Sí, si uno dice “Abelardo Castillo”, piensa en cuentos, cuentos poderosos. O en una novela embriagadora, El que tiene sed. En un autor que, en su taller, formaba escritores. Difícilmente piense en un poeta. Sin embargo, el poeta estaba allí. Desde el principio.
Castillo, efectivamente, arrancó escribiendo poemas pero luego decidió quemarlos: no pasaron su propio tamiz. Sin embargo, algunos versos compartió, otros fue guardando. No quería publicarlos en vida.
Castillo murió en 2017 y su viuda, otra gran escritora y gran lectora, Sylvia Iparraguirre, quedó como responsable de su obra. Ella tomó la decisión de ir adelante con la publicación de los poemas. Trabajó junto con dos poetas y editores, Gabriela Franco y Eduardo Mileo, para hacer de esos poemas un libro, que sale por Ediciones En Danza.
Contó Franco: “Abelardo Castillo escribió poesía toda su vida. Muy temprano, sin embargo, decidió que esa sería su fiesta secreta: una ceremonia personal, de encuentro consigo mismo, que no requeriría de publicación ni de otras miradas”.
El libro se llamó La fiesta secreta y se presenta este jueves a las 18.30 en Libros del pasaje, Thames 1762. Hablarán Iparraguirre, Franco y otro poeta, Javier Cófreces.
Aquí, tres poemas.
De “La fiesta secreta”
Sylvia
Amor amor no cabe en las palabras
saber que estás ahí como si el tiempo
no hubiese transcurrido entre el origen del mundo y esa puerta
como si todo hubiera sido siempre
tu pelo de oro azul sobre mi almohada.
Amor amor hace mil años
aconteció una historia parecida.
Los dos ya son palabras y ceniza
pero nosotros
somos aún el laberinto vivo de tu oreja
un sonido de río en tu cintura
los caracoles que yo salgo a buscar
en la arena dorada de tu vientre.
Cómo decir ahora que oí cómo la noche
(estás dormida como nadan
los caballitos de mar)
dibujó otra figura con tu cuerpo.
Amor
amor
construida en la noche de mi casa!
(1987)
Espejos
Antes que yo, dos hombres han sentido
el sagrado pavor de los espejos.
No soy yo, es mi miedo lo que mido
con esos dos, tan altos y tan lejos.
Poe y Borges supieron de esta rara
maldición de la luz: la que duplica
el horror paulatino de mi cara
que en vejez, tiempo y muerte se disipa.
Dios debiera velarnos a estos jueces
de la ruina del alma y de sus grietas.
Ya es pecado morir, por qué mil veces
matarse entre cristales y aguas quietas.
Por eso no hay espejos en mi casa.
En la pared, un gran dibujo intenta
fijar mi antigua cara. El tiempo pasa
y me asesina sin que yo lo sienta.
(1974)
El orante
En el exacto centro de mí mismo
hay un hombre que reza, cada noche,
yo lo dejo
tratando de no perturbarlo demasiado,
él ya olvidó el sentido
de las palabras que murmura,
pero reza de noche
cuando cree que yo no lo vigilo
(1987)
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