Tres mujeres. Tres historias distintas pero un mismo hilo conductor: cómo se reflejan las existencias disconformes. Rita, Nadiya y Victoria son las protagonistas de El cuerpo es quien recuerda, la nueva novela de Paula Puebla, editada por Tusquets. A lo largo de sus casi 300 páginas, la escritora argentina construye las voces de estas mujeres que, unidas desde su soledad, atraviesan situaciones que las llevan a reflexionar profundamente sobre quién es una, el cuerpo y las relaciones.
En su nuevo libro, Paula Puebla se aleja de la corrección política y abre preguntas y debates sobre temas profundamente actuales: la maternidad, la subrogación de vientres, los límites del cuerpo, la identidad y los mandatos de clase. “La culpa es un látigo que pega desde adentro”, dice una de las protagonistas en el libro: al recorrer las páginas de la novela es imposible que la identificación no suceda. Así, las mujeres que construye en El cuerpo es quien recuerda son sobrevivientes de un mismo sistema y no solo exploran miserias propias sino que meter el dedo en llagas ajenas también forma parte de estas historias. Así como lo hizo en Una vida en presente, Puebla aborda, con herramientas ficcionales, algunos temas tan vigentes como necesarios.
El cuerpo es quien recuerda narra, entre otras, la historia de Rita. Ella es joven y rica, pero la acecha una obsesión: su origen. También está entre sus páginas Nadiya, que lleva una vida pariendo bebés en Ucrania, que posteriormente serán criados por otras familias alrededor del mundo. Y Victoria, una famosa ex-modelo, que no soporta el paso del tiempo y la presión de lo que calla. Así, la escritora pone sobre el tapete cuestiones como el hartazgo, la obsesión, el amor, la asfixia que generan ciertas situaciones, la sexualidad, qué es un cuerpo y la pregunta sobre la identidad.
En una de las escenas del libro explotan varias de esas cuestiones, como en esta carta que recibe Victoria de parte de quien subrogó su vientre hace más de veinte años, Nadiya: “Usted ha sido pionera en lo que hoy todos llaman turismo reproductivo. Rita no es solo mi primera hija, sino también de la primera generación de bebés nacidos dentro de la ley. ¿Imagina usted lo que pasó antes por fuera de ella? Oh, ¡y lo que sucede ahora! Todavía recuerdo cuando escuché el latido de ese corazón fuerte y decidido, los ojos míos se llenaron de lágrimas. Todavía puedo sentir esa vida con toda claridad, ¡nunca había oído una música tan maravillosa! Pero una puñalada cortó aquella felicidad cuando caí en cuenta de que los golpes de ese músculo bondadoso no me pertenecían”. ¿Quién es quién? ¿Cuál es el límite del cuerpo? ¿Y de los lazos?
Nacida en Buenos Aires en 1984, Paula Puebla es reconocida en la escena literaria actual. Autora de la novela Una vida presente, editada en 2018 por 17Grises, y también del libro de ensayos Matilde eres tú, un año después. A su vez, dicta talleres de narrativa y colabora en medios digitales con artículos sobre política y literatura. También es especialista en Gestión Estratégica de Diseño por la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires.
Su abordaje de temas que están vigentes en la conversación social ya había ocurrido en su novela Una vida en presente, en la que Puebla presenta los dilemas de la percepción femenina y feminista actual. A través de la historia de María, las problemáticas son similares a las de su nueva novela. En el libro publicado por 17Grises, Puebla problematiza las transacciones del deseo, la soledad, la penitencia sexual, la disolución de los esquemas de realización familiar, la exigencia de la vida laboral, la mezquindad de las experiencias afectivas y las adicciones. También -como en su nuevo libro- aparecen los mandatos sociales de la maternidad y la fidelidad con relación a la imagen caricaturesca de una masculinidad en crisis.
Con El cuerpo es quien recuerda nadie sale igual que como entró a la lectura.
Así empieza “El cuerpo es quien recuerda”
RITA PÉREZ LAVALLE
Nací el 20 de diciembre del año 2001 a las 19:52. Mi partida de nacimiento indica que soy argentina, pero lo cierto, lo exacto, es que nací en territorio ucraniano.
La diferencia horaria entre Argentina y Ucrania es de +6 horas y la distancia entre Buenos Aires y Kiev es, según Google, de 12.816 kilómetros.
Con esto quiero decir que no nací en el momento preciso en el que el Sikorsky S76B de fabricación estadounidense y 3,5 toneladas de peso hacía equilibrio a centímetros del techo del viejo edificio rosado con el objetivo de no dañar su estructura.
Lo que quiero decir es que respiré por primera vez el aire de este mundo cuando el mayor Claudio Zanlongo y el vicecomodoro Juan Carlos Zarza recibieron el llamado del jefe de operaciones de helicópteros. «Diríjanse al sector militar de Aeroparque», dijo la voz de Sergio Castro. «Aguarden instrucciones», siguió. «Realizar la extracción del presidente de manera segura», fue la información que más golpeó a Zarza. Ya tenía experiencia en eso de sacar de apuros a radicales. Había sido piloto de Raúl Alfonsín cuando en las Pascuas de 1987 lo llevó hasta Campo de Mayo para entablar negociaciones con Aldo Rico, jefe del Regimiento de Infantería 18 de San Javier, Misiones, y líder del levantamiento carapintada.
Entonces nací a las 13:52 hora argentina, seis horas antes de que Fernando de la Rúa se subiera a ese vientre de metal para surcar el aire de la nación hacia algo más que la deshonra. Pesé 2,900 kilos. Se hubieran necesitado más de doce mil bebés como yo para alcanzar el peso de aquel Sikorsky. En esto no hay diferencias con Ucrania ni con ningún otro país: un kilo de bebé es un kilo de helicóptero. Los números no mienten. Las palabras, sí.
1
Me desperté, como todas las mañanas, antes que él. Estaba desnudo, con el culo blanco apuntando al techo. Me acerqué un poco para corroborar que el grano en el centro de una de sus nalgas estuviera en el punto perfecto para reventárselo más tarde. Las sábanas colgaban enredadas de los pies de la cama, hechas un bollo que parecía de papel. Dormía profundo, como si se hubiera tirado de un séptimo piso directo al colchón y, tras el impacto, hubiera quedado ahí, estampado al sueño. El ángulo en el que tenía acomodadas las piernas dejaba asomar sus huevos suaves que, lejos de encenderme, provocaban en mí algo parecido a la ternura. Por la boca abierta se escapaba un hilo de saliva que mojaba la almohada. Más tarde, cuando se despierte, me dirá que le duele la garganta y buscará argumentos ridículos para echarme la culpa de su malestar: nuestra danza folclórica favorita.
Todos las mañanas, desde hace un tiempo que no sabría precisar, la primera imagen que me entra por los ojos es la del cuerpo de este intelectual blando y desgarbado que no se levanta antes de las once y al que todo el mundo trata como una estrella de rock porque repite las dos o tres verdades universales que los tiempos, los últimos cincuenta años, dicen que hay que decir. Entre ellas: «La violencia tiene un impacto negativo sobre la sociedad». Claro que también dice otras cosas, pero lo de él, por lo general, son locuciones poco discutibles sustentadas en argumentos tan viejos como las injusticias que repudia como profesión, como forma de vida.
Aunque sea un animal de repeticiones, Héctor no es cada vez la misma persona ni el mismo hombre. Los días no solo cansan y envejecen y deterioran; también dejan algo dentro nuestro que altera de forma mínima la manera en la que fuimos ayer. Los días pesan sobre nosotros.
Me levanté sin hacer ruido, caminé hasta la cocina y puse la pava para hacer unos mates. No hay día que no me sorprenda de las dimensiones de la casa en la que vivo, no hay día que no me resulte extraño que nada de lo que está ahí dentro —salvo contados y mínimos objetos— me pertenece. Imagino que si me hartara, no me llevaría más de cinco minutos juntar mis cosas, todas mis cosas, e irme. Podría desaparecer por completo o podría dejar algo atrás. Una tanga, un gancho de pelo, una nota vieja escrita con fibrón, como para que olvidarme fuera la secuela directa, la tortura extra, que significaría para Héctor mi desaparición. No le gusta que use el verbo «desaparecer» para cualquier cosa. Cada vez que lo hago, Héctor me reprueba y me sugiere abrirme al refrescante mundo de los sinónimos. Yo no creo en ellos, como no creo en los reemplazos. Quiero decir: no creo que existan palabras equivalentes. No me canso de decírselo y de subrayar que ninguna palabra es ni puede ser igual a otra.
La mayoría de nuestras peleas son por el lenguaje. Eso es lo que yo creo. O son porque tenemos poco sexo. Eso es lo que cree Héctor.
Quién es Paula Puebla
♦ Nació en Buenos Aires en 1984.
♦ Es autora de la novela Una vida presente y del libro de ensayos Matilde eres tú.
♦ Escribe artículos sobre política y literatura en medios digitales.
♦ Da talleres de narrativa y está especializada en Gestión Estratégica de Diseño.
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