“Nunca fui de tener amigos. Con el río me bastaba”, dice la narradora de uno de los cuentos de La hora de las ratas, de la argentina Agustina Zabaljáuregui, editado por Notanpuan. En su primer libro, la guionista, periodista y tallerista porteña pone en tensión los límites entre lo humano y lo salvaje con un tropel de mujeres-rata, niños-cuervo y personas-perro que deambulan en estas historias repletas de extrañezas, abismos y oscuridades.
En la contratapa, la entrerriana Selva Almada da cuenta de los escenarios en los que Zabaljáuregui, con su prosa silvestre y permeada de monstruos, amalgama los extremos irreconciliables entre personas y animales, así como entre realidad y fantasía: “Las catacumbas del subte, un bosque allí donde termina la casa, el río que crece y que llama como un animal en celo. El libro como una casa encantada con muchas puertas que siempre pero siempre se abren al abismo de lo extraño. Seres desencajados y solitarios que forman una hermandad zombie que el libro, la casa, cobija. Porque la literatura es un poco eso: una habitación desconocida a la que llegamos en medio de una tempestad. Y hay un fuego encendido”.
Zabaljáuregui ganó el segundo premio del concurso Mujica Láinez 2018 con el cuento “Pies de Robot” y, con “Hermanas”, quedó seleccionada en Cuentos a la Calle, de UnaBrecha. Sin embargo, en los años previos a la pandemia, prefirió evitar un trabajo de oficina y, ante la necesidad, empezó a pasear perros. Esta experiencia, en principio ajena al oficio de escritora, influyó profundamente en los cuentos que por entonces estaba escribiendo, que hoy pueden leerse compilados en La hora de las ratas.
“Su mamá tenía mucha imaginación y siempre contaba historias con personajes inventados. Generalmente eran animales porque era lo que a Luna más le gustaba, más que otros mundos, más que la gente”, escribe la autora en el cuento que da nombre al libro. En La hora de las ratas, sin embargo, lo animal poco tiene de inventado. En la línea del mejor realismo mágico, lo salvaje se entromete entre los huecos de lo humano sin alterar la verosimilitud de la narración ni el orden establecido de la naturaleza.
Como sucede en “Hijo del río”, compartido más abajo, las anomalías llegan de la mano de la naturaleza para mostrar un relieve en la aparente llanura de las vidas de los protagonistas. En este cuento, la narradora da a luz a una extraña criatura anfibia después de bañarse en el río pero, a pesar de lo inexplicable del parto, la tensión no viene del pequeño monstruo sino del conflicto que se genera entre ella y su vecina por los cuidados del recién nacido. Este, sin embargo, lejos de buscar el cuidado maternal de ninguna de las dos mujeres, sólo encontrará refugio en la humedad y en el río al que, finalmente, tendrá que volver. En La hora de las ratas, lo extraño, lo ajeno y lo distinto, así como llega, de repente, también se va.
“Hijo del río”, cuento de “La hora de las ratas”
Rita y yo nacimos en el mismo pueblo. Un lugar perdido entre las sierras donde no existe el horizonte. Para donde se mire hay elevaciones de tierra y roca que rodean todo. La única manera de escapar es por el río, que marca la salida como una serpiente en el paisaje. Nunca fui de tener amigos. Con el río me bastaba. Pero éramos chiquitas y Rita insistió. Yo había salvado a su muñeca de que se la llevara la corriente. Ella estaba agradecida y me buscaba para jugar. Pero su mamá me miraba con mala cara, no le gustó nada que su hija se hiciera amiga de una lemín. Así les decían a mis antepasados, a las mujeres de la tribu que hablaban con el río. En comechingón, significa pescado; los invasores usaban nuestro lenguaje para que entendiéramos cuándo se burlaban de nosotros.
Yo también hablaba con el río pero mi relación era distinta a la de mi familia. Yo lo amaba y él me mostraba cosas. A veces sumergía los pies y él me los acariciaba con el caudal. Después me tocaba hasta que el orgasmo le hacía temblar la superficie haciendo pequeñas olas. En sus brazos me reía y le decía que yo era una monja del agua. Pero nadie se deja tocar así por su dios. Ningún dios hace tan feliz a un devoto.
Yo era leal. No decía nada cuando él se cobraba sus víctimas. A veces los veía cuando cerraba los ojos y me distraía con la tele hasta que pasaba. El río no es como el mar. No revuelca el cuerpo hasta romperlo. Juega con la presa como los gatos. Primero lo confunde con la velocidad de la corriente. Se lo va llevando y, mientras pelea, los bordes filosos de las piedras le tajean la piel. El agua alrededor se va tiñendo de un rosa pálido. No hay manera de nadar contra corriente y tampoco de llegar a la orilla. El resto del trabajo lo hacen los peces, que desaparecen la evidencia a bocados.
Rita se fue del pueblo para estudiar y no la vi durante años hasta que un día volvió casada y con un hijo. Nos encontramos en la proveeduría de Estela y le comenté que la casa al lado de la mía estaba en venta. No pasó un mes que vi el camión de la mudanza y a Rita barriendo y al marido, Jacobo, dando órdenes a los peones y al chiquito a los gritos, excitado con el lugar nuevo. Inmediatamente me arrepentí de haberle contado lo de la casa. Pero empecé a disfrutar de tener con quien tomar mate por las tardes y de ir a hacer las compras acompañada. Rita pasaba mucho tiempo sola porque Jacobo viajaba por trabajo cada dos por tres. Poco a poco volvimos a acostumbrarnos a la constante presencia de la otra. Una noche soñé que una criatura escamada crecía dentro mío. A la mañana siguiente amanecí con gusto a musgo y unas náuseas insoportables. La panza me empezó a crecer y Rita se dio cuenta. Inventé un padre, un encuentro de una noche.También le confesé que no estaba segura de querer tenerlo. Ella me abrazó.
—Yo te voy a ayudar, vas a ser muy feliz.
Al día siguiente la vi sacando cajas por la puerta de la cocina y la escuché hablar con Jacobo que la miraba con cara agria.
—¿Y si queremos tener otro?
—¿Te parece? Con lo que costó que llegara León —dijo Rita mientras se secaba el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—Podemos seguir intentando igual. —Jacobo abrazó a su mujer. Pero ella lo rechazó mientras apilaba las cajas para traerlas a casa. Eran todas las cosas que había usado León cuando era bebé. Ropita, mamaderas, el moisés, corpiños de maternidad y hasta el sacaleche. Por momentos su entusiasmo era contagioso y me dejé ayudar. Especialmente cuando me ofreció ir a hacer las compras al pueblo para no tener que dar explicaciones.
La panza creció de golpe, sentía cómo la criatura se movía dentro mío. Me pedía ir al río y yo iba. Hacía la plancha y me miraba la panza que emergía como una isla redonda. Sentía alrededor que los árboles se volcaban hacia el río tratando de tocarlo, parecían garzas con el pico atento al movimiento de la presa bajo el agua.
Un día, estando en el río, un dolor me partió al medio como una flecha y la panza se me puso dura. En cuclillas, grité ahogada mientras paría abrazada a la corriente. La criatura nació nadando y el río se quedó quieto de pronto.
El bebé podía estar en el agua o fuera de ella todo el tiempo que quisiera. Aunque prefería estar sumergido. Lo tenía en un fuentón y le iba cambiando el agua. Tenía miedo a la reacción de Rita y quería prepararla con palabras que no me salían. Al final no dije nada, simplemente le señalé el fuentón. Rita se puso pálida pero después sacó a la criatura del agua y le besó la cabeza resbalosa, como enjabonada. Jacobo en cambio sintió asco al verlo, pero hizo todo lo que pudo para disimularlo.
Rita empezó a pasar mucho tiempo en casa ayudándome con la criatura. Me enseñó a usar el sacaleche cuando las agujas de hueso filosas que el chiquito tenía por dientes me atravesaban los pezones. Rita sostenía el aparato mientras succionaba un líquido espeso y verde de mis tetas doloridas. También me dio la idea de usar señas para comunicarnos. La criatura era sorda. Entendía todo con los ojos, dos lupas oscuras que nunca se cerraban. A pesar de la ayuda, estaba exhausta. El chico cada vez se retobaba más y hacía unos caprichos espantosos. Especialmente cuando íbamos al río. Se quedaba duro en el medio del agua, y si intentaba sacarlo, él se agarraba con sus ventosas a las piedras. Para colmo no comía, desde que me había quedado sin leche no probaba bocado. Apenas mordisqueaba algunas algas y pescado crudo cuando ya no podía más del hambre. Yo a veces perdía la paciencia y le gritaba: ¿Qué mierda querés, bicho? Sabía que no me escuchaba pero entendía que estaba enojada. Era fácil darse cuenta.
La criatura crecía rápido. Ya podía sostenerse sobre sus piernas flacas, dos palos forrados de piel escamada. Pronto no hubo fuentón que lo contuviera y empezó a dormir en una pileta de lona que le instalamos con Rita en el sótano.
La tarea era agotadora. Todos los días cambiar el agua a baldazos, los caprichos y su falta de apetito. Yo ya casi no dormía. Miraba el techo y pensaba.
Una de esas noches fui al río. Desde que había parido no había vuelto a ir sola. La música de la corriente se hizo más fuerte, como si su corazón latiera más rápido al sentirme cerca. Me fui sacando la ropa hasta llegar desnuda a la orilla; no me había dado cuenta de cuánto lo extrañaba. Me zambullí. El frío del agua me sacó un suspiro desde muy adentro. En brazos del cauce abría las piernas y despertaba un monstruo de las profundidades que el río sabía hacer dormir. Me hubiera gustado volver a los tiempos en que solo éramos nosotros dos. Una mañana Rita se apareció furiosa en casa. —¿Qué clase de madre deja a su hijo solo de noche?
—No aguanto más —le dije y me derrumbé en una silla.
—Estás cansada —Rita acarició mi frente—. Me lo llevo a casa unas horas, no te preocupes. El chico no protestó, se aferró a la mano de Rita y se fue con ella. Me sentí aliviada pero también me dio culpa. No pude evitar la curiosidad y me acerqué a una de las ventanas de la casa de al lado.
León, ni bien vio entrar a la criatura, lo llevó a su cuarto para mostrarle todos sus juguetes. Era extraño pero de alguna forma se entendían. León le hablaba igual, aunque el otro no pudiera escucharlo, y él le contestaba con señas que León no podía entender. Jacobo le hablaba de lejos pero se notaba que lo quería hacer sentir cómodo.
Volví a casa y me tiré a dormir la siesta. Mis párpados cayeron como guillotinas. Sin embargo me mantuve en el filo del sueño. Escuché el fluir de un caudal de agua. Era una música suave, un abrazo líquido que me acunaba. Era el río hablándome. Dejé que el susurro acuático me transportara pero mostró una imagen que me sacó del trance. Era la casa de Rita, una catarata descendía por las escaleras ante la aterrada mirada de León, que no se animaba a bajar. Pedía por sus padres pero el ruido del agua era ensordecedor. En el living los muebles flotaban, había grietas en las paredes que escupían chorros de agua turbia. La criatura nadaba al ras de piso, acariciando la alfombra con la panza. Mientras que, en la superficie los cuerpos hinchados de Jacobo y Rita flotaban como dos hojas secas.
Desperté de pronto con los pies sumergidos en un charco amarronado.
—Ni se te ocurra —le dije, pero no obtuve respuesta.
Fui a buscar al chico y olí al río en el aire ni bien entré.
—Rita, ¿está listo? Me lo llevo.
—Ay, pensé que se quedaba a dormir —dijo decepcionada.
—No, nos tenemos que ir.
Me detuve antes de salir. Una mancha enorme de humedad se extendía en la pared. Rita la vio.
—La puta madre, se debe haber roto un caño. Arriba hay otra igual en la pared del cuarto.
Los días siguientes evité a Rita todo lo que pude. Era por su bien. Un día lavaba los platos cuando sentí unos golpes en el vidrio de la cocina. Era ella.
—Mecha, tengo una sorpresa para el chiquito —dijo con una sonrisa grande que se les escapaba de la cara.
—Estoy ocupada, ahora no puedo.
—Me lo llevo y te lo traigo en un rato.
—No, esperá. —Me sequé las manos en el delantal y fui a buscar mi hijo.
Los tres nos fuimos a la casa de al lado. Rita nos pidió que cerráramos los ojos y caminamos a tientas hasta la puerta del patio. Antes de que pudiera abrirlos escuché el ruido del agua. La criatura ya se había sumergido en la pileta inmensa de lona que Rita le había instalado en el patio. Yo me quedé seria, no lo pude evitar, aun cuando noté que mi amiga se empezaba a poner nerviosa por mi reacción.
—Ahora se puede quedar a pasar la noche. Prefiere dormir en el agua. Quiero que se sienta como en casa.
Me quedé callada. León también se había metido con sus juguetes y ahora los dos chapoteaban, no había chances de que pudiera sacar a mi hijo del agua. Lo dejé ahí y me fui a hablar con el río. Pensé que tal vez podría hacerlo entrar en razón.
No me tuve que acercar demasiado para darme cuenta de que había crecido. Los troncos de algunos árboles estaban sumergidos y muchas rocas habían desaparecido debajo del agua. Me senté en la orilla, tomé un trago de ron y le convidé.
—¿Qué te pasa? Estamos muy solos, el chiquito y yo, ¿sabés? Necesitamos a otras personas.
Pero el río se hacía el zonzo. Mostró una resaca sucia y el cauce espeso y el agua turbia. Me tomé el resto sola. Su indiferencia dolía y del enojo tiré la botella vacía lo más lejos que pude. La vi volar y brillar con el reflejo de la luna hasta que se estrelló contra las rocas. Volví por el camino de tierra tapándome la cara para que no me viera llorar. Cuando llegué a lo de Rita, se abrió la puerta antes de que pudiera tocar. Jacobo salió con trapos mojados para escurrirlos en la entrada.
—Es un desastre, se inundó todo el living — dijo amargado.
Al entrar sentí el olor del río. La madera del piso estaba hinchada y las paredes tenían cortes que lloraban agua oscura.
—¿Qué hacés, Mecha? —preguntó Rita acercándose con baldes vacíos.
—Vengo a buscar a mi hijo.
Rita me olió el ron y se le dibujó una mueca de desprecio que no pudo esconder.
—Dejalo que se quede, ya está dormido y vos no estás para cuidar a un chico.
—Despertalo, se viene conmigo —le dije con bronca. Rita no se movió. Jacobo percibió la tensión en el aire e intervino.
—Es su hijo, amor. Se lo quiere llevar a la casa.
Rita lo destruyó con la mirada pero se rindió. Fue al patio a despertar al chico, que dormía en las profundidades de la pileta de lona. Lo alzó sin preocuparse de que se le mojara toda la ropa y la criatura se abrazó muy fuerte a ella. Sentí un dolor frío, era mi hijo y a mí no me abrazaba así.
—Puede caminar —le dije firme.
—Pero está re dormido, dejate de joder.
Se lo saqué con violencia de los brazos y se me resbaló. El chiquito se golpeó la cabeza contra el piso y se puso a llorar. Era un lamento metálico y agudo que lastimaba. Los ojos de Rita se encendieron de bronca.
—¡Mirá lo que hiciste!
Se agachó y el chico se le tiró a los brazos. Ella lo agarró fuerte, protegiéndolo de mí. En ese momento una grieta profunda como una boca se abrió en una de las paredes. Rita gritó y a mí me vino el recuerdo de esa vez que éramos chicas y la escuché gritar en el río. Yo estaba con la cabeza sumergida y sentí un estruendo deformado. En la superficie vi una muñeca de trapo hinchándose de agua. Era horrible pero Rita pedía por ella y la agarré.
El agua empezó a entrar a borbotones por esa mueca oscura. Ahora sí, nada tenía arreglo. Agarré al chico, que seguía llorando, y empecé a caminar. Rita nos siguió a pesar de los gritos de Jacobo que le pedía que se quedara, mientras hacía un intento inútil por contener la inundación.
—Esperame, Mecha. ¿A dónde van?
—Al río.
Me asusté al ver que estaba ahí nomás, nunca lo había visto así de crecido. Rita me agarró del hombro pero yo me zafé y seguí avanzando hasta sumergirme. La criatura no lloró más. Se puso a nadar en círculos, algo que hacía cuando estaba contento. Me quedé mirándolo por un instante y salí del agua. Me paré al lado de Rita, que lloraba desconsolada, y la abracé. Las dos nos quedamos en la orilla mirando la estela brillante que el chiquito dibujaba en el agua, mientras se alejaba de nosotras.
Quién es Agustina Zabaljáuregui
♦ Nació en Buenos Aires en 1984.
♦ Es escritora, guionista y tallerista.
♦ En 2018 obtuvo el segundo puesto del Premio de Literatura Mujica Lainez.
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