Los varones trans también existen: empezá a leer “Siempre estuve ahí”, de Oliver Nash

El activista, escritor y periodista argentino publicó su primer libro, una autobiografía que viene a suplir la ausencia de masculinidades trans en la literatura no académica

"Siempre estuve ahí", autobiografía de Oliver Nash

En los últimos años, gracias a los avances sociales y legislativos, a la par del creciente interés del público, hubo un fuerte auge de la literatura trans. Autoras como la argentina Camila Sosa Villada o la australiana McKenzie Wark volcaron con sumo éxito su vida a la ficción y se convirtieron en referentes de una parte de la comunidad LGBT+ que, por décadas, tuvo que ver cómo el resto contaba y se apropiaba de sus historias, aunque esa misma comunidad nunca se haya resignado a aceptar la realidad sin atinar a transformarla.

Sin embargo, aunque las experiencias de vida de mujeres trans escalaron desde vanguardistas ediciones independientes a los más grandes grupos editoriales, no sucedió lo mismo con los varones trans, cuyas apariciones pueden contarse con los dedos de una mano. Además, los casos aislados que vienen a la mente cuando se piensa en masculinidades trans, como el del filósofo Paul Preciado, tienden al academicismo más que a la literatura.

En este contexto, el debut literario de Oliver Nash llega para suplir esa ausencia injustificada. Siempre estuve ahí es una autobiografía en primera persona que narra los primeros años de su vida en los que tuvo que aprender a fingir para hacerle frente al bullying, la discriminación, el miedo y el dolor por parte de una sociedad ignorante e intolerante. Pero la novela no se queda ahí: además, cuenta el momento en el que, a pesar de la influencia negativa del contexto, Oliver decide transicionar y reflejar por fin, en su exterior, al hombre que siempre estuvo ahí.

Oliver Nash escribió uno de los primeros libros no académicos sobre masculinidades trans (Foto por Nora Lezano)

Infobae Leamos comparte un fragmento de Siempre estuve ahí, de Oliver Nash:

La habitación se llenaba de esa luz dorada que solo tienen los días de verano. Yo estaba tirado sobre la alfombra azul, debajo de un techo de papel de estrellas que brillaban cuando se ponía todo oscuro. Disfrutaba los últimos días de vacaciones antes de comenzar de nuevo el jardín de infantes. Iba a empezar salita de 4 años y ya tenía un par de amigos y amigas. Nos llevábamos muy bien. A esa edad la diferencia entre nenas y nenes no se hace notar tanto. Éramos iguales. O así lo sentía. En mi casa tenía libertad para jugar a lo que quería. Mi papá y mi mamá siempre me la dieron porque entendían que los juguetes van más allá de todo, pero tenía más cosas con las que supuestamente debería jugar una nena.

El piso de alfombra era suave y no tenía ganas de levantarme, pero me llamaron porque era hora de cambiarse. Teníamos que ir a una reunión, un cumpleaños o alguna de esas cosas que hacen los adultos. Me levanté y mi mamá me puso un vestido rojo con pliegues blancos. El rojo era mi color favorito y a simple vista me veía lindo así. Me miré en el espejo y me puse a dar vueltas porque me encantaba cómo el movimiento hacía volar los pliegues. Paré de girar y me quedé mirando unos instantes mi reflejo. La ropa me quedaba bien, aunque había algo que me resultaba muy incómodo, tenía ganas de sacármelo. No entendía por qué me sentía así. Lo único que sabía era que quería ponerme un pantalón y vestirme igual que mi mejor amigo Tomi, del jardín. Me parecía raro tener que vestirme como Lucía, su hermana melliza. Con Tomi sentía que teníamos mucho en común, tanto que yo me consideraba un par de él, uno más. Y él también me veía así, algo que no me pasaba con mis amigas.

—No quiero usar vestido —le insistí a mi mamá—, no me gusta.

—Pero ¿por qué? Te queda lindo.

—No sé, no me gustan, no quiero usarlos más.

—Son cómodos, todas tus amigas usan vestido —me decía para hacerme sentir bien e intentar convencerme—, son frescos para el verano, ¿te parece feo? Podemos ponerte otro.

—Es lindo, pero no sé… Me gustan más los pantalones como los que usan los otros nenes, quiero usar eso.

Después de insistirles a mis padres, entendieron que eso no iba a funcionar y me respetaron como pudieron. Casi no usé vestidos, a menos que fuera un evento muy importante. A veces debía ceder, como si hubiéramos firmado un acuerdo tácito, e ir como iba todo el mundo, como tenía que vestirse una nena.

Lo peor, igual, era el color. Todo era rosa: la ropa y los juguetes. Tanto que empecé a odiarlo. Como si ser nena fuera ser rosa. Me harté al punto que no quise usarlo más.

Con 3 años, yo no estaba pensando en el vestido en sí, ni en el rosa, ni siquiera me importaba. Había algo que había aprendido viendo televisión, en el jardín, en la calle, en todos lados: que los hombres y las mujeres se veían diferentes, de determinada manera, de determinados colores. Si yo me veía a mí mismo como uno de ellos, ¿por qué mis colores y ropa eran como los de ellas? Según lo que había aprendido, un vestido era de mujer. Entonces, si las mujeres usaban vestidos y yo era un nene, ¿por qué tenía que usarlos? ¿Por qué me confundían con una chica?

***

¿Y ahora? ¿Cómo contarles a los demás? ¿Cómo hablar con mis amigas? ¿Cómo decirles quién era? ¿Y si me dejaban de hablar? ¿Si no entendían? ¿Si me decían que no se podían relacionar con alguien como yo? ¿Si me decían que me aceptaban, pero que no podíamos ser amigos? ¿Y si me quedaba sin ningún amigo?

Todos los días me repetía esas preguntas, al punto que empecé a evitar hablar con mis amigas porque sentía que las estaba engañando y me podían descubrir. Eran buenas personas y creía que no me iban a discriminar directamente, pero nunca habíamos hablado de algo así. Quizá no me discriminarían, pero sí se distanciarían al verme diferente. Tenía miedo de que creyeran que había pasado toda mi vida mintiéndoles. No conocíamos a personas trans y no sabía qué pensaban ellas sobre eso.

Les dije varias veces de reunirnos, con diferentes excusas, y cada vez que nos veíamos las palabras no salían de mi boca. Estaba más callado, casi no participaba, solo las escuchaba y me reía. Mi mente no estaba ahí.

Luego de cada juntada sentía un gran vacío, una fuerte presión en el pecho. Solo me salía llorar en la oscuridad de mi habitación. Me había convertido en un personaje secundario de mi propia vida.

Decidí escribirle a Alex, una persona a la que quería mucho sin ser todavía tan amiga mía, pero la única que era abiertamente LGBT. Ella era muy amiga de mis amigas y lo que yo quería era que me ayudara a decírselo. O que me dijera cómo pensaba que iban reaccionar. Como tampoco me iba a animar a decírselo en persona, volví a redactar un texto, un poco más corto, y se lo mandé. Pasaban los minutos y no me respondía. Pasaban las horas, y nada. ¿Me odiaba? ¿Me iba a dejar de hablar por esto? Quizá fuera mejor. ¿Para qué quiero relacionarme con gente que no me acepta?

Varias horas después, me llegó un mensaje. Se la notaba bastante confundida y sin saber bien qué contestarme. Le había tirado tremenda roca sin demasiada introducción a alguien que no me conocía tanto. Me dijo que me apoyaba y que estaba casi segura de que las chicas también lo iban a hacer. Que iba a estar todo bien. Y además me invitó a ir a su casa cuando quisiera. Que ella estaba para lo que necesitara. Descargué un poco del peso que me aplastaba, ya había alguien más que lo sabía, ya no estaba solo encerrado dentro de mí. Le dije gracias miles de veces.

Días después quedé en ir a merendar a lo de Alex. Estaba preparando unos productos en cerámica para la presentación que tenía que hacer en unas de las materias de la facultad. Eran unas tacitas muy tiernas para tomar el té en hebras. De golpe apareció su hermana y me saludó.

—Él va a tomar un té de frutillas, ¿vos querés algo? —le dijo Alex a su hermana con total naturalidad.

Había solo tres personas en esa habitación. Sentí que el pecho se me llenaba de aire y la cara se me ponía caliente. Una leve sonrisa disimulada se me dibujó. “Él” era yo. Era la primera vez que alguien me hablaba en masculino en persona. Todavía no estaba seguro de qué pronombres quería usar. Sabía que femeninos no. Parte de no saber cómo nombrarme era porque estaba acostumbrado a que todo el mundo me hablara en femenino y, aunque lo odiaba, no sabía cómo iba a adaptarme a los demás pronombres. Nadie me nombraba de otra forma. Pensé en “elle”, pero no lo sentía como para mí. Pero ese Él… Ese Él se sintió como llegar por fin a casa.

***

Toda mi vida había llevado el pelo muy largo y en ese último tiempo lo había cortado un poco más, no demasiado. Solo por debajo de los hombros. Tenía el pelo castaño y cuando me pegaba el sol se le hacían reflejos medio cobrizos. Lo que más se destacaba eran mis rulos, que se inflaban tanto con la humedad que me hacían el pelo inmenso e impeinable. Por eso, de chico, cuando estaba de moda tener el pelo como seda, las chicas se reían de mis rulos porque, según ellas, tener el pelo así era señal de no arreglarse. Durante años había descuidado mi imagen, mi cara y mi pelo porque tenía el concepto erróneo de que el cuidado correspondía a las mujeres y yo quería hacer la menor cantidad posible de cosas “de mujeres”. También porque creía que todo cuidado era una imposición social y una presión para seguir determinados parámetros de belleza. Entré al Instagram de una peluquería LGBT y les consulté para cuándo tenían turno. Recién habían abierto, así que tenían mucha demanda, pero justo se les había liberado uno para ese mismo viernes. Sin dudarlo, dije que iría. Terminaba de cursar la carrera esa misma semana y ya en ese momento iba a estar libre por fin y, con suerte, recibido. Un segundo después pensé en qué estaba haciendo: ¿cómo me iba a ver sin el pelo largo? ¿Qué iban a decir los demás? ¿Qué le iba a parecer a mi mamá? ¿Qué iban a pensar mi papá y hermanos, con los que ni siquiera había hablado todavía? Pero fui igual. Si total nunca estuve listo para nada…

Era un local chiquito en una cuadra corta que en la puerta tenía una bandera LGBT. Eso ya me hizo sentir más seguro. El lugar se llamaba La Mariquería. Entré abriendo lentamente la puerta y me quedé ahí parado hasta que una chica con pelo muy corto me preguntó qué necesitaba. Le dije que me iba a hacer un corte y me hizo sentar frente a uno de los espejos. Para evitar verme, me saqué los anteojos.

—Bueno, ¿qué querés hacerte? —dijo mientras me tocaba el pelo, seco por el poco cuidado que le daba en esos últimos tiempos, en los que me había abandonado totalmente.

—Quiero cortarlo, corto.

—¿Cómo de corto?

—Bueno —me detuve unos segundos; decirlo era más difícil de lo que creía—, todo.

—¿Todo? ¿Todo, todo? Eso va a ser un cambio, tenés bastante. Dale, lo hacemos —me contestó simulando la sorpresa y sonriéndome de manera cómplice.

Creo que ella se había dado cuenta de por qué estaba ahí. Mis movimientos, mi timidez, mi vestimenta, el caminar encorvado para que no se me notaran las tetas y el corte que le pedía le daban una posible idea.

—Perdón, en el apuro no te pregunté: ¿qué pronombres usás?

—Ehm… —Me quedé pensando de nuevo. Era la primera persona fuera de mi círculo que me hacía esa pregunta—. Prefiero masculinos.

—Genial —me contestó mientras agarraba el pelo y veía cómo iba a cortar—, ¿estás listo?

Empezó a cortar mientras de a ratos exclamaba cuánto pelo tenía y me mostraba lo que iba sacando. Cada pelo que se iba dejaba atrás una parte de mi vida. Me parecía fuerte haber esperado hasta terminar la universidad para hacer algo tan básico como esto. Por supuesto, era todo un cambio. No solo tenía miedo por cómo me vería mi familia, sino porque todavía tenía que buscar trabajo y me daba temor que eso influyera negativamente. Verse medio andrógino no suele sumar tanto en las búsquedas que hacen los de recursos humanos.

—Ahí ya cortamos bastante con la tijera —me dijo, señalando el piso—, es un montón. ¿Cómo te vas sintiendo?

—Bien. Muy diferente, pero creo que me gusta.

—Ahora vamos a ir con la maquinita. ¿Alguna vez te cortaste?

—No, es la primera vez que me corto el pelo corto.

—Me encanta, ¿tenés idea de cómo lo querés? ¿En qué número?

—Me gustaría que quede rapado en los costados y con más pelo arriba, pero no tengo idea de números. Como te parezca a vos.

Empezó cortando de a poco con un número ocho y luego llegó hasta un tres. El pelo estaba tan corto que se me veía la cabeza. No podía ser.

—¿Cómo querés que te deje las patillas?

—¿A qué te referis? No tengo idea de cómo se pueden dejar.

—Algunos chicos se las dejan cuadradas, porque se ven como más masculinas, y las chicas no tanto. O sea, es a gusto, depende. Como te sientas más cómodo vos.

—Entonces las quiero cuadradas.

Cada vez que me trataba con mis pronombres masculinos era como una pequeña caricia. Terminó de cortarme y puso un espejo detrás de mi cabeza para preguntarme si así ya estaba bien. Me puse los anteojos y me estremecí. ¿Ese era yo? Por primera vez en mucho tiempo me volvía a ver. Mi reflejo perdido, y por años reprimido, había vuelto. Yo había vuelto. Yo estaba ahí.

Se me llenaron los ojos de lágrimas, las ahogué y le agradecí por todo. El corte era lo de menos. Salí raspándome la mano en el pelo cortito detrás de la nuca. Nunca lo había sentido así. Cuando llegué a mi casa, el primero que me vio fue mi hermano y, desconcertado, solo exclamó: “Ah, ¿te cortaste el pelo?”, sin entender nada. Después me crucé a mi papá, que me dijo, extrañado también: “¿Por qué te hiciste eso?”. Solo le dije que era un cambio de look porque se venía el calor. No le mentía, era un cambio de look de mi identidad. Mi hermana me vio después y ni siquiera me reconoció. Mi mamá fue la última y creo que mucho no le gustó. Ella amaba mi pelo largo. Se le notó el esfuerzo cuando me dijo: “Si a vos te gusta, está bien”.

Me volví a mirar en el espejo. Me sentía un tonto por haber esperado tanto para cortarme el pelo, por haber tenido tanto miedo, por haber retrasado quien era por una carrera universitaria, por el qué dirán, por los demás. No tenía sentido, cada vez que lo pensaba era peor, realmente me había dejado de lado para poder terminar la universidad. Eso no podía valer más que yo mismo. Sin embargo, ya no podía hacer nada con lo que había hecho en el pasado y, menos, con lo que no había hecho. Estaba ahí. Me costaba reconocer a la persona que había sido todos esos años. No porque fuera alguien diferente, sino porque nunca lograba encontrarme en esa imagen que me devolvía el espejo. Y ahora, cuando me miraba de nuevo, muy de a poco, empezaba ver a ese nene que se miraba y no quería ponerse un vestido. A ese que quería ir a jugar a la pelota. A ese que se veía igual a sus amigos, pero al que los demás no veían igual. A veces cortarse el pelo se siente como ir al psicólogo: entre corte y corte, te liberás de algo que te pesaba. Ese día fue sanador. Ese día dejé una carga muy grande, dejé atrás una parte de mi vida. Ese día fue el comienzo de todo.

Quién es Oliver Nash:

♦ Nació en Buenos Aires en 1992.

♦ Es periodista, escritor y licenciado en Comunicación Audiovisual, además de activista por los derechos de las personas LGBT+.

♦ Antes de dedicarse a la comunicación de temas de diversidad en medios nacionales e internacionales, trabajó como periodista y también en el área de las Ciencias Políticas.

♦ Utiliza las redes sociales, donde lo siguen miles y miles de personas, para divulgar sus propias vivencias y las de su comunidad.

♦ Participa en Abosex (Abogados por los Derechos Sexuales).

♦ Intenta ser la persona que hubiera necesitado cuando era chico, para hacer visibles a quienes el mundo invisibiliza.

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