Con la sensibilidad más aguda que nunca, los guiños sociológicos que son su marca de estilo y probándose el traje de la novela-total, Houellebecq vuelve a pintarnos el paisaje descarnado de los días que nos tocan. Sagaz gambeteador por entre los entresijos y repliegues del star system literario, arte y parte de estrategias mediáticas varias y ganador del prestigioso Premio Goncourt por su celebrada El mapa y el territorio, Michel Houellebecq (1956) reconfirma su talento y se supera con un libro monumental, tour de force que deja en claro su estirpe de gran escritor, uno de los ineludibles del nuevo milenio.
Aniquilación (Anéantir), su nueva obra —la más “terminal” de todas sus novelas— dialoga con su libro acaso más inquietante, Las partículas elementales, que a finales de los noventa optaba por un mundo posthumano y por señalar los desastres de la Historia y las mutaciones sociales, culpables de toda devastación.
Ahora el mal no anida en mayo del 68 (que supuestamente había abierto fatalmente la caja de Pandora a todos los libertinajes), sino la mismísima Revolución Francesa, sempiterna obra de Satán, cuyo alcance aún hoy reverbera desde la imagen de una guillotina que aparece sorpresivamente, en toda la “belleza” de su mecanismo, a pocas páginas del comienzo de este nuevo opus, a propósito de un ciberataque que muestra en video viral la decapitación de un ministro. Todo tiene que ver con todo.
Este Houellebecq igual a sí mismo pero cambiado, con su característico chisporroteo mordaz pero en tono sublime, nos propone ahora, en plena madurez, un horizonte que trae consigo, a sabiendas del colgajo que es todo nuestro presente, una verdad ancestral y humana que acaso sea capaz de rescatarnos sin necesidad de clones ni eugenesias. Si nuestra sociedad envalentonada y progre se desangra en la soledad de todo hombre contemporáneo, en este caso, el personaje del alto funcionario Paul Raison —que con sarcasmo lleva impresa la razón en su apellido— se debate en un concienzudo masculleo que es la forma que el macho occidental rumia su desgracia a modo de larga y meditada resignación. En esta novela Houellebecq riza una vez más uno de sus leitmotiv más obsesivos: el ocaso de la masculinidad heteronormativa en personajes de más de cincuenta.
El objetivo de Houellebecq es desenmascarar las mañas de un progresismo y sus contradicciones de nuevo rasgo: ¿cómo conciliar ecologismo y consumo? ¿cómo armonizar un hedonismo descarado y los deseos de un mundo más sustentable?
Aristóteles decía que la tragedia no anida en las acciones luctuosas, ni en la caída soberana de los héroes, sino en una majestuosidad que debe darse en la perfecta ligazón de las escenas hasta el catártico efecto final: si esta novela merece nuestra lectura es, sobre todo, porque las últimas y conmovedoras doscientas páginas —de un libro de más de setecientas— definen a través de un destino humano todo un clima de época que, aunque transido de dolor, alienta un desafiante llamamiento: acaso sólo la compasión nos salvará.
¿Qué le pasó a Houellebecq?
Houellebecq es el escritor de las contradicciones del capitalismo, de las tensiones contemporáneas que, ya lejos de la posmodernidad, promueve una literatura para las nuevas modernidades: exceso de consumo, individualismo economicista y culturas massmediáticas. Su literatura irrita porque nos muestra, como en un espejo deformante o de curvaturas peligrosas en un parque de diversiones, un modernismo radicalizado donde observar las paradojas del hoy, acaso irreconciliables.
El objetivo de Houellebecq es desenmascarar las mañas de un progresismo y sus contradicciones de nuevo rasgo: ¿cómo conciliar ecologismo y consumo? ¿cómo armonizar un hedonismo descarado y los deseos de un mundo más sustentable?
Vivimos una época de miedo entre el consumo lúdico-libidinal de masas y la atomización social, entre los peligros de las derechas acechantes y la destrucción de los valores morales judeocristianos, entre la apología de la juventud y el agotamiento de los placeres.
Si lo que nos espera es un apocalipsis seco, su prosa distante y glacial, ese “lenguaje promedio” de Houellebecq, su lengua apática y distendida, son el credo donde leemos con inquietud un final anunciado. En el nuevo régimen del arte el escritor que precisamos es uno bien diabólico como Houellebecq, con los radares bien alertas para captar los signos del hoy. Si el avance de las ciencias posibilita mutaciones imprevisibles, la literatura del autor de Serotonina narra ese primer momento en que el hombre teme ser sobrepasado por aquello que ha creado; así es como Houellebecq exalta el síntoma del espíritu humano.
La hora de la redención
Como una suerte de prostituta redimida, el autor francés más leído del mundo nos estaría proponiendo ahora, en su octava novela, una “solución” al drama de los tiempos que corren, apelando a una suerte de cristianismo residual que, aunque ya muy limitado en sus maneras, estaría corriendo aún fértil por la savia de una sociedad que de tan inerte vuelve su mirada hacia el valor intrínseco de la misericordia, única salvación ante el absurdo del mundo.
Nunca la producción de Houellebecq acudió con tanto énfasis al cobijo tutelar de los existencialistas. Si Schopenhauer y Nietzsche deambulan por estas páginas, ahora Sartre y Camus sobrevuelan rampantes haciendo de Aniquilación una gran “novela de la conciencia”, buscando codearse con La condición humana (1933), tutearse con La náusea (1938) y pidiendo a gritos un lugarcito al lado de Crimen y castigo (1866): consignemos que uno de los antiguos compañeros de universidad y único amigo de Raskolnikóv en el clásico ruso es Dmitri o Razumijin, es decir otro personaje llamado Razón (rázum).
Toda la novela es entonces el lamento por ese mundo que el padre encarnó y que ya no existe.
La novela por entero, más allá de sus subtramas finamente anudadas, llora desde el vamos el mal que aqueja al padre del protagonista, patriarca triunfante reducido a la nada por un vulgar ACV y es, además, una soberbia elegía en torno a la generación de los babyboomers: la última que podría ufanarse de haber creado un mundo y dárnoslo después. Toda la novela es entonces el lamento por ese mundo que el padre encarnó y que ya no existe, abriendo así el significado profundo a la pérdida de toda Ley, pero también a las añoranzas de un Dios que aunque muerto, persiste.
Paul Raison, aunque más no sea por “razones” familiares, vuelva a su casa de infancia en Belleville-en-Beaujolais, se reencuentra con sus hermanos Cécile y Aurélien, recupera intimidad con su mujer Prudence y va en determinadas ocasiones a misa no tanto por la ceremonia en sí sino por la silenciosa red de confraternidad humana con foco en las mujeres que allí se convocan, reinventando la comunidad que acaso somos y que se refuerza ante los dramas que nos igualan. Paul y su cogito estarían aprendiéndolo: “El corazón tiene razones que la razón desconoce”.
¿Estoy leyendo Houellebecq o un melodrama?
Aniquilación narra en siete partes, a través de los devaneos de una familia encarnada en un hijo y un padre que se desmoronan, “la marcha de la Historia” y la destrucción pausada de Occidente. Con el marco de una honda nostalgia por los tiempos idos, el texto es también el despliegue de reflexiones sobre la agenda del más puro hoy: los cambios en la alimentación, el fatal aumento de la edad poblacional, la negación de la vejez, el problema filosófico del suicidio, la tentación de la eutanasia, el fenómeno de los asexuados o, en definitiva, de un único megatema: la fatal impermanencia de todo.
Raison es el hombre de confianza de Bruno Juge, ministro de Economía y Finanzas (acaso inspirado en el ministro Bruno Le Maire) que se postula a las elecciones presidenciales en competencia con Benjamín Sarfati (acaso inspirado en la figura televisiva de Cyril Hanouna), presentador-estrella de un exitoso talk-show. Un thriller político permea la obra, pero no quita su eje del drama central.
No faltan ni son mero relleno las secuencias con cuestiones geopolíticos, espías y atentados “anarcoprimitivistas”, y, en particular, un trasfondo ominoso en clave hermética que el lector argentino bien podría ligar al brujo López Rega, nuestro “hermano Daniel” y su libraco Astrología esotérica, que —con diagramas diabólicos y secretos zodiacales— abrió las fauces del infierno de nuestros sangrientos ‘70.
Códigos indescifrables y falsos videos, extremistas que dominan la tecnología, cargueros chinos saboteados, ataques a barcos migrantes o la explosión de un banco de semen en Dinamarca florean el caso a los fines de remitir al mundo a un estado precámbrico. Sin embargo y junto a todo esto, huelga decir que Aniquilación es principalmente un gran libro sobre la enfermedad: la de los protagonistas en un desgarro silente y la de la Francia decadente y sumida en un tembladeral electoral datado en un inminente 2027 que desnuda sinrazón y podredumbre.
“Usted es un romántico perdido en un mundo que se ha vuelto materialista”, le dijo Macron a Houellebecq. Acaso en la página final de los agradecimientos, en los que el autor reconoce el aporte médico a la construcción de una verosimilitud pasmosa y a un saber técnico que lo pone en parangón con el afán flaubertiano en busca del término justo, Houellebecq parecería responderle al presidente recién reelecto y a sus muchos lectores siempre del lado de un pesimismo muy a la Cioran como otra forma de romántica desesperación: “Acabo de llegar por casualidad a una conclusión positiva: ya es hora de parar”.
Houellebecq lo hizo de nuevo.
* Walter Romero es Presidente Asociación Argentina de Literatura Francesa y Francófona AALFF y está a cargo de la cátedra de Literatura Francesa en la Universidad de Buenos Aires.