Muertos sin nombre y un río que crece: cuentos en los que la vida cotidiana puede resultar una amenaza

El escritor argentino Carlos Hugo Sánchez publicó “Hay cosas que pueden olvidarse”, un libro de cuentos que no necesita derroches ni extravagancias. Empezá a leerlo.

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En la línea de Kafka,
En la línea de Kafka, Sartre y Camus, el escritor argentino Carlos Hugo Sánchez se considera un existencialista

Aunque el autor argentino Carlos Hugo Sánchez escribe desde los 19 años, e incluso algunos de sus cuentos fueron premiados, la mayor parte de su obra continúa inédita. En 2021, la publicación de su libro de relatos El tren detenido resaltó su nombre en el sobrepoblado mapa literario argentino, que entre la multiplicidad de su oferta y la voracidad por nuevos nombres, en especial de autores jóvenes, muchas veces pasa por alto obras que merecen no solo publicarse sino, además, toda la atención.

En Hay cosas que pueden olvidarse, su nuevo libro editado por Paradiso, hay tanto cuentos escritos hace muchos años como otros más recientes, productos del obligado ocio de la pandemia. En ellos, el autor genera, a fuerza de una narración parca pero no por eso escueta, un extrañamiento de la realidad que genera que en lo cotidiano, visto con otros ojos, pueda percibirse una amenaza.

En la línea de Kafka, Sartre o Camus, Sánchez se plantea como un escritor existencialista que no necesita de derroches ni extravagancias para generar el efecto deseado en el lector. “Mis cuentos, mis novelas (tengo tres inéditas) suelen partir de una experiencia en la vida real. No necesariamente ‘un acontecimiento’; a veces el disparador es un paisaje, una imagen, o un ‘no lugar’, como un avión, un ómnibus, un tren. En los relatos no acostumbro a planificaciones sesudas, pienso que en la expresión literaria nos ayuda muchísimo ‘un señor del sótano’, que tiene más imaginación que nuestro yo consciente”, escribió el autor en una nota para Infobae.

La aparición de Hay cosas que pueden olvidarse aporta su granito de arena a la sedimentación de la obra de un autor que, con varias novelas inéditas, continúa siendo un secreto que, de a poco, empieza a develarse.

Portada de "Hay cosas que
Portada de "Hay cosas que pueden olvidarse", de Carlos Hugo Sánchez

Así empieza el cuento “Hay cosas que no pueden olvidarse”

El alemán mira el tallo cónico de las casuarinas sin amor. Como si supiera (no lo sabe) que son árboles exóticos; que sólo sirven para que las orillas del Sagastume no sigan desmoronándose. Definitivamente, no le gustan los pinos. Sospecha que los sauces y los ceibos se parecen más a él, aunque no podría decir por qué. Mira hacia la popa de la trucker; sabe que ha puesto demasiado peso ahí pero también que no había otro lugar posible para las bolsas de cemento, el medio metro de arena y los ladrillos de conchilla que, según el tano del corralón, estaban en oferta. Después pensó que eran mucho más porosos que los comunes de barro, pero ya era tarde. Iba a compensar eso con unos kilos de ceresita; el tano le dijo que mezclara una parte del hidrófugo con diez de agua, seis de arena y dos de cemento. No quiso contarle qué iba a construir; ese tano de mierda no lo merecía. Capaz que se hubiera reído de su plan de hacer una contención circular alrededor de la tumba de Helmut Wöller, su padre. Hay gente con la que no vale la pena compartir sentimientos íntimos, pensó Hans.

No le gusta nada la albañilería, pero escuchó en la radio que el Uruguay seguía subiendo mucho y está claro que todos los arroyos de la zona hacen lo mismo. El de La Tinta, por ejemplo. ¿A quién se le pudo ocurrir poner el cementerio de la Villa en esa hectárea inundable? Con la crecida grande, cinco años atrás, no quiso pensar en la tumba de su viejo cubierta de agua. Helena lo ayudó cuando quiso mechar un comentario entre los bocados de tortilla. “Los muertos están muertos, viejo. Pensá en las lindas hijas que tenemos, en los nietos…”. Tenía razón. Hacía mucho había descubierto que las mujeres son más sabias que los hombres en algunos temas.

Vio a la Bibi amarrada en la confluencia, muy cerca del barquito de Prefectura. El lugar no era casual, el encuentro del Arroyo de la Tinta con el Sagastume era inevitable para los que regresaban de buscar el pejerrey gareteando por el Uruguay y tenían que reaprovisionarse de combustible en El Ceibal, único surtidor posible en kilómetros a la redonda. No se les ocurrió pedirle que se acercara, lo conocían y no molestaban a los lugareños para llegar a la cantidad de controlados que les pedían los superiores. Aunque nunca se sabe; siempre puede haber gente nueva con ganas de hacer buena letra. Esteban lo saludó de lejos y después lo ayudó con el amarre.

–¿Podés creer que estos pelotudos me pidieron el rol de embarque por triplicado? –Hans se rió con ganas; sabía que su amigo uruguayo se había esforzado con el “podés” en lugar del “puedes”. Raro el idioma de los orientales, mezclaban sin problemas la lengua de Cervantes con la de Edmundo Rivero.

–¿Qué les dijiste?

–Que soy guía de pesca, que no tengo ninguna prefectura cerca, que soy amigo tuyo, que estoy parando en Las Tres Muñecas y que te iba a dar una mano… - Esteban gesticulaba y rescataba el nerviosismo de un rato antes.

–¿Alcanzó con eso? -Le daba algún orgullo que su posada fuera una referencia en la zona.

–Más o menos. Me “confiscaron” unos matungos hermosos que saqué antes de venir para acá. Me los debés; uno se acercaba al kilo y medio.

–Y vos me debés el hospedaje, no te hagás el boludo.

Esteban vivía en un pueblito de la costa uruguaya y una crisis matrimonial grave lo había empujado a la posada del matrimonio. Se los retribuía con alguno de los tantos trabajos que surgían en la vieja casona; jardinería, plomería, electricidad. Les gustaba jugar a que esos canjes eran justos; una cosa por otra. Siempre había sido así. Aunque la principal deuda con Hans –haberlo ayudado cuando un trasmallo se enrolló en la hélice de la Bibi, con una marejada en el Uruguay que asustaba– nunca había sido reclamada ni saldada.

–Esos los uso de carnadas para los grandes de verdad.

Aunque escribe desde los 19
Aunque escribe desde los 19 años, gran parte de su obra continúa inédita

Había hecho uno de esos chistes que no festejaba entre sus clientes. Después empezó a pasarle las bolsas, que Esteban iba disponiendo en el pequeño muelle. Esas bolsas de cincuenta kilos eran una tarea pesada para sus años y un poco menos para la edad de su amigo; pero la vida no le había dado hijos varones y las chicas le habían salido un poco pitucas. Además estaban lejos, en su barrio náutico. Tuvo un hermano mayor por poco tiempo, pero ésa era otra historia, casi olvidada. Acercarlas a la lápida de Helmut les llevó casi una hora.

Todo es más lento en las islas y cualquier distracción puede terminar con alguien en el agua. Pusieron los bultos al pie de un sauce. Los del barquito de prefectura los miraban cuando se liberaban de controlar matafuegos y bengalas.

Habían discutido con el capitán de una cabin cruiser a la que le faltaba algo. El tipo, acostumbrado posiblemente a dar órdenes en alguna empresa de tierra firme, se había dado cuenta de que los dos motores fuera de borda de 115 HP le jugaban en contra en la negociación. En general, los suboficiales eran gente del interior, venían de familias humildes y esa provisoria superioridad los reivindicaba, aunque sabían disimularlo.

–Pero oficial –lo ascendía el tipo–, no me va a decir que con semejante barco tiene importancia el espejito de señales que no sé dónde mierda puse…

–Ayudante mayor –corregía el morocho–. Yo no hago los reglamentos, señor. Búsquelo, tenemos tiempo.

El Alemán y Esteban se reían entre ladrillo y ladrillo. Un rato antes, el uruguayo había estado en esa incómoda posición. El capitán se metió en la cabina y hablaba a los gritos con una mujer; tal vez esposa, tal vez amante. Al rato emergió con una amplia sonrisa y un espejito rectangular en la mano derecha. El destino original era el retoque del maquillaje pero el ayudante mayor no tuvo más remedio que aceptarlo como solución.

–Tiene que tenerlo a mano, señor. Nunca se sabe cuándo puede quedarse sin energía para encender esos bonitos motores. –Un cabo desamarró la cruiser, los dos Mercury giraron paralelos y la fueron alejando de la autoridad.

Hans había atado el extremo de un cabo a una pequeña cruz que coronaba la lápida de su padre y en el otro extremo había atado su machete. Pensó que tres metros de diámetro estaban bien para marcar un círculo con el improvisado compás y empezaron a cavar los cincuenta centímetros que había sugerido Esteban para los cimientos. El cuidador del cementerio se acercó tranquilo, como para que no se notara que era portador de inconvenientes.

–No se puede, Alemán. No se puede. –Dijo con la mirada en el arroyo.

–¿No se puede qué? –preguntó El Alemán, interrumpiendo una palada que había encontrado agua.

–No se puede cambiar nada en el cementerio. La justicia de Gualeguaychú está investigando un fato raro de los años setenta. Unos muertos sin nombre. Vos sabés… –Se conocían con el cuidador, no porque Hans fuera muy asiduo al cementerio, sino porque a los dos les gustaba tomar alguna copa en el bar de Suárez, al costado de la villa.

–¿Y por qué no me avisaron en la municipalidad cuando pedí permiso?

–Me enteré hace tres días. Un periodista hizo una investigación; anduvo preguntando. Van a venir los de Antropología forense, unos capos…

El Alemán se dio cuenta que eso no terminaba en unos pocos días. Además, si el agua afloraba apenas se hundía la pala, ¿cómo se solucionaba? Caminó hasta la Tres muñecas, anduvo revolviendo cosas y finalmente volvió a la tumba con un plástico negro con el que cubría la embarcación cuando la lluvia era demasiado fuerte.

–Tapemos bien el cemento, si se moja y fragua, cagué –le dijo a Esteban. El plástico alcanzó para cubrir todo y terminaron la tarea con cuatro ladrillos en las puntas y dos en la cumbre de la nueva montañita.

–Yo te aviso cuando este asunto termine, –dijo Juan, casi disculpándose. Hans puso una mano sobre el hombro de su amigo: Vamos a chupar algo a lo de Suárez; dejá la Bibi acá, está bien cuidada. El uruguayo buscó un porta-documentos en su lancha y los dos subieron a la trucker de Hans. La embarcación tenía el mismo nombre que la posada, pero el oficial de prefectura que hizo los papeles se tragó el artículo. El arranque instantáneo del 90 HP y el ruido sordo le recordó lo bueno que sería tener, él también, un dos tiempos.

Un comentario del uruguayo cortó el silencio de lo que iba a ser un breve recorrido por las aguas crecidas. Hans desvió ligeramente el rumbo para alejarse de la derrota de una canoa que cruzaba el arroyo. Una mujer humilde de las islas hundía con pericia los remos y sobre la tabla cercana a la proa, una chica de unos quince años abrazaba a un bebé y procuraba taparle la cabecita con una frazada. Los que tenían auto usaban una de las dos balsas que hacían el servicio no muy lejos de donde estaban.

Los milicos tiraban a los subversivos desde helicópteros o desde aviones. Los tiraban vivos. Entre el Bravo y el Martínez. ¿Nunca escuchaste esas historias? –El alemán movió la cabeza para los costados y estiró la boca como negando o dudando, pero mientras el amigo seguía hablando recordó una charla entre sus padres, cuando hacía poco que habían comprado la casona de los húngaros y todavía dudaban sobre qué hacer con ella. Helmut le decía a su madre que habían encontrado cerca de la escuela 22 un barril lleno de cemento con un cadáver adentro y del que sólo afloraba la cabeza. Y que lo habían enterrado cerca de la escuela, con barril y todo porque no tenían herramientas para sacar el cuerpo. Que avisaron a la policía y que allí les dijeron que se callaran muy bien la boca. Su mamá se había enojado con Helmut, le reprochaba que se metiera en asuntos ajenos, pero su padre se había defendido diciendo que él no tenía nada que ver, que se había enterado en el boliche.

–Empezaron en el Río de la Plata y los cuerpos aparecían boyando en las costas de mi país. Los milicos uruguayos se quejaron a los milicos argentinos, que inventaron un par de boludeces como que los muertos eran unos chinos que se habían amotinado en un barco pesquero. Entonces eligieron el delta, más de trescientas mil hectáreas de montes, de pantanos, de ríos…

–Vos leés mucho, uruguayo; yo te diría que demasiado.

–Y vos mirás demasiado cerca, Alemán. Hay otro delta.

Quién es Carlos Hugo Sánchez

♦ Nació en la provincia de Buenos Aires, Argentina, en 1954.

♦ Recibió varios premios, entre los que se destacan el Salón del libro Iberoamericano (Gijón), el Concurso Internacional Juan Rulfo (1999, RFI, París), la Mención Honorífica del Premio Casa de las Américas (Cuba, 2001) y el 2º Premio del Concurso de Cuentos Victoria Ocampo (2004).

♦ Tres novelas de su autoría permanecen inéditas.

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