Todo lo que cuento en Efectos personales es verdad. Pero no tiene nada que ver con la realidad. Si todas las personas que viven un mismo acontecimiento lo contaran no habría dos versiones iguales. No se trata de mentir o de inventar; hay matices en la experiencia, puntos de vista, y sobre todo están las palabras que se eligen.
Muchos años después del suicidio de mi mamá -eso, para el morbo lector, pasó en la vida real- pude escribir sobre el tema. Si es importante o no que haya pasado en la realidad y que los personajes hayan dicho o hecho las cosas que el libro dice que hicieron es algo que no me preocupa. No creo en la literatura del yo ni en los debates en torno a ella, ni creo que exista ni que no exista. Como cuentan que dijo Flaubert: Madame Bovary soy yo, y creo que aunque unx escriba una novela sobre marcianos, la propia subjetividad -atravesada inexorablemente por la propia experiencia- ahí se cuela.
Recién hace un par de años, en plena cuarentena estricta, pude volver a escribir sobre el suicidio de mi mamá. Los días previos, los posteriores, los rastros que había dejado, tratando de reconstruir una escena que no figuraba en el guión de mi vida. Lo había intentado otras veces con malos resultados: me salía feo. No me desparramaba en lágrimas ni me atragantaba la angustia. Salía cursi, con lugares comunes, pegoteado. Era una cuestión estética.
Tuvo que pasar bastante tiempo. Quizás no lo elabore nunca, pero ahora estaba en un lugar donde lo podía manipular un poco con el lenguaje como para ponerlo afuera. En un libro. Entonces empecé, casi sin darme cuenta. Aunque esta es la tercera que publico, no sé escribir novelas. Escribo climas, escenas que se tejen en un hilo sin orden narrativo, sin clímax, sin estructura previa. Supongo que podría haberlo intentado, pero no quise. Escribí en el desorden de mi mente y en la turbulencia del lenguaje. Escribir, para mí, es entrar en trance.
Cuando escribo, sobre todo si es prosa, leo sobre el tema que trabajo. Investigo. Leí mucho sobre suicidio, textos teóricos y ensayos. Cuando escribí El matrimonio leí todo lo que pude encontrar sobre la cuestión, desde Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, hasta cuentos de Lorrie Moore. Ahora igual: leí acerca del suicidio en culturas antiguas, volví a Durkheim, a Marx, que tiene un libro sobre el tema, y al hermoso El dios salvaje de Al Alvarez. Todo eso se filtra en Efectos personales. Por eso, más que como una novela lo pienso como un ensayo autobiográfico si ese género existiera, y si hubiera que clasificarlo.
También, siempre, leo poesía. El lenguaje de la poesía tiende al infinito, dice Kristeva, porque en él pueden realizarse todas las combinaciones posibles del código de la lengua. Y lo que más me interesa en la literatura es esa exploración de montajes, unir palabras que no suelen convivir, alejarme de los lenguajes codificados que también existen en la literatura.
Hice un poco de detective y les pregunté a mis familiares más cercanos y queridos (mis tías, mi papá, mi hermana) cómo había sido para ellos el día que mi mamá dio un salto al vacío, como en un juicio con testigos. Cada cual tiene su relato, su versión. Algunos no pudieron decir mucho: que para mí sea tiempo de poder escribir sobre esto no quiere decir que lo sea para ellos. Una de mis tías me dijo que no sabía si alguna vez iba a poder escribir sobre eso, y que por eso estudiaba el Canto 101 de Catulo.
En esos días de cuarentena estricta y escritura entré en una bruma. Me aferré a las rutinas como a un andamio. A la noche les leía algunos capítulos a mis hijos, mis primeros editores. Quise guardar algo de distancia respecto a lo que contaba, ser medianamente aséptica, no juzgar. Traté de ser piadosa a la hora de escribir. Quise que el libro fuera leído como una redención, desde alguien que entiende que todos hacemos lo que podemos. No me salió, no sirve imponerse morales. Tenía mucha bronca y dolor. No se puede escribir con buenas intenciones.
“Efectos personales” (fragmento)
1
Hablar es perder siempre. A las nueve de la noche, como una tormenta que se larga de golpe, las personas salen a las ventanas, a los balcones, y aplauden. Es una costumbre que empezó en estos días para homenajear a los médicos que sostienen vivo al mundo. Pienso que también es un aplauso para nosotros mismos. Nos felicitamos con golpes de manos, un signo universal de celebración, algo tan ridículo como si tiráramos besos o repitiéramos una sílaba para manifestar que estamos contentos por lo que pasó tatatatatatatatata. Un día más en la tierra de edificios brotados de la locura automática. Buen día, esta es mi mesita de luz, esta es mi silla, mi taza, mi cama. Este es el piso donde tengo que pararme y caminar. Despertarse y reconocer lo que nos rodea es un trabajo diario.
Fue una noche blanca, estridente. Ese día de abril no me desperté porque no había dormido. A las 7 me bañé y llevé a los chicos a la escuela. Había clase abierta de música y la salita Conejos cantó una de Alfredo Zitarrosa. La voz grave del uruguayo se volvió un coro tímido de ardillas. Crece desde el pie, musiquita, decían con poquito aire, mientras la maestra marcaba los acordes con una guitarra criolla y movía los rulos de henna. Los chicos sacudían a destiempo cascabeles y toc tocs como una orquesta dodecafónica. Desde el pie crece, crece la musiquita disfónica.
Salí a la calle aturdida y me tomé un taxi a la comisaría donde había pasado la noche. Tenía que ir a llevar los documentos para retirar el certificado de defunción y los objetos personales. Cuando llegué a la avenida San Juan, mi papá ya estaba saliendo con la cáscara de mi mamá colgada del brazo, su campera vacía. En la otra mano tenía un bolso negro. El bolso que mi mamá había preparado, quizás la mañana anterior, para registrarse en un hotel del centro. ¿Tendría pensado dormir, pasar la noche? No sé qué llevaba en el bolso, no parecía muy lleno. En el hotel escribió dos cartas, habló por teléfono con algunas personas, le deseó feliz cumpleaños a mi papá y conversaron un rato. Ahora mi papá caminaba rápido. Fuimos directo al auto. Una puerta se cerró de golpe y pensé que de ahí en más todo lo repentino me iba a dar miedo.
Había que pasar por la morgue para reconocer el cuerpo. En el camino mi papá nos metió a mi hermana y a mí en un taxi y dijo que él se encargaba. El taxi me dejó en mi casa. El velorio iba a empezar recién por la tarde. Cuando entré a casa, la alemana que alquilaba la habitación de huéspedes me preguntó si podía conseguirle otra pasta de dientes, la que le había dejado en el baño le picaba. Le dije que sí mientras escuchaba lo que ella decía como la música deforme que habían cantado los chicos en la escuela un rato antes, como un himno nazi. Aturdía.
En la cocina había una carta. No era de mi madre, era de Isabel. Isabel trabajaba en casa cuidando a los chicos desde que mi hija era bebé. A mi hija la quería mucho porque era blanquita y rubia, me decía. Yo la había ayudado con un aborto, con una moto para el novio, y con su hija. Ella me había soportado durante el divorcio y la mudanza. Más temprano, antes de llevar a los chicos al colegio, la abracé. Le conté lo que había pasado, le dije que no hacía falta que viniera al velorio, que era muy triste todo y que mejor se quedara con los chicos, que la iba a necesitar muchísimo.
Gracias por todo, decía en un pedazo de papel de cuaderno Rivadavia escrito en lápiz. Isabel me dejó ese mismo día. Al revés que antes, cuando todo me pareció estridente y punzante, esta vez entré en una habitación acolchada por una cadena de palabras que sonaban parecido: estupor, sopor, vapor, tambor, olor, temblor, calor, valor, color, amor, dolor, amargor, sabor, error, mejor, peor, rencor. Estaba confundida. Mi mamá se había tirado de la ventana, o de un balcón, nunca supe. Aplausos para semejante espectáculo. Aplausos para ella que se animó a tirarse. Aplausos para nosotros que nos animamos a seguir viviendo. Aplausos todos los días, a las 21 horas, en ventanas y balcones.
2
Un cuerpo que cae adopta la velocidad de una fruta. Fruta pasada. Después del entierro nos fuimos a comer a una parrilla. Era una esquina barata en Villa Crespo y armaron una mesa larga. Primero trajeron los chorizos y las morcillas, como siempre. Íbamos picoteando el pan y nos reíamos, la ropa elegante que teníamos puesta iba a quedar con olor a grasa. Me di cuenta de que el cuerpo de mi mamá estaba roto.
Hasta ese momento la había pensado divina, como siempre, maquillada, ofreciéndome un bocadito, ¿No querés darles algo de comer a los chicos? No había sido fácil el entierro, como muchas veces en las historias, en la historia. Fosas comunes, no poder ir, como ahora en pandemia, cementerios superpoblados, tumbas vacías. Ese día éramos una cantidad elemental de deudos. Nosotras habíamos llevado un grabador medio berreta para pasar «She´s Leaving Home» mientras el cajón bajaba y el pizzicato de violín con el que empieza había salido en ralenti por las pilas gastadas. Otra vez la música deforme. She´s leaving home, ba, baaaaaaai. El rabino rezó el kaddish y nos cortó la ropa. Era parte de la shivá.
Nos acompañó un sol pobre. Tuve la sensación de que ahora era rica. Iba a heredar. Además del incordio de la muerte había otros problemas que traía el hecho de que mamá se hubiera suicidado. La mutual israelita no nos dejaba enterrarla en el lote familiar. Matarse es pecado. La religión no permitía que la enterraran en el cementerio donde estaba mi abuelo. Hubo que negociar con las autoridades y al final nos dejaron enterrarla en un borde, junto al muro. En la antigüedad, a los suicidas se los enterraba en las encrucijadas del camino para que sus almas se perdieran. Nunca fueron bien recibidos.
Quién es Marina Mariasch
♦ Nació en Buenos Aires en 1973.
♦ Es licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires y docente universitaria en la carrera de Artes de la Escritura (Universidad Nacional de las Artes).
♦ Ha escrito sobre temas culturales en diversos medios, como Rolling Stone, Clarín, Página/12.
♦ Publicó los libros de poesía coming attractions (1997), xxx (2001) y tigre y león (2005) en el sello editorial Siesta, que fundó y codirigió. Siguieron Encantada de conocerte (2016) y Mutual sentimiento (2018). Junto al colectivo feminista de literatura Máquina de Lavar publicó La pija de Hegel (2014). Ensayos suyos fueron publicados en diferentes volúmenes, como ¿El futuro es feminista? que firma junto a Mercedes D’Alessandro y Florencia Angilletta (2016). Sus novelas son El matrimonio (2011) y Estamos unidas (2015).
♦ Codirige con Fabián Casas La inquietud, programa de radio sobre literatura producido por el Ministerio de Cultura de la Nación.
♦ Integra Latfem.org y el movimiento Ni Una Menos, y es militante por los derechos humanos.
♦ Dicta talleres literarios y seminarios.
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