En Esta herida llena de peces, la primera novela de Lorena Salazar Masso (Medellín, 1991) habitan varios viajes en uno: el primero, en términos geográficos, que atraviesa el río Atrato por el corazón de la selva colombiana. El segundo, en el que una madre adoptiva -la voz narrativa- lleva a su niño al encuentro con su madre biológica. Los otros, podríamos definirlos en torno a la maternidad, al racismo silencioso desde los surcos más profundos del país y a una denuncia a la violencia escondida entre los hechos más cotidianos del Chocó, uno de los departamentos más olvidados de Colombia.
La novela comienza desde el muelle de Quibdó (capital del departamento del Chocó y una de las regiones más importantes del Pacífico Colombiano) como punto de partida y anuncio de 9 capítulos, de los cuales 8 son parte del viaje. Una madre adoptiva, de la que no sabemos el nombre pero la reconocemos blanca y un niño, del que tampoco sabemos el nombre pero reconocemos negro, se embarcan en una canoa junto a un grupo reducido de personas. El destino, del que no sabemos pero intuimos, es el lugar de nacimiento del niño, y hogar de su madre biológica, que sí conocemos bajo su nombre: Gina.
“El río duerme, navegamos encima de un tigre que en cualquier momento puede tragarme entera, a mi y al niño. ¿Cuántas veces pinté de niña este río en mis dibujos? Repetí hasta el cansancio que era uno de los más caudalosos del mundo. Qué orgullosa me sentía de él. Profundo, importante, peligroso”.
Podríamos animarnos a decir, que la numeración de los capítulos nos anticipa que la maternidad es sólo un hilo conductor en la historia y se fusiona con el río: profunda, importante y peligrosa. La narradora, quien nos enteramos con el correr de las páginas que toma al niño luego de que su madre biológica lo deje a su cuidado, se debate constantemente sobre ese rol. Como una madre incompleta, incapaz de dar a luz, una mala madre, aterrada por el miedo inminente a perderlo. Sesgada ante la pregunta: “¿Mami por qué eres blanca y yo negro?”
Y es entonces cuando una pregunta inocente, abre paso a un discurso mucho más complejo y del que se deja entrever un racismo casi imperceptible. Desde las primeras páginas Salazar Masso construye pequeñas escenas que lo rodean, como el recuerdo de la infancia de la voz narradora, de la madre adoptiva. Habla de un momento de niña, cuando llegaba el Día de la Raza y en la escuela tocaba hacer una obra de teatro.
“¿Y a mí qué me toca ser?” se pregunta. “Vos sos el español”, responde una de sus compañeras, “¿y yo por qué?”, las demás, describe Lorena, “se ríen, tosen, se agarran la barriga como las hienas del rey león”.
A partir de esa dualidad, va tomando forma la voz de la mujer que narra desde su lugar de blanca, de foránea. Desde esa posición un tanto ajena y a la vez, en constante búsqueda de pertenencia.
La prosa de Lorena, heredada de grandes maestros de la literatura colombiana, influenciada por la poética de Alejandra Pizarnik y Gabriela Mistral, se desliza con una cadencia musical propia. Marca los compases, como detalla el epílogo, desde alabaos, chigualos, boleros y cantos populares. Solo por mencionar, hay una escena, devenida en tragedia, en donde se relata un funeral desde los alabaos, los cánticos típicos de la zona que se dice, crean una especie de puente entre los muertos y los vivos. Y así, los recuerdos de la narradora confluyen con esos cantos, que se hacen eco entre la selva.
La historia avanza en esa travesía por el río, y por el vínculo materno, hacia el Pacífico Colombiano, como escenario de grandes luchas políticas. En donde se muestran barrios de casas quemadas y falta de recursos, como agua potable. Y en ese contexto, un telón de fondo, oscuro, casi no dicho. Del que sabemos de que nos habla con sólo mencionar los disparos y del que no es necesario aclarar o explicar: la violencia que arrastra el pueblo colombiano hace años y que se carga el Estado.
Con un sello muy personal, Salazar Masso logra crear dos imágenes dispares pero con la misma potencia. Una, enmarcada en la esperanza y en la sororidad. En el encuentro de esas dos madres, la biológica y la adoptiva, la que puso el cuerpo y parió al niño, y la que puso el cuerpo y la crianza, cinco años después.
La otra imagen, destierra un capítulo tan doloroso como crucial de la historia colombiana y enciende una luz que dice: prohibido olvidar. Prohibido olvidar la verdad, las muertes, la guerrilla, el combate, la sangre de los inocentes vertida sobre el río. De la misma manera en que la autora usa la música para su prosa, usa la descripción dura contra la violencia, sin tapujos, sin ninguna coma o verbo de más. Lo necesario para que como todos los buenos finales, te deje sin aire.
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