La última reedición de El bosque de la noche, de Djuna Barnes (1892-1982), incluye las palabras preliminares de otra norteamericana, Siri Hustvedt, quien adoptando una perspectiva de género señala la omisión fatal de T.S. Eliot en el prólogo original.
Este premio Nobel, autor de La tierra baldía, soslayó el tema de la sexualidad de Robin, Nora y Jenny, el triángulo lésbico que da vida a esta novela publicada en 1936, y prefirió poner el ojo, entre otros puntos, en el altruismo del verborrágico Doctor O’Connor (personaje que vincula a los restantes con su prolífico discurso muchas veces ignorado) y en el estilo de Barnes, que no por ser poético deja para él a este gran texto fuera del género novelesco. Haber recibido elogios de su prologuista no hizo sin embargo que Djuna dejara de reaccionar a la omisión: “no está dando en el blanco”, dijo sobre Eliot.
Es que obviar el tema del amor entre mujeres en este libro es, desde una mirada actual, una pretensión imposible, sobre todo cuando hay párrafos enteros que se dedican a explorar la naturaleza de esa atracción como quizás nunca más se haya vuelto a hacer después: “Un hombre es otra persona, una mujer es siempre tú misma, sorprendida en el momento en que vuelves la cara con pánico; en su boca besas tu propia boca. Si te la quitan gritas como si te robaran a tí misma. Dios se ríe de mí, pero su risa es mi amor”, dice Nora en una de sus conversaciones con el doctor O’Connor. Quizás la excesiva centralidad de este personaje (que se confiesa asexuado hacia el final) haya sido el recurso que encontró Djuna Barnes para que una historia lésbica pudiera ser contada dentro de un ambiente literario casi totalmente sometido a la nuez de Adán.
El bosque, a contramano de la deconstrucción vincular sexoafectiva que propone el actual feminismo, pierde las riendas del deseo por concebirlo irrefrenable y ofrece un muestrario de incorrecciones
Mientras que se cosían las habas del silencio y el disimulo indispensables para hacer posible la primera publicación, la editorial Faber & Faber, acusada de obscenidad, lograba defenderse de la amenaza de un juicio que finalmente no se llevó adelante.
De todos modos, la vara patriarcal juzgó a Barnes poniendo su obra del lado de la extrañeza estilística, a diferencia de lo que hizo, por ejemplo, con la pluma excelsa de James Joyce. Dice Siri Hustvedt: “El lenguaje de El bosque de la noche es difícil, pero no más que el Ulises de Joyce, que fue un verdadero ladrillo en la construcción del panteón literario. Djuna Barnes sin embargo, no colgó su historia de un esqueleto homérico. Si Ulises generó una serie de concordancias, claves y guías de lectura autorizadas, El bosque de la noche produjo desconcierto”.
Desde el punto de vista de una visibilidad que pone a los tópicos sexuales en el mismo tren de legitimidad que todos los otros y ante la obviedad de que un brillo como el de El bosque de la noche no puede nunca opacarse a la sombra de ningún tabú, podría decirse que se trata de un texto que encuentra en esta época su lugar en el tiempo.
Aunque más vigente ahora que en su momento de concepción, la trama de esta historia queda sin embargo atrapada en una escritura profunda, indefinible, compleja, que se aparta de ciertas tendencias narrativas actuales.
La forma en que la noche pasa a ser el clima mismo que domina el texto, en el sentido de una intuición poética que guía al lector más en la oscuridad que en la transparencia, es una invitación de la autora a perdernos en sus casi doscientas páginas y abandonar toda ilusión de control sobre el lenguaje, y sobre el imprevisible derrotero del corazón y el espíritu.
Es ese mismo perderse que lleva por las narices a la posesa de esta historia, Robin Vote, y también a Nora, tomada por el amor que le profesa, y que sin ser nombrado como amor, Elliot llamó obsesión. “Por eso yo digo, ¿qué hay de la noche, la noche terrible? La noche es la alacena en la que tu enamorada guarda su corazón, ella es el ave nocturna que picotea su espíritu y el tuyo, dejando caer entre ella y tú la horrible enajenación de sus entrañas. El goteo de tus lágrimas es su pulso implacable”, dice Mathew O’Connor algunas páginas después a que Nora le hiciera el pedido, la pregunta, fundamental del libro: “Doctor, vengo a que me hable de la noche”.
El bosque, a contramano de la deconstrucción vincular sexoafectiva que propone el actual feminismo, pierde las riendas del deseo por concebirlo irrefrenable y ofrece un muestrario de incorrecciones que jamás podrían formar parte de ninguna novela publicable en estos tiempos sino es para señalar la tipología de un macho alfa. Sin embargo, también propone nuevas lecturas de los puntos más estigmatizados de la irracionalidad pasional porque con la poesía todo se conquista: “El corazón del celoso conoce el mejor y más grato amor, el de la cama del otro, donde el rival perfecciona las imperfecciones del enamorado”, dice Barnes.
Esta novela situada en principio en el París de los años 20, ahonda, en gran parte, en el drama del psiquismo romántico, por el cual ese “tú y yo” que debería endulzar el corazón del enamorado/a sale perdiendo frente al fantasma de la supervivencia amenazada por el sentimiento devastador.
Es en cambio el “tú o yo” de la animalidad y la territorialidad lo que Djuna Barnes pone en boca de Nora, la esclava del amor: “Muérete ahora, y tendrás paz, y no volverán a tocarte con manos sucias, y cogerás mi corazón ni mi cuerpo, y lo darás a oler a los perros. Muérete ahora y serás mía para siempre”.
Será por ese tipo de enunciaciones desacatadas que en uno de los ensayos de El fin del sexo y otras mentiras, la periodista María Moreno inmortalizó aquella categórica afirmación sobre lo que, según ella, El bosque de la noche viene a decir del amor: nada tiene nada que ver con los Derechos Humanos.
Quién es Djuna Barnes
♦ Nació en el Estado de Nueva York en 1892.
♦ Estudió Arte y Litertura durante un tiempo breve. Para mantener a su familia, trabajó como periodista.
♦ Para conseguir ese trabajo, alegó: “Sé escribir y dibujar; si no me contratáis, seríais idiotas”. Allí redactó artículos como “Qué se siente siendo alimentada a la fuerza” y para hacerlos se ofreció ella misma a hacer la experiencia. Con el texto aparecen fotografías de ella misma en una camilla rodeada de doctores que, mientras la sujetan, le dan alimentos a través de tubos.
♦ En 1921 se fue a París, donde fue parte de las vanguardias de principios del siglo XX. Llevaba una carta de recomendación de James Joyce, de quien se había hecho amiga.
♦ Escribió Ryder, novela de autoficción inspirada en la historia de su familia (que incluye la posible violación de su padre y una relación incestuosa con su abuela), y El almanaque de las mujeres, inspirado salón literario de Natalie Barney, una “lesbiana de letras”.
♦ Volvió a Nueva York cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, alquiló un departamento y allí se quedó durante 41 años hasta su muerte, en 1982.
El bosque de la noche (fragmento)
En el segundo piso del hotel (uno de esos alojamientos de segunda clase que se encuentran en cualquier rincón de París, ni malos ni buenos, pero tan típicos que no sorprenderían a nadie aunque los cambiaran de lugar todas las noches) se abría una puerta que exhibía un piso alfombrado de rojo y, al fondo, dos ventanas que daban a la plaza. En un lecho, rodeada por una maraña de plantas en tiestos, palmeras exóticas y flores en jarrones, entre las débiles notas emitidas por pájaros invisibles que parecían olvidados (como si su dueño no los hubiese cubierto con la funda habitual, semejante al paño de las urnas funerarias, que las buenas amas de casa ponen sobre sus jaulas para callarlos), yacía la muchacha, inerte y desgreñada, más allá de los almohadones de los cuales había apartado la cabeza en un instante de amenazada lucidez.
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