“Carne. Una historia de amor”, tejida con relatos que componen una memoria colectiva

La narradora argentina Tamara Rutinelli repasa en esta cocina literaria la gestación de su novela y reflexiona sobre el tiempo de la escritura y el trasfondo social de las palabras

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"Carne, una historia de amor", de Tamara Rutinelli (Paradiso Ediciones)
"Carne, una historia de amor", de Tamara Rutinelli (Paradiso Ediciones)

El tiempo de la escritura

Año I de la Pandemia. Escribo desde el confinamiento. Desbordada, salto hacia afuera para sobrevivir. Creo que la escritura requiere de silencio, porque escribir es también pensar. Hablo de un silencio prolongado, de un silencio a atravesar. No llego a un lugar, sólo puntúo el tiempo. En la escritura somos siempre aprendices, trazamos borradores. El trabajo domiciliario fue para mí, además de un privilegio, una bendición. Escribir requiere de un cierto orden que ponga límite a lo que no siéndonos vital se nos impone. Cuando Virginia Woolf mencionaba el cuarto propio (y el dinero), le daba entidad a un derecho y a un oficio. Aunque mi tiempo valiera el peso de unas cuantas baratijas, tenía cómo pagarlo. Escribir requiere de tiempo.

Para muchas niñas, el diario íntimo representa el primer contacto con la escritura. Esos cuadernos eran como los conejos del cuento de Julio Cortázar. Se reproducían lujuriosamente, yo los escondía en placares y cajones. Una pequeña pero profusa población de palabras. Para mí no fue un sumergirse en la lengua, porque las aguas eran además de oscuras, ajenas. Supongo que algo de ese trato distante pervive. La lengua es siempre extranjera, salvaje. Trabajar con palabras implica reconocer su autonomía. Nada a domesticar. En esa primera escritura, me hacía preguntas y ensayaba respuestas. ¿Qué fue primero, Adán y Eva o los dinosaurios? ¿Y el Big Bang? ¿Y los extraterrestres? Escribir era una manera de comprender, lo sigue siendo. Recuerdo también una fantasía permanente: que yo no era yo, sino otra que estaba dormida. Desde entonces, una recurrencia: en mis sueños, la incomodidad.

El estudio de la teoría feminista, la participación en espacios de debate y militancia, fue determinante. Si por el lenguaje se inscribe la Ley (masculina), si por ese lenguaje lo femenino es lo otro, la experiencia individual se colectiviza. Reapropiarse de ese lenguaje, romperlo, se convierte en una tarea vital. Soy una mujer que escribe. Acepto la incomodidad. ¿Cuál es la relación entre experiencia y escritura? Una ficción autobiográfica es antes que nada ficción. Pese a eso, todavía se siguen denostando ciertas escrituras, por la fuente o la omnipresencia del yo. No es narcisismo. Las mujeres necesitamos escribirnos, nombrarnos. Y eso también es artificio. Carne. Una historia de amor, no es autobiográfica, tampoco está escrita en primera persona, pero sí esta tejida con los relatos que componen una memoria colectiva.

Tamara Rutinelli
Tamara Rutinelli

La vida adulta me arrancó de la ufología y me lanzó a los terrenos del amor. Nuevas preguntas. Una fenomenología del amor. Un cuerpo enamorado es un cuerpo enloquecido, poseído por los mil y un demonios. A las niñas nos minan la cabeza con historias y canciones de amor desde pequeñas, como si se tratase no sólo del más noble de los destinos, sino de aquel capaz de dotarnos de identidad. Según estos discursos, ser mujer es poder amar y ser amada por un hombre, enamorarse. La energía que destinamos a esta experiencia es inmensa. Incluso teniendo una carrera, una vida pública fuera del hogar. Al matrimonio, a la maternidad, le sobrevive este mandato. Clara, el personaje central de la novela, se pregunta si se nos va la vida en eso. Yo creo que sí. La novela surge de reflexionar sobre el vínculo entre amar a un hombre y “ser mujer” (hetero, apta según los patrones del mercado sexual, etc), sobre la dificultad para pensarnos fuera de la pareja (pasada, presente o futura), sobre el universo simbólico del amor, sobre la desigualdad y los padecimientos que ocultan estos discursos en un sistema patriarcal, heteronormativo y capitalista. Quítennos todo, menos el amor.

Pienso que trabajar con palabras es un riesgo. El edificio está siempre a punto de desmoronarse. A veces, escribir es entrar en un estado de locura. Pero como decía Carl Jung a James Joyce, respecto de la escritura de su hija: “donde usted nada, ella se ahoga”. Escribir no es padecer. Una araña invisible va trazando la tela en la que de pronto una cae. Desde ese centro ves los hilos, las uniones. Para mí, es el tiempo del silencio.

La historia pública y la privada, lo colectivo y lo individual, lo que pasa en el interior de una casa, lo que nos muestra la televisión, lo que escuchamos decir a otras personas, lo que dicen las canciones, lo que hacen las instituciones, todo eso que constituye una educación sentimental y un modo de relacionarnos con el mundo, son la materia de la que está hecho el amor. No vivimos una experiencia espiritual, sino política. Clara es un personaje tomado, su resistencia es sobrevivencia. Todo esto me interesaba. No narrar una liberación, porque no hay ejemplaridad. La incomodidad de Clara es la de muchas. El camino que atraviesa es el de la desmetaforización. Clara hace con el amor, lo que el amor hace con ella.

Antes de escribir Carne, había escrito dos novelas fallidas. Creo que escribir requiere de una concesión. Permitirnos el salto, para que lo que haya que decir sea dicho. La escritura nos puede sorprender. No estamos solas. Hay “fatalidades de la afinidad”, como decía Raúl González Tuñón. Son las voces de la literatura nuestra de cada día. Escribir es también leer. Esas voces soplaban en mi oído algunas respuestas. Soy una persona insegura. Escribir “es aullar sin ruido”, decía Marguerite Duras. Hay que salir, hay que arrojarse, hay que saltar. Ese es el tiempo de la escritura.

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