El desafío que presentó este libro fue contar Argentina, al menos sus últimos ciento diez años, desde el margen. A través de hechos olvidados, ignorados o no suficientemente valorados pero que muestran facetas irrefutables de Argentina y de nosotros, sus habitantes. La competencia para ingresar al elenco de historias del libro fue intensa. En Argentina los casos que podrían tildarse de bizarros (en su acepción coloquial: extraño, raro, extravagante, cringe) son demasiado numerosos.
La selección, queda claro, no es taxativa. Y, como corresponde a un libro de estas características, fue arbitraria. Elegí historias que fueran llamativas en sí mismas, que autónomamente permitieran una narración atrapante. Que cubrieran el arco temporal del último siglo y la variedad temática. Pero, también, procuré que entre ellas hubiera un hilo, casi invisible, que las conectara: aunque a simple vista pareciera que hablan de temas diferentes, dialogan unas con otras. De todas maneras no están explicitado el hilo; espero que esas conexiones las haga el lector, sin bajarle línea, sin conclusiones obvias y sin moralejas que subrayen lo evidente. Show, not tell dirían los narradores norteamericanos.
Aparecen Gardel, Maradona, Messi, Borges, nuestros mitos. Hay hechos bochornosos, graciosos, trágicos, catástrofes, leyendas, grandes personajes, personas nefastas. Pícaros, impunes, corruptos, presidentes truncos, asesinos, nazis por todas partes, algunos héroes, varias víctimas, personajes legendarios y hasta un marciano por parte de madre y un animal prehistórico. Muchas de las características que nos definen (o que creemos que lo hacen) están presentes: la picardía criolla, los campeones morales, el reino de la improvisación, el ingenio, la ambición (desmedida), la tragedia, el humor.
Argentina Bizarra es parte de una colección continental de Editorial Planeta que tuvo origen en México Bizarro de Alejandro Rosas y Julio Patán. Simultáneamente con el de Argentina salen las versiones locales en Perú, Colombia y Chile.
Ricardo Piglia escribió que “todo era tan insólito que seguro era cierto”. No hay mejor manera de resumir este libro, las historias que lo habitan.
Nuestro país es el reino de la hipérbole, de lo exagerado, es la tierra en la que la paradoja se hace presente en cada esquina. En Estados Unidos existen muchos libros que traen como subtítulo “El día que los derechos civiles/el básquet/el béisbol/la política/la televisión, etc (ponga el rubro que quiera) cambió para siempre”. Una bajada de impacto, algo exagerada pero que debe resultar efectiva en términos de marketing, de llamar la atención sobre el texto. Pero en nuestro país, un hipotético El día que Argentina cambió para siempre podría ser una colección enorme de libros. Si fuera una serie en la web encontraríamos El Día que Argentina cambió para siempre temp 12 episodio 6.
Un odontólogo trucho casi mata a Perón por envenenamiento; cinco mil personas se reúnen en la laguna de Chascomús para recibir a una nave marciana; otros tantos buscan a Hitler en la Patagonia; un general da un discurso presidencial desde el balcón de la Casa Rosada pero nunca puede asumir; otro no encuentra la llave para ingresar al despacho y mientras insulta, es primereado por una jura (ajena) a diez cuadras de distancia; un Presidente se da cuenta de que dejó de serlo cuando el mozo no le lleva los cafés que pidió; y está, también, el que debe renunciar porque se tropieza camino a su escritorio; una comitiva digna de la Armada Brancaleone busca a un plesiosaurio; un boxeador pelea por el título del mundo y las indicaciones las recibe a través de dibujitos que le envía su entrenador a más de 10.000 kilómetros de distancia; la caída del mayor ídolo popular de la historia significa el encumbramiento mundial de un personaje oscuro; una dama de la sociedad se queda con la capa de la Reina de España y está a punto de provocar un escándalo diplomático; una doctora desaparece misteriosamente mientras más de cuarenta internos reaparecen sin explicaciones; un comisario allana albergues transitorios y llama por teléfono a los cónyuges engañados; el cuerpo de Gardel viaja en burro, carreta, en hombros de varias personas, camión, avión y barco hasta llegar a la Argentina en un periplo de 45 días digno del realismo mágico; el mayor actor cómico del momento profetiza su trágico final una década antes de que se produzca. Y muchas otras historias más.
Algunas de estas historias son casi desconocidas, otras tuvieron más difusión. Las más conocidas no sólo están presentes pensando en los lectores más jóvenes, los que no vivieron el momento. Están contadas en detalle, con sus matices porque reconocer esas minucias, las pequeñas alternativas, esas que con el tiempo tendemos a olvidar, es lo que permite entender por qué sucedieron pese a lo insólito de las circunstancias. Algunos de estos sucesos son imposibles de resumir en una línea, porque dentro de ellos los eventos insólitos y desencajados se presentan como mamushkas, unos dentro de otros en una sucesión inverosímil.
Busqué temas en mi memoria, en mis archivos, en libros muy variados. Muchas veces fui a buscar la historia detrás de un título, de una frase. La intuición me indicaba que esa frase perdida contenía algo digno de ser contado. Algo a lo que valía la pena acercarse, contextualizar, llenar de detalles que habían quedado relegados. Las hemerotecas fueron un aliado imprescindible (si alguien me pidiera un consejo para un periodista joven sólo le diría: no está todo en Google), allí en grandes titulares, recuadros perdidos o al menos entrelíneas encontré las claves que me permitieron entender y acercarme a estos episodios. Y comprender cómo y por qué sucedieron.
El libro puede ser muchos a la vez. Una historia de la impunidad, una geografía de lo insólito, una compilación de momentos bochornosos, un manual de lo inconcluso y lo trunco, una anatomía del fracaso, un compendio de personajes fascinantes, un tratado sobre nuestra facilidad demencial para naturalizar lo imposible. La marca común de las casi sesenta historias, probablemente, sea la desmesura, lo fuera de escala.
“Argentina bizarra” se presenta este jueves 16 a las 19 en Eterna Cadencia (Honduras 5574, Buenos Aires). Matías Bauso conversará con Gabriela Cociffi, Andrea Calamari y Marcelo Panozzo.
“Argentina bizarra” (fragmento)
Si nos propusiéramos resumir la vida argentina durante el siglo XX en imágenes, bastaría con unas pocas paradigmáticas. No dejarían a nadie impasible. En cualquier argentino suscitarían, según el caso y la persona, emociones, enojos, orgullo o nostálgicos recuerdos. Gardel cantando Por una cabeza desde la cubierta de un barco, Eva hablando desde el balcón, el rostro del Che con su mirada honda y su barba profusa, el grito crispado de los integrantes de la junta militar en el palco del River, los pañuelos blancos de las Madres, Maradona desparramando ingleses, Borges caminando con paso dubitativo por Maipú, escenas callejeras del año 2001 (allí terminó nuestro siglo XX), Charly sobre el escenario de Ferro.
Este breve listado de íconos imprescindibles de la historia popular argentina reciente luciría incompleto si no se incorporara el atributo físico más característico del líder popular que, con su estilo pendular (y sus presencias y ausencias), rigió los destinos políticos del país por más de cuarenta años: la sonrisa de Perón.
Esa sonrisa única consiguió lo imposible: conquistó multitudes, convenció a los más encumbrados personajes mundiales y cautivó a mujeres, hombres, niños y niñas.
Perón siempre fue consciente de que ese era su rasgo físico más llamativo. Tal vez por eso se preocupó mucho cuando, a mediados de 1948, comenzó a tener problemas con su dentadura. El tema fue motivo de grandes cavilaciones en su círculo íntimo. Podríamos decir que casi pasó a ser una cuestión de Estado.
El doctor Ricardo Guardo era presidente de la Cámara de Diputados, uno de los hombres de mayor confianza de Eva y, además, odontólogo. Fue el primero en ser consultado. Recomendó extraer todas las piezas dentales flojas y en mal estado para reemplazarlas por prótesis. De esta forma, decía enarbolando sus conocimientos odontológicos, la sonrisa todopoderosa recuperaría su brillo original.
Parecía que esa era la solución que se iba a tomar. Pero la cuestión, como le produjo algunos inconvenientes a Perón en sus labores y lo obligó a modificar algunas rutinas, fue conocida por otros que trabajaban con el General. Y, como en todo gobierno, en ese también había luchas intestinas, internas silenciosas (y no tanto), odios, celos, tensiones y maniobras por posicionarse en el lugar más cercano al presidente. Miguel Miranda, ministro de Hacienda, mantenía una ostensible enemistad con Guardo. El tema le pareció ideal para sacar una ventaja en esa disputa.
Apenas se enteró del problema de Perón y de que Guardo iba a aportar la solución —el otro candidato era Cámpora, también leal hasta la obsecuencia y odontólogo (el primer peronismo y los odontólogos, un posible paper cuyo subtítulo podría ser «¿Ortodoxia u ortodoncia?»)—, recordó que, en un asado, le habían hablado de alguien que había desarrollado una técnica novedosa para solucionar problemas dentales. Mandó a uno de sus asistentes a averiguar quién era ese médico milagroso. Cuando tuvo el dato, le acercó al presidente la propuesta. Se preocupó de hacerla parecer atractiva. Y, sin mencionarlo, menospreció a Guardo y sus métodos anticuados y tradicionales.
Miranda se comprometió a traer al país a una eminencia que había descubierto, muy recientemente, un procedimiento curativo revolucionario. Ya no era necesario sufrir. El método no era doloroso ni requería extracción alguna. El ministro de Hacienda le dijo a Perón que, si lo aprobaba, él lo mandaba a buscar. El presidente pareció encantado. Y le dijo que no se preocupara, que él iba a solventar los gastos de traslado desde Estados Unidos de la eminencia. No era para menos, se trataba de una causa nacional: estaba en juego la sonrisa de Perón. Miranda le dijo que de ninguna manera, que invitaba él, que era un honor traer al prestigioso odontólogo desde Bolivia. Perón comentó, con algo de desconfianza, que no sabía que en Bolivia la odontología tuviera un desarrollo notorio. Miranda —de su boca solo salían certezas— lo tranquilizó: «Este tipo es un genio, presidente».
Vale la pena que nos apartemos un momento de este curioso relato y nos preguntemos por qué un ser complejo, calculador e inteligente como Perón se mostraba en ocasiones tan ingenuo y propenso a aceptar, sin más, soluciones tan disparatadas.
Aunque en este caso existan evidentes atenuantes: el temor ancestral de gran parte de la población hacia los dentistas y el dolor que significaba ir a su consulta en esos años (tampoco había demasiada conciencia de la importancia de la higiene bucal).
El sistema aplicado por el odontólogo del altiplano era —hay que reconocerlo— seductor. Solo consistía en la aplicación de un par de inyecciones intramusculares, para luego cubrir con una sustancia blanca los dientes deteriorados. De esa manera, se reconstruirían las piezas dentales. Tan solo eso produciría el milagro: devolverle al líder una prístina y sana sonrisa.
Eso sí: el procedimiento era costoso. Pero, claro, valía la pena. La conservadora propuesta de Guardo quedó relegada. Miranda sonreía satisfecho. Había ganado una batalla importante. Y el presidente de la Cámara de Diputados estaba en un callejón sin salida. Lo que él tenía para ofrecer era menos atractivo. Y si insistía, parecería que quería imponer su idea. Además, la extracción de las piezas, la construcción de las prótesis y el acostumbramiento de la boca a las mismas insumirían mucho más tiempo que la intervención del dentista boliviano.
El odontólogo fue recibido bajo el mayor de los secretos. La orden a los de ceremonial era darle el trato de un primer mandatario extranjero y saciar cualquier capricho o pedido que tuviera. Sus honorarios fueron depositados de antemano.
El encuentro con Perón fue rápido y tal cual se lo habían descrito. No hubo dolor, ni siquiera perdió mucho tiempo. Tras el fugaz tratamiento, el dentista boliviano debe haber imaginado un porvenir brillante. Visualizó su futuro exponiendo en los grandes congresos internacionales y, por qué no, hasta con algún ministerio en su país o en Argentina —el rival menos pensado de Ramón Carrillo—. Y, si a todos les cobraba honorarios como estos, en un futuro no demasiado lejano sería millonario.
Poco duraron las ilusiones de todos. Del dentista, de Miranda y de Perón. Unos días después, el general comenzó a sentirse mal, las descomposturas eran cada vez más frecuentes. Estaba debilitado, con náuseas, dolores en el cuerpo y había perdido peso.
Los médicos se desesperaban porque eran incapaces de dar con las causas de los molestos y persistentes síntomas. Probaron con todo lo conocido. La dieta era estricta, pero pasaban los días y la situación intestinal empeoraba. Hasta ese momento nadie pensó en el odontólogo, su pericia parecía estar fuera de sospecha. Pero, tras descartar el resto de las posibilidades, uno de los doctores pidió que le describieran en detalle en qué consistía ese revolucionario método odontológico.
En este punto los relatos se dividen. Algunos dicen que lo fueron a buscar. Otros, que se dio la casualidad de que, en esos días, se celebraba en Buenos Aires un simposio internacional de odontología y aprovecharon para consultarlo. Lo cierto es que se recurrió a una de las mayores eminencias mundiales: el doctor Stanley Tylman.
Al examinar la boca del primer mandatario, el facultativo norteamericano no pudo dar crédito a lo que estaba viendo. Empezó a gritar en inglés, mientras miraba los dientes de Perón. Casi nadie sabía el idioma en la sala, pero habían tomado la precaución de tener un intérprete a mano. Todos lo miraban. Esperaban que se expidiera como si se tratara de un médium. Tylman bufaba y se mostraba indignado. Hablaba encima del intérprete, que no daba abasto para traducir el fárrago de frases del norteamericano. En un momento, sobrepasado, hasta se calló. «¿Qué dijo? ¡Traduzca, carajo!», le gritaron. Explicó, suavizando los dichos originales, que Tylman decía que el anterior dentista era un criminal.
La sustancia blanca milagrosa solo era una especie de cemento altamente tóxico que estaba provocando un progresivo envenenamiento que hacía avanzar a pasos agigantados la infección bucal y que, en pocas semanas, hubiera provocado la muerte del presidente. El tratamiento odontológico revolucionario estuvo a punto de convertirse en un magnicidio.
La solución fue todavía un poco más drástica que la propuesta inicial de Guardo. Pero, a esa altura, era el único camino a tomar. Hubo que reemplazar casi toda la dentadura de Perón por una prótesis. Y las adhesiones y el fervor inicial que produjo el odontólogo boliviano trocaron en escarnio. Inmediatamente, le revocaron su licencia para ejercer la profesión en nuestro país.
Sin embargo, faltaba una sorpresa más. El guionista de Argentina todavía tenía un punto de giro en la historia. Alguien indagó en los antecedentes del odontólogo y descubrió que nunca se había recibido en su tierra natal y había comprado el título para poder ejercer. Reconozcamos en este hombre a un pionero. El de los profesionales truchos en el país.
El día que filmen su biopic, el título podría ser: El hombre que casi mata a Perón.
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