Como si tuviera una antena con el presente, el francés Michel Houellebecq ha ido tocando temas que hacen al mundo en que vivimos. Trató la “guerra de los sexos”, criticó -a través la ficción- la contracultura de los años 60 y la islamización de la sociedad europea. Ahora, con Aniquilación -que acaba de salir como libro electrónico en español- se planta frente a lo que considera la decadencia de Occidente y plantea una salida que puede ser soprendente en un personaje “maldito”: la compasión, el amor. Aquí, el arranque de la novela.
Aniquilación (Fragmento)
Algunos lunes de los últimos días de noviembre, o de principios de diciembre, tenemos la sensación, sobre todo si uno es soltero, de estar en el corredor de la muerte. Hace mucho que las vacaciones han pasado y el nuevo año está todavía lejos; la proximidad de la nada es inhabitual.
El lunes 23 de noviembre, Bastien Doutremont decidió ir al trabajo en metro. Al apearse en la estación de Porte de Clichy, vio enfrente la inscripción de la que le habían hablado varios colegas los días anteriores. Eran un poco más de las diez de la mañana; el andén estaba desierto.
Se fijaba desde la adolescencia en los grafitis del metro parisino. A menudo los fotografiaba con su iPhone anticuado: debían de ir por la generación 23, él se había quedado en la 11. Clasificaba las fotos por estaciones y por líneas y les destinaba muchas carpetas en su ordenador. Era una afición, si se quiere, pero él prefería la expresión en principio más suave pero en el fondo más brutal de pasatiempo. Uno de sus grafitis preferidos era, de hecho, aquella inscripción con letras inclinadas y precisas que había descubierto en medio del largo pasillo blanco de la estación de Place d’Italie, y que proclamaba con energía: «¡El tiempo no pasará!»
Los carteles de la operación «Poesía RATP», con su muestrario de necedades insulsas que durante un tiempo habían invadido el conjunto de las estaciones de París, hasta extenderse por capilaridad por algunos convoyes, habían suscitado en los usuarios reacciones múltiples de cólera desquiciada. Así, él había recogido en la estación Victor Hugo: «Reivindico el título honorífico de rey de Israel. No puedo hacer otra cosa.» En la estación Voltaire, el grafiti era más bestial y angustiado: «Mensaje definitivo a todos los telépatas, a todos los Stéphane que han querido perturbar mi vida: ¡NO!»
En realidad, lo escrito en la estación de Porte de Clichy no era un grafiti: con letras gruesas y enormes, de dos metros de altura, trazadas con pintura negra, se extendía a todo lo largo del andén en dirección a Gabriel Péri-Asnières-Gennevilliers. Incluso al pasar al andén opuesto le había sido imposible encuadrarlo entero, pero pudo descubrir el texto íntegro: «Sobreviven monopolios en el corazón de la metrópoli.» No era nada muy inquietante, ni siquiera muy explícito; era, sin embargo, el tipo de cosas que podía provocar el interés de la Dirección General de Seguridad Interior, la DGSI, como todas las comunicaciones misteriosas, oscuramente amenazadoras, que invaden el espacio público desde hace unos años y que no se podía atribuir a ningún grupúsculo político claramente catalogado, y cuyos mensajes en internet, que él era el responsable de dilucidar en aquel momento, constituían el ejemplo más espectacular y alarmante.
Encima de su escritorio encontró el informe del laboratorio de lexicología: había llegado en el primer reparto de la mañana. El examen hecho por el laboratorio de los mensajes de muestra había permitido aislar cincuenta y tres letras, caracteres alfabéticos y no ideogramas; los espaciados habían permitido distribuir estas letras en palabras. Después se habían esforzado en establecer una biyección con un alfabeto existente y habían hecho su primera tentativa con el francés. Inesperadamente, parecía posible que correspondieran: si a las veintiséis letras de base se añadían los caracteres acentuados y los provistos de una ligadura o una cedilla, se llegaba a cuarenta y dos signos. Tradicionalmente se inventariaban además once signos de puntuación, lo que daba un total de cincuenta y tres signos. Así pues, afrontaban un problema de desencriptado clásico, consistente en establecer una correspondencia biunívoca entre los caracteres de los mensajes y los del alfabeto francés en sentido amplio. Por desgracia, al cabo de dos semanas de esfuerzo, estaban en un callejón sin salida: no se pudo establecer ninguna correspondencia mediante ninguno de los sistemas de encriptado conocidos; era la primera vez que esto sucedía desde la creación del laboratorio. Difundir en internet mensajes que nadie lograría leer era obviamente una acción absurda, por fuerza tenía que haber destinatarios, pero ¿quiénes?
Se levantó, se preparó un café solo y se plantó ante el ventanal con la taza en la mano. Una luminosidad cegadora reverberaba sobre las paredes del tribunal de primera instancia. Nunca le había visto ningún mérito estético especial a aquella yuxtaposición desestructurada de paralelepípedos gigantescos de cristal y acero que dominaba un paisaje embarrado y lúgubre. De todas formas, el objetivo perseguido por sus diseñadores no era la belleza, ni siquiera realmente el encanto, sino la ostentación de una determinada pericia técnica, como si se tratara ante todo de dejar boquiabiertos a eventuales extraterrestres. Bastien no había conocido los edificios históricos del número 36 del quai des Orfèvres, y en consecuencia no sentía ninguna nostalgia, a diferencia de sus colegas más mayores, pero no había más remedio que admitir que el barrio del «nuevo Clichy» evolucionaba día tras día hacia el desastre urbano puro y simple: el centro comercial, los cafés, los restaurantes previstos en la planificación inicial nunca habían llegado a existir, y relajarse fuera del ámbito laboral durante la jornada se había convertido, en los locales nuevos, en algo casi imposible; en cambio, no había ninguna dificultad en aparcar.
Unos cincuenta metros más abajo, un Aston Martin DB11 entró en el aparcamiento de los visitantes; o sea que Fred había llegado. Era un rasgo extraño, en un geek como Fred, que lógicamente debería haber comprado un Tesla, aquella fidelidad a los encantos obsoletos del motor de explosión; a veces se quedaba minutos enteros soñando despierto, arrullado por el ronroneo de su V12. Al final se apeó y cerró la portezuela con fuerza. Con los protocolos de seguridad de la recepción, tardaría diez minutos en aparecer. Esperaba que Fred tuviera noticias; a decir verdad, era incluso su última esperanza de poder informar de algún progreso en la próxima reunión.
Quién es Michel Houellebecq
♦ Nació en Isla de la Reunión, en Francia, en 1958.
♦ Es poeta, ensayista y novelista, «la primera star literaria desde Sartre», según se escribió en Le Nouvel Observateur.
♦ Publicó las novelas Ampliación del campo de batalla, Las partículas elementales, Plataforma, El mapa y el territorio, Sumisión y Serotonina. Entre sus libros también se encuentran H. P. Lovecraft, Lanzarote, El mundo como supermercado, Enemigos públicos, Intervenciones, En presencia de Schopenhauer; y los libros de poemas Sobrevivir, El sentido de la lucha, La búsqueda de la felicidad, Renacimiento (reunidos en el tomo Poesía) y Configuración de la última orilla.
♦ Houellebecq ha sido galardonado con el Premio Flore, el Premio Nacional de las Letras, otorgado por el Ministerio de Cultura francés, el Premio Novembre, el Premio de los lectores de Les Inrockuptibles y célebre Premio Goncourt. También obtuvo los prestigiosos Premio IMPAC, el Schopenhauer y, en España, el Leteo.
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