Cuando la ciudad de Ushuaia era apenas un conglomerado de casas, Anahí Lazzaroni miraba la nieve por la ventana y escribía poemas. No era todavía la ciudad del turismo que aparece en los anuncios publicitarios ni el puerto donde llegan los grandes cruceros. A mediados de los 70, en una Ushuaia de tres mil habitantes, tapada de nieve y olvidada del mundo, Lazzaroni tenía veinte años y elegía el encierro. No solo porque le fascinaban las novelas de Tolstòi, Dostoievski y Gògol, sino también por la acondroplasia, el tipo más común de enanismo: “La vida se me hacía ardua, no eran épocas de psicólogos ni de psicoanálisis”.
Era, más bien, la época del aislamiento. Aunque a decir verdad, en Tierra del Fuego, punta sur de la Argentina, siempre es buen momento para encerrarse: ¿qué otra cosa se puede hacer cuando el rugido del viento y la nieve de más de medio metro amenazan del otro lado de la ventana? ¿Cómo no entregarse a la melancolía, esa otra forma de la poesía? El cuadro era ideal para que alguien como Lazzaroni, con su tendencia a la palabra justa y la fascinación por la hostilidad de la naturaleza, trabajara una sensibilidad poética: “En el alto invierno alguien se recluye / toma un libro al azar / y lee”, escribe en uno de sus poemas.
En mayo, al fin, la Editora Cultural Tierra del Fuego publicó La palabra nieve es una buena contraseña (1988-2017), la poesía reunida de la autora nacida en La Plata en 1957 y fallecida en 2019, con prólogo de su hermana Alicia Lazzaroni y estudio preliminar de Luciana Mellado. Hasta entonces, los poemas de la autora circulaban en libros sueltos, plaquetas y blogs. Como tantos poetas argentinos, el reconocimiento de Lazzaroni es discreto, por no decir secreto. Pero, también como todo buen poeta, la autora es conocida por sus colegas a lo largo y ancho del país: si en algún sentido Argentina es federal, si de alguna manera Jujuy se conecta con Tierra del Fuego y Neuquén con Entre Ríos, es en la red subterránea de sus poetas, escritores de espaldas al gran público, que trafican sus textos por mail y organizan ciclos de lectura para leerse entre ellos. Por eso, Lazzaroni, quien vivió en Ushuaia desde 1966 hasta sus últimos días, fue objeto de estudios y tesis por ser una de los primeros escritores patagónicos del siglo XX, y sobre todo, alguien cuyo primer poemario, en palabras del autor Roberto Santana, “fundaría la poesía moderna fueguina”.
La ciudad cubierta
Margarite Yourcenar escribió, citando a Flaubert, que hubo una época de la historia universal en que los dioses ya no estaban y Cristo no había llegado: “Hubo un instante único en que el hombre estuvo solo”. Ese espacio entre una fase y otra, ese hueco de soledad en el que no hay un relato identitario, es el que encuentra Lazzaroni en Ushuaia. Y no es algo menor: en una ciudad con rasgos tan fuertes, es difícil escribir y no ser absorbido por ellos. De ahí que tantos escritores y artistas elijan la estrategia de plegarse a la fama de una ciudad o región reproduciendo sus estereotipos y postales más repetidas.
Lazzaroni, en cambio, encuentra una Ushuaia fuera de los relatos más estables: no es la ciudad de los pueblos originarios, no es el infierno mitológico del presidio y todavía no es la Ushuaia abarrotada por el turismo: “Alguien debería dibujar de un modo impecable el mapa de una ciudad loca a la que abofetea el viento”, escribió en 2003, y más abajo, en el mismo poema: “Nombro una ciudad que no está muerta ni viva”.
Una ventaja de leer una recopilación de obra completa –esta no es completa porque faltan dos poemarios que la autora consideraba poco menos que pecados de juventud– es que se nota el paso del tiempo. En cuanto a Ushuaia, al principio es un pueblo en el que corre el chisme (“Estalla / la piedra del escándalo / en esta ciudad / cada día por medio”), y más adelante el turismo aparece como el colmo de lo trivial (“viajeros que esperan estar en el fin del mundo / para poder contarlo en otros países”).
Sin embargo, más que en fases, la poesía de Lazzaroni parece concebir la ciudad en capas. El turismo es un flagelo que avanza, pero el núcleo de la naturaleza hostil sigue ahí: “En la ciudad los hoteles brotan como hongos / ¿Y el viento? / El viento sopla”. Otras veces, cansada de la Ushuaia mitológica que otros esperan leer, la autora escribe con ironía: “Me piden que les describa el silencio porque ellos ya no lo recuerdan. Este mediodía varias calles de la ciudad están cortadas. Escucho bombos, voces, sirenas de patrulleros, personas que gritan cada vez más alto en medio de la aglomeración. Por ahí no se puede pasar”.
Una ventana al mundo
Con el correr de los poemarios, no cambia solo el río: también quien se baña en él. Es decir, se transforma Ushuaia, pero también la propia autora. Después de su primera juventud, época en que se entregó a una reclusión casi obsesiva de diez años y aprendió a adorar a Alejandra Pizarnik, Lazzaroni cumplió treinta y decidió abrirse a la vida social. “A mi hermana le gustaba hablar con la gente, con sus amigos intelectuales, con sus amigos bohemios”, escribe en el prólogo su hermana Alicia, “disfrutaba mucho las conversaciones con el plomero, el electricista, los vendedores que llegaban a su hogar, que era una ventana abierta al mundo”.
A la hora de leer, la apertura implicaba una lectura diversa en estilos, nacionalidades y épocas: adoraba con igual devoción el Doktor Faustus de Thomas Mann y La luz argentina, de César Aira, a Fogwill y a Selva Almada, por no mencionar a italianos como Italo Calvino o Eugenio Montale. Y a la hora de escribir, Lazzaroni pintó el mundo a partir de su aldea: es el ser humano y su relación siempre conflictiva con la naturaleza.
En tierras patagónicas, sobre todo en el extremo sur de la Argentina, la realidad contradice la postal. Es verdad que el paisaje –aunque dicho así suena tan inofensivo– se contempla con fascinación, pero no es necesariamente un amigo: los bosques, el mar, las rocas y el viento son adversos. A veces, en los confines del mundo, la naturaleza ruge y te empuja hacia el encierro: la naturaleza está del otro lado de la ventana.
En este panorama, el poeta cumple un rol paradójico: no puede acceder a la naturaleza, ni siquiera con la palabra. A lo sumo, puede dar cuenta de esa imposibilidad. “El mar se diluye / averigüa quiénes somos / y se lleva la respuesta”, escribe Lazzaroni. La única forma de metabolizar la naturaleza es convertirla en palabra y, en el mismo movimiento, señalar que debe ser escrita: “Brujos de la tribu / conviertan al sapo / en poema”.
En sus versos cortos como sentencias, en esas palabras que brillan rodeadas del blanco, está Lazzaroni. Es un punto luminoso que, lejos de haberse apagado, sigue escribiendo en el fin del mundo, rodeada de nieve pero también de la ciudad nueva, donde los hoteles crecen como hongos y el viento sigue soplando.
Quién es Anahí Lazzaroni
♦ Nació en La Plata pero desde su infancia vivió en Ushuaia, capital de Tierra del Fuego y, hasta 2019, la ciudad más austral del mundo.
♦ Publicó Viernes de acrílico, Dibujos, Bonus Track y El viento sopla.
♦ Su poesía se tradujo al inglés, el francés, el coreano y el catalán.
♦ Murió en 2019.
SEGUIR LEYENDO: