más prolongados. Claro: la tos existe desde siempre: desde que tiene pulmones, el hombre tuvo tos.
Ocurre solamente que, para toses de mayor gravedad, el siglo XIX ha inventado un nombre.
Esto sí diferencia al siglo de Wakefield de los anteriores y de los que vendrán después: una carrera loca por conocer y clasificar, muy adelantada todavía respecto de los medios que le permitirán hacerlo (lo que habla también de la naturaleza histórica del hombre, cuyo deseo de conocimiento viaja ciego a esta altura, antes de que la luz de la tecnología le ofrezca la posibilidad de ver).
Resultado: en un siglo adelantado a sus posibilidades, la tos de Wakefield recibe un nombre pero no su remedio.
Tos perruna le han puesto.
Wakefield todavía no sabe que la padece.
3.
Bien: quizá porque se encuentra todavía en el umbral de la enfermedad, con el recuerdo fresco de los últimos días de salud, no es difícil hacerse ilusiones y confiar en que se trata solamente de un catarro, uno que se irá con el frío, al final de la temporada.
Su mujer se muestra indiferente al principio, y mira para otro lado después. Luego, el más mínimo gesto de incomodidad por parte de su marido la empuja a saltar de su mecedora y a deshacerse en todo tipo de atenciones.
La pequeña Lucy parece desorientada. De vuelta de la escuela sube a darle un beso a Wakefield. Lo hace a instancias de su madre; y una vez allí espera con impaciencia la orden para volver con ella en el piso de abajo.
Entretanto, permanece en silencio, asintiendo y negando con la cabeza a las preguntas de rutina de su padre.
Su actitud, la de Lucy, es natural, y su inocencia no logra desmentirla.
Es la actitud que en el fondo despierta en cualquiera de nosotros una enfermedad, toda vez que nos vemos obligados, tanto si acompañamos como si la padecemos, a abandonarnos al curso de los días: una actitud de espera, de paréntesis de tiempo.
De ese paréntesis se puede salir de dos maneras: reanudando el discurso, o en silencio.
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