Alta costura en un campo de concentración: así empieza “Las costureras de Auschwitz”, una historia real de mujeres que vivieron para contarlo

La británica Lucy Adlington ya había escrito una novela similar, pero cuando le llegó el testimonio de una sobreviviente, tuvo que escribir otro libro,

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Lucy Adlington, escritora e historiadora británica, autora de éxitos internacionales como "Las costureras de Auschwitz" y "La cinta roja"
Lucy Adlington, escritora e historiadora británica, autora de éxitos internacionales como "Las costureras de Auschwitz" y "La cinta roja"

En 2017, Lucy Adlington, historiadora y novelista británica con más de veinte años de experiencia en investigación histórica, publicó su libro La cinta roja, una novela ambientada en los talleres de costura de Auschwitz. Adlington se había topado al leer un escueto artículo con esta parte poco conocida del complejo de campos de concentración nazis en territorio polaco, pero la falta de información llevó a volcar su interés en la ficción: imaginó una historia y, con eso, escribió un libro para adolescentes que se transformaría en un best-seller mundial.

Lo que la autora no esperaba era que, a raíz de su novela, empezaran a llegarle mensajes de todas partes del mundo: “Mi madre era costurera en Auschwitz”, “mi abuela estuvo ahí”, “mi tía vivió todo eso”. En ese momento, su novela se volvió realidad.

Así fue como surgió la idea de Las costureras de Auschwitz, un libro que, como La cinta roja, gira en torno a la existencia de un taller de alta costura dentro del campo de concentración más letal del nazismo, pero sin novelar ni ficcionalizar nada. Esta vez, gracias al testimonio de una de las costureras, no hacía falta.

Lucy Adlington, autora del libro, junto a Bracha Berkovic, una de las costureras de Auschwitz
Lucy Adlington, autora del libro, junto a Bracha Berkovic, una de las costureras de Auschwitz

En 2019, Adlington viajó de Inglaterra a San Francisco, Estados Unidos, para entrevistar a Bracha Berkovic, que para entonces era la última costurera viva de las dos docenas que fueron obligadas a trabajar en Auschwitz por casi cinco años. Berkovic, que cambió su apellido a Kohút después de casarse, le contó a la autora la historia de los mil días que pasó en Auschwitz, su taller de costura y las mujeres con las que, entre puntos, ruedos y remiendos, planificaba su huida.

“Estuve en Auschwitz mil días. Cada día podía haber muerto mil veces”, cuenta Berkovic. Lo que la salvó, además de los contados privilegios que las costureras tenían por sobre el resto de los prisioneros de Auschwitz, fueron sus compañeras y amigas: Katka, su hermana; Irene, Bracha y Renée, las tres de Bratislava; Baba, la seria, y Lulu, la traviesa; y Hunya, que con sus treinta años era la figura maternal del grupo. Aunque la mayoría eran judías, también había mujeres combatientes de la resistencia a las que habían detenido y deportado por oponerse a la ocupación nazi de sus países.

Allí, las mujeres cosían para los militares y sus esposas, con una lista de espera que superaba los seis meses. La idea había sido de Hedwig Höss, la mujer del comandante del campo de concentración. A pesar del asco que sentían los nazis por los judíos, al punto de querer evitar cualquier tipo de contacto, nada parecía impedirles disfrutar de las prendas que, en cautiverio, estas mujeres eran obligadas a hacer.

Las costureras de Auschwitz es, por sobre todas las cosas, un libro feminista: repone, de boca de una de sus protagonistas, una parte de la historia que parecía olvidada. Aunque Bracha Berkovic falleció en 2021, su testimonio sobrevivió las casi ocho décadas que nos separan de la Segunda Guerra Mundial para iluminar la historia de estas mujeres que, a pesar de los años infernales e inhumanos que tuvieron que pasar, vivieron para contarlo.

"Las costureras de Auschwitz", editado por Planeta.
"Las costureras de Auschwitz", editado por Planeta.

Así empieza “Las costureras de Auschwitz”

—¿Cómo podía creerse una cosa así?

Esas son las primeras palabras que la señora Kohút pronuncia al verme, tras recibirme en su casa, rodeada por una familia que vive muy pendiente de ella. Ahí está, una mujer menuda, luminosa, vestida con unos pantalones muy elegantes, blusa y collar de cuentas. Tiene el pelo blanco y lo lleva corto; los labios, pintados de rosa pálido. Por ella me he montado en un avión y he recorrido medio mundo, desde el norte de Inglaterra hasta una casa sencilla que se alza en una de las colinas que rodean San Francisco, la gran ciudad californiana.

Nos estrechamos la mano. En ese momento, la historia se convierte en vida real, deja de ser la sucesión de archivos, pilas de libros, bocetos de moda y telas vaporosas que suelen constituir mis fuentes históricas cuando escribo y llevo a cabo presentaciones. Estoy conociendo a una mujer que ha sobrevivido a un tiempo y a un lugar que hoy son sinónimos del horror.

La señora Kohút me recibe sentada en una mesa cubierta con un mantel de encaje, y me ofrece un strudel de manzana casero. En nuestros sucesivos encuentros, siempre se sitúa frente a un fondo compuesto por libros académicos, ramos de flores, bellos bordados, fotos familiares y piezas de cerá mica llenas de color. Iniciamos la primera entrevista repasando las revistas de costura de la década de 1940 que yo he traído para mostrárselas, y pasamos luego a examinar un vestido rojo, elegante, de la época de la guerra, que forma parte de mi colección personal de ropa vintage.

—Un trabajo de buena calidad —comenta mientras pasa los dedos por los adornos de la prenda—. Muy elegante.

Las costureras Betka y Katka recrean, 72 años más tarde, una foto de 1943
Las costureras Betka y Katka recrean, 72 años más tarde, una foto de 1943

Me maravilla que la ropa posea esa capacidad de conectar a personas de continentes distintos, de distintas generaciones. Más allá de compartir opinión sobre la calidad de un corte, sobre un estilo, sobre una habilidad, se impone un hecho mucho más significativo: decenios atrás, la señora Kohút se dedicaba a manejar tejidos y prendas de ropa en un contexto muy distinto; ella es la última sastra superviviente de un taller de costura abierto en el campo de concentración de Auschwitz.

¿Un taller de costura en Auschwitz? La mera idea constituye una odiosa anomalía. Yo misma no salía de mi asombro al toparme por primera vez con una referencia al «Estudio Superior de Confección», que es como se llamaba, mientras me documentaba sobre los vínculos entre el Tercer Reich de Hitler y el comercio de la moda para la preparación de un libro sobre la industria textil internacional durante la Segunda Guerra Mundial. Está claro que los nazis comprendían muy bien el poder de representación de la ropa, como demuestra el hecho de que se vistieran con aquellos uniformes tan icónicos en sus gigantescos desfiles públicos. Los uniformes son un ejemplo clásico del uso de la ropa para reforzar el orgullo y la identidad de grupo. Las políticas económicas y raciales nazis pretendían beneficiarse de la industria textil, y recurrieron al saqueo y al expolio para financiar las hostilidades militares.

Las mujeres nazis de la élite también valoraban la ropa. Magda Goebbels, esposa del insidioso ministro de Propaganda de Hitler, era célebre por su elegancia, y mostraba pocos escrúpulos a la hora de vestirse con creaciones judías, a pesar de la obsesión nazi por borrar a los judíos del comercio de la moda. Emmy Goering, casada con el Reichsmarschall Hermann Goering, vestía con piezas de lujo producto de expolios, a pesar de que aseguraba desconocer la procedencia de sus prendas. Eva Braun, la amante de Hitler, adoraba la alta costura, hasta el punto de que se hizo traer un vestido de novia por las calles de un Berlín en llamas días antes de su suicidio y de la rendición de Alemania, vestido que combinó con unos zapatos de Ferragamo.

Una de las costureras de Auschwitz, no identificada
Una de las costureras de Auschwitz, no identificada

Aun así, ¿un taller de confección en Auschwitz? Semejante establecimiento condensaba los valores esenciales del Tercer Reich: privilegios y caprichos combinados con expolio, degradación y asesinatos en masa.

El taller de confección de Auschwitz lo creó nada menos que Hedwig Höss, esposa del comandante en jefe del campo. Y por si aquella combinación de salón de moda y lugar de exterminio no fuera ya lo bastante grotesca, la identidad de las mujeres que trabajaban en él resulta ya el colmo: la mayoría de las costureras del taller eran judías que habían sido desposeídas de todo y deportadas por los nazis, y cuyo destino último era la aniquilación como parte de la solución final. A ellas se les sumaban algunas comunistas no judías de la Francia ocupada a las que habían encarcelado y pretendían eliminar por su resistencia a los nazis.

Ese grupo de mujeres resistentes, esclavizadas, diseñaban, cortaban, cosían y arreglaban ropa para Frau Höss y otras esposas de mandos de las SS, creaban preciosos vestidos para las mismas personas que las despreciaban y las consideraban seres infrahumanos y subversivos; para las mujeres de unos hombres activamente empeñados en destruir a todos los judíos y a todos los enemigos políticos del régimen nazi. Para las costureras del taller de Auschwitz, coser era defenderse de las cámaras de gas y los hornos crematorios.

Las sastras desafiaron los intentos de los nazis de deshumanizarlas y degradarlas estableciendo entre ellas unos extraordinarios lazos de amistad y lealtad. Mientras enhebraban las agujas, mientras las máquinas de coser zumbaban, ellas hacían planes para la resistencia e incluso la huida. Este libro cuenta su historia. No se trata de un relato novelado. Las escenas íntimas y las conversaciones que se describen en él están basadas en su totalidad en testimonios, documentos, pruebas materiales y recuerdos relatados a miembros de sus familias o directamente a mí, todo ello apoyado en lecturas extensivas y en la indagación en archivos.

Martha Fuchs, una de las 25 costureras de Auschwitz
Martha Fuchs, una de las 25 costureras de Auschwitz

Desde que supe de la existencia de ese taller de costura inicié una investigación más profunda a partir de una información muy básica y de una lista de nombres incompleta: Irene, Renée, Bracha, Katka, Hunya, Mimi, Manci, Marta, Olga, Alida, Marilou, Lulu, Baba, Boriskha.

Ya casi había desistido de encontrar algo más, y había renunciado del todo a conocer la totalidad de las biografías de aquellas costureras, cuando la novela para adolescentes que escribí, ambientada en una versión ficticia de ese mismo taller —y que lleva por título La cinta roja—, captó la atención de familiares suyos en Europa, Israel y Norteamérica. Y fue entonces cuando me llegaron los primeros correos electrónicos:

Mi tía fue costurera en Auschwitz.

Mi madre fue costurera en Auschwitz.

Mi abuela llevaba el taller de confección de Auschwitz.

Por primera vez tenía contacto con los familiares de aquellas costureras. Me impactaba y a la vez me resultaba inspirador empezar a descubrir las historias de sus vidas y sus destinos.

Es extraordinario que una de las costureras siga viva, se encuentre bien y esté dispuesta a conversar; se trata de una testigo directa única de un lugar que ejemplifica las espantosas contradicciones y crueldades del régimen nazi. La señora Kohút, que tiene noventa y ocho años en el momento de nuestro encuentro, empieza a contarme historias antes incluso de que yo tenga ocasión de preguntarle nada. Sus recuerdos van desde la lluvia de frutos secos y caramelos que recibió de niña durante la festividad judía de los Tabernáculos hasta el momento en que un miembro de las SS le partió el cuello con una pala a una compañera de colegio simplemente por hablar mientras trabajaba.

Me muestra fotografías suyas de antes de la guerra, de adolescente, vestida con un suéter de punto muy bonito y con una magnolia en la mano, y otra de varios años después de la guerra en la que lleva un abrigo elegante, del estilo del célebre New Look de Christian Dior. Viendo esas imágenes, jamás dirías cuál fue la realidad de su vida durante los años intermedios.

No hay fotos de los espeluznantes mil días que pasó en Auschwitz. Me cuenta que todos y cada uno de aquellos mil días habría podido morir mil veces. A medida que transita de un recuerdo a otro, creando imágenes con sus palabras, pasa los dedos por las costuras de su pantalón una y otra vez, resigue sus pliegues con más ahínco; es una pequeñísima muestra de unas emociones que, por lo demás, mantiene a raya. El inglés es su quinta lengua, perfeccionada durante sus muchos años de vida en Estados Unidos. Pasa con facilidad de un idioma a otro, y yo hago lo que puedo por seguirle el ritmo. Tengo listos papel y bolígrafo para transcribir en taquigrafía, así como una larga lista de preguntas. La señora Kohút me da una palmadita cuando hago ademán de activar el vídeo de la cámara.

—¡Tú escucha! —me ordena.

Y yo escucho.

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