“En la Argentina, no fue la libertad ni el debate el que se llevó el modelo de una mujer abnegada. Fue la tragedia”: Norma Morandini escribe sobre su madre de pañuelo blanco

La ex diputada y ex senadora publicó “Silencios”, un libro en el que retoma la desaparición forzosa de sus hermanos y analiza el devenir de las políticas de Derechos Humanos. Leé un fragmento.

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La autora presenta "Silencios" este lunes.
La autora presenta "Silencios" este lunes.

Hizo muchas cosas Norma Morandini en su vida. Fue diputada y senadora en el Congreso Nacional de la Argentina, fue exiliada durante la última dictadura militar de su país, fue -y es- la hermana de dos desaparecidos durante esa dictadura. Trabajó como periodista, y como periodista cubrió para el diario de Brasil O Globo el Juicio a las Juntas, que juzgó a los máximos jerarcas de esa dictadura que había arrasado a su familia y había convertido a su madre en una mujer “de pañuelo blanco”.

Es desde 2015 la titular del Observatorio de Derechos Humanos del Senado argentino y los Derechos Humanos han sido uno de sus temas centrales en las últimas décadas. Todo ese trasfondo aparece en Silencios, el libro que acaba de publicar y que presenta este lunes junto a María Eugenia Estenssoro, Adriana Amado y Jorge Sigal.

Silencios reflexiona sobre el repliegue social en momentos de profunda persecución estatal y también el repliegue devenido de los confinamientos en plena pandemia por coronavirus. También sobre aspectos menos indagados durante los momentos más atroces de la dictadura, como las violaciones en los centros clandestinos de detención, y sobre conclusiones a las que llegó con el correr de los años -y de los gobiernos-: para Morandini, el debate sobre la memoria trágico de la Argentina está congelado a partir de la instalación de un discurso oficial.

En su libro, que presentará este lunes a las 18 en Dain Usina Cultural (Nicaragua 4899), Morandini combina su autobiografía cruda y dolorosa con la experiencia colectiva de toda una sociedad.

Un fragmento de “Silencios”

Tuve una madre de pañuelo blanco. Con ella y en ella descubrí la fuerza portentosa de las mujeres que dan vida a los hijos a los que buscan. Abandonan la soledad del aislamiento que impuso el terror. Desafían. Se instalan en la plaza pública. Una manifestación conmovedora. Sin antecedentes. El poder del silencio.

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Escuchar lo que los demás callan ocultó mi propia mudez. El silencio es siempre una invitación a escuchar. La mirada puesta en otros dolores me protegió de esa indagación honda y sin respuestas. La bestialidad humana, las indagaciones espirituales, la relación con Dios cuando se acabaron las respuestas y solo quedan preguntas.

Primero fue el ruidoso silencio de las madres del pañuelo que, con su caminar en las plazas, hicieron rugir las murallas del poder en un tiempo enmudecido por la explosión de las bombas y las sirenas. Ellas inauguraron la manifestación más ruidosa, la que sin decir dice todo. ¿Hay acaso algo más perturbador que una madre que busca a su hijo?

Luego, fue la mudez de las sobrevivientes abusadas sexualmente en los campos por la dificultad de transmitir con palabras una intimidad ultrajada. Años de escuchar lo que no tiene palabras ni razón y busca las metáforas de la religión o los eufemismos de la cobardía. Crónicas que llenan baúles.

Fueron años de mirar, escuchar y no siempre entender lo que escondía tanto silencio gritado. Flaubert decía “soy un hombre lapicera” y Svetlana Aleksievich, “soy una mujer oreja”. Ella utiliza las técnicas del reportaje para dar forma literaria a las voces que encierra en su pequeño grabador. Así se hizo merecedora del Premio Nobel de Literatura 2015.

Con menos talento, capturé lo que viví, oí, hurgué, indagué y me ofrecieron como confidencia. A veces con lapiceras, otras con grabadores. Siempre con perplejidad.

Fui descubriendo la misma verdad perturbadora que Aleksievich describió sobre el colapso de la Unión Soviética, el fracaso y la trampa de las revoluciones que, al interrumpir los procesos evolutivos, dinamizados por la libertad, regresan siempre a ese lugar primigenio en el que se mata o se muere tan fácilmente por una idea y se miente con rotunda convicción. Las revoluciones del siglo XX terminaron en pesadillas totalitarias.

“Provenimos de la misma locura”, escribió Dostoievski. Pertenezco a la generación que se embriagó con los vahos emancipadores que llegaban de Cuba. La soberbia de creer que las revoluciones harían nacer un “hombre nuevo” chocó con la caricatura que en verdad dejaron, el “homus rojo” según Aleksievich: generaciones nacidas en libertad, que glorifican el sufrimiento del pasado, vuelven a cavar trincheras para enterrar las verdades incómodas sobre un tiempo en el que prevalecía la violencia revolucionaria y se repetía sin dudar que era preferible “el hambre con dignidad que el pan comido en esclavitud”. Una ofensa al real sentir y padecer de las personas a las que les falta el pan.

En la Argentina, no fue la libertad ni el debate el que se llevó el viejo modelo de una mujer abnegada, encerrada en el protegido espacio doméstico. Fue la tragedia. Madres sufrientes que soltaron la bolsa de las compras y las ollas de la cocina para reclamar por sus hijos desaparecidos. Silencio en el lento caminar en torno a la Pirámide de Mayo que desde 1811 conmemora el primer año de la independencia.

La tradición de la cruz y la espada mandó al hombre a la vida pública y dejó a las mujeres en el hogar. Los padres en duelo debieron ocultar las lágrimas porque los hombres no lloran y no hay nada más femenino que los gemidos. Así, con el llanto ahogado, reprimido, sin poder asociarse en el dolor, muchos padres se quedaron solos, porque sus mujeres habían descubierto el poder de la protesta. Salieron a las calles, se instalaron en las plazas, descubrieron los estudios de televisión. En ese aparecer público ganaron visibilidad, pero no siempre ciudadanía.

Sin embargo, en el momento en el que atraviesan la plaza para ingresar a los salones del palacio de gobierno —no para ser homenajeadas en nombre de todos, sino para apoyar al matrimonio Kirchner que se sucede en la presidencia—, se tornan dirigentes partidarias. Los pañuelos blancos pasan a tener nombre propio. Cambian el silencio por insultos. Pierden la pureza del dolor, la tolerancia que da el sacrificio y la solidaridad que nace en “los tiempos de oscuridad”. Le dan la razón a Arendt: “La humanidad de los insultados y heridos, hasta ahora, nunca ha sobrevivido la hora de la liberación por más de un minuto”. Por eso prefiero llamarlas “las mujeres del pañuelo blanco”: el símbolo las trasciende y también lleva el nombre de Rosa, mi madre.

Quién es Norma Morandini

♦ Nació en Córdoba en 1948.

♦ Fue senadora y diputada y desde 2015 dirige el Observatorio de Derechos Humanos del Senado argentino.

♦ Durante la última dictadura en Argentina, sus hermanos fueron desaparecidos. La autora se exilió primero en Portugal y luego en España.

♦ Se dedicó al periodismo durante su exilio y en su vuelta a la Argentina: cubrió el histórico Juicio a las Juntas para el diario O Globo de Brasil.

♦ Publicó ¿Algún cordobés? y es co-autora de La política en consignas y Los treinta años del Golpe.

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