En una casa con un gomero de raíces monstruosas, los cimientos de una vida empiezan a ceder. La primera novela de la uruguaya Leonor Courtoisie, dramaturga, actriz y poeta, construye el monólogo de un mujer en sus 30 que vive en la casa de su madre con la que mucho no congenia, con un hermano que sufre hace años de depresión y con los recuerdos de su abuela, la única que, según la protagonista, mantenía unida a la familia.
Esta pérdida descorre el telón de huecos insondables. La protagonista trata de ponerle imágenes y palabras a los silencios de la vida familiar. En el medio, monta una obra de teatro en la propia casa cuya existencia está en veremos. En el medio rememora dolores propios, de amores con hombres, de cariños violentos, de pérdidas aún sin llorar.
No es una pieza que encaje ni en el texto dramatúrgico ni en la novela ni en la poesía. Tampoco lo pretende. Por momentos la protagonista pone sin demasiada vuelta sobre la mesa lo que su círculo se empeña en no ver. Por momentos sufre de extrema sensibilidad frente al cambio. Por otros, sus paseos por la casa y por el barrio se describen con frialdad como lo haría una prima lejana de Meursault, el apático protagonista de El extranjero, de Albert Camus.
Lo que tienen en común ambas voces es que generan un malestar. Son los inclasificables, los que ponen en evidencia lo absurdo y cruel del mundo. Y todos los que flotan sin pataleos en esa corriente.
—La protagonista habla en un momento sobre la violencia sutil y la explícita, y de cómo el que pone en evidencia las cosas muchas veces queda como “la loca”. ¿Podrías darme tu opinión sobre esto?
—La violencia es violencia, no sé si hay matices. Dar cuenta de ciertas violencias aparentemente sutiles para muchas personas es síntoma de excesiva fragilidad y a muchas de quienes hacen foco en determinados comportamientos se las encasilla con facilidad y premura. Es más fácil decir que el otro está loco de manera despectiva que repensar las formas que tenemos de relacionarnos. Hay una vagancia intelectual que suprime toda disidencia ante las formas, toda reflexión. Igualmente, no creo que haya que erradicar toda violencia, hay formas de la violencia que me interesan pero no sé si tanto cuando es de unos sobre otros, que se yo, a mí me encanta morder, pero si me dicen que pare paro, no puedo arrancarte un pedazo, y hay personas que no saben parar, y ya no es que queda la marca de los dientes torcidos en un cuello, una pierna o un brazo, te van sacando los pedazos hasta que te dejaron sin carne y no sé si es muy lindo andar por la vida sin carne, al menos es medio difícil para sostenerse de pie, y a mí me gusta mucho caminar, morder siempre que puedo y caminar también.
—¿Qué pensás de la familia como modelo fundante de la sociedad?
—La familia puede ser una trampa, a veces un pozo del que no se puede salir, la imagen del pozo la tengo muy presente porque se me aparece aunque no la busque. En algún agujero cósmico de los años de pandemia, Lucrecia Martel habló sobre escribir como si se hiciera un pozo. (...) Ese abismo intangible imanta, a diferencia de la familia, que está atrapada en un centro que no permite ver el borde de las cosas, muchas veces viciada en una hondura chata, una penillanura levemente ondulada de poca palabra, mucho secreto y descuido, maneras de hacer familia que se arrastran como dogmas. Quiero creer que cuestionar y dejar de hacer caso omiso a lo que no se dice y lo que se esconde habilita a pensar cómo vivimos, con quiénes y por qué, poner en palabra como primer paso para que la base de la familia se apuntale en actos de solidaridad y colaboración y deje de ser el sostén de un comportamiento atrofiado de genuflexos.
Depresión y arquitectura del progreso
Durante la novela se va abriendo una ventana hacia la realidad del pueblo uruguayo. La enfermedad social y la destrucción de lo nativo a manos del progreso. La exaltación de la fortaleza frente a la debilidad, que justifica la indiferencia humana.
“Un vacío se puede transformar en piedra preciosa, pero primero tiene que exponerse a un calor extremo y a veces, muchas veces, prevalece la frialdad ante lo ajeno, la poca empatía”, afirma Courtoisie. “La depresión, que es un tema recurrente en el libro es algo de lo que no se habla o se está intentando hablar pero cuesta, hay una dificultad para aceptar la precariedad, la fragilidad y mientras tanto Uruguay sigue siendo uno de los países con mayores índices de suicidio de Sudamérica. Escapar o aislarse en el magma ya ni siquiera nos prende fuego, nos deja hechos baba, una lógica perfecta para el adiestramiento, un automatismo feroz, el silencio atronador como bandera”.
—En tu novela la protagonista hace como una exaltación de los objetos por sobre las personas. El primero, la casa. ¿Por qué las casas donde vivimos nos marcan tanto?
—Una hipótesis que me empujó tiene que ver con pensar si la arquitectura y los espacios que transitamos en el cotidiano afectan la escritura, el modo de vida y cómo. Los objetos, en general, son tangibles y seguramente seguirán con vida hasta después de nuestra muerte, y el tema de la muerte, como todos los grandes temas universales, me obsesiona. Ser más quebradiza que una piedra me da miedo, me paraliza un rato y después me hace pensar en la piedra, en las propiedades de la piedra, en cómo es el hábitat de esa piedra, cómo llegó a dónde está ahora y cómo será en quinientos años cuando yo ya no esté. Esa atracción por los objetos como seres vivos me permite restarme importancia y dejar en evidencia lo insignificantes que somos y que son algunas aparentes prioridades o sentires.
—En la protagonista se percibe una resistencia al cambio que se refleja en las transformaciones del barrio, que son mal vividas. Pero lo que hay son unas raíces monstruosas que todo lo rompen, un hermano deprimido, unos padres en conflicto. ¿Por qué pensás que tu protagonista quiere, aun así y todo, aferrarse a ese pasado, “esas raíces”?
—La observación de lo que sucede en el barrio tiene que ver con la destrucción de una comunidad para construir edificios con apartamentos que tienen el tamaño de una caja de zapatos y el costo de una casa con piscina en la rambla. No creo que atender a los procesos urbanísticos y dejar permear la escritura por esos acontecimientos tenga que ver con una resistencia al cambio, más bien es un llamado de atención a la manera en cómo se está cambiando, la mayoría de las veces impulsada por estudios arquitectónicos llevados adelante por personas que nada tienen que ver con la vida barrial. Tampoco creo que la protagonista quiera aferrarse al pasado o a las raíces, simplemente intenta retener imágenes que solo podrían transmitirse desde la pintura o la fotografía. La mirada oblicua y desconfiada ante lo que genera la gentrificación no es una nostalgia de tango viejo, es prestar atención y hacer una crónica errática de los trasiegos torpes y poco organizados del progresismo actual, de cómo la inconsistencia de esa fuerza política desestabilizó los movimientos sociales y populares que dieron pie a la derecha más rancia y necrocapitalista que reina hoy en día en Uruguay y de cómo ni yo ni la protagonista ni muchas personas que conozco pudimos hacer nada y nos dejamos estar en una comodidad anormal y pasajera.
La mujer desnuda al teatro
Armonía Somers es el pseudónimo de una escritora uruguaya que escandalizó a su época con su primera novela, La mujer desnuda. La protagonista es Rebeca Linke, una mujer de 30 que se interna en el bosque en un viaje surrealista para recuperar el deseo. Como una Eva hipersexualizada va seduciendo personajes por su camino, lo cual molestó a muchos lectores de su época y despertó fascinación en otros. Originalmente publicada entre octubre y diciembre de 1950 en la revista Clima: Cuadernos de Arte de Montevideo, Criatura Editora vuelve a poner en circulación no la versión más divulgada y revisada por la autora, sino la original, la que apareció en la revista, y a la que se le agregaron ilustraciones de Caro Ocampo.
En abril de este año, Leonor Courtoisie escribió y dirigió una obra basada en el mítico texto de Somers: Estudio para La mujer desnuda, que tuvo una muy buena recepción. En el Teatro Solís, la ópera en el casco histórico de Montevideo, 800 personas revivieron cada noche la historia que escandalizó a Uruguay hace más de 50 años.
—Entiendo que representaste La mujer desnuda en abril. ¿Cómo fue la experiencia?
–Escribí y dirigí Estudio para la mujer desnuda, una versión de la novela de Armonía Somers. Fue una invitación de la Comedia Nacional para abrir la temporada con esa puesta en la sala del Teatro Solís. La experiencia fue intensa y difícil, el texto original es complejo y era la primera vez que dirigía en ese teatro y al elenco estable, pero me rodeé de un equipo maravilloso y pudimos concretar los resultados que esperábamos e intuíamos: generar más preguntas que respuestas, confiar en las prácticas escénicas colaborativas, comenzar un diálogo con la tradición literaria y teatral. Luego de la recepción disfruté del desacuerdo, la diversidad de opiniones y empaticé mucho con quienes mencionaron que les generaba contradicciones, porque a mí también, lo colectivo tiene eso, nunca estás cien por ciento convencida cuando el espacio mismo de creación habilita diferentes posturas, reflexiones de universos disímiles. Hay algo en esa forma de creación que me inquieta y moviliza, no hay una sola forma, no es unívoco, y trabajar con un elenco estable tiene eso, una no elige a las personas que actúan, el grupo humano ya es una representación de la polis. Poder pensar distinto y expresarlo fue conmovedor, hacer un ritual en el Solís para 800 personas por noche a sala llena también, confiar en las palabras de Armonía, que decía que no había que comprenderlo todo, un placer.
Cuando le toca ser actriz, Leonor elige la postura reflexiva antes que el vértigo: “(...) si levantar la energía en la actuación significa encarnar un comportamiento neurótico, sin descanso, prefiero, en este momento, la búsqueda de otras modalidades actorales, al menos como actriz. Porque condensar la energía también puede ser invitar a observar una quietud, y en esa contemplación no hay sujeto que pertenece a determinada geografía o cultura, hay un lugar, un encuentro y una situación, que se aleja de la representación de un arquetipo y se aproxima a la posibilidad de que ocurra lo inesperado”.
“Un entramado de correspondencias”
La imagen del árbol con la que comienza Irse yendo surge como metáfora a partir de una instalación de Claudia Anselmi, artista uruguaya que marcó a la autora, donde al atravesar un bosque los puntos de vista se multiplican. Además, la novela dialoga con una obra de teatro que Courtoisie realizó en su casa en 2019. El elenco incluía a su madre, hermano y Florencia Zabaleta, colega y actriz de la Comedia Nacional (el elenco teatral estable de Montevideo). La obra se llamó Casi sin pedir permiso y empieza también con un árbol y la intención de suicidio de la madre. “En la obra me interesaba compartir una imagen, lo familiar es anecdótico y a mí lo argumental no me inquieta tanto como la inmersión sonora de la escritura o las estructuras formales”.
Para Leonor Courtoisie escribir es “una plataforma de reflexión o instantes de producción de conocimiento a través del arte”, y se trata menos de pensar en géneros que de poner un orden en alguna dirección, “darle un cuerpo posible a un bordado de muchos años”, cristalizar en objeto “un entramado de correspondencias”.
—¿Cómo te sentís después de tu primera novela?
—Me interesa la hibridez como resultado de una profunda e interminable curiosidad, que es lo que más recuerdo con cariño y mantengo de la infancia: hago preguntas todo el tiempo como si tuviera cuatro años. Esa constante vital de placer por investigar es una brújula que determina los resultados, puede ser un objeto libro, una serie de fotografías o una situación escénica. Escribir es una concreción más de las que se presentan para la creación, por eso me cuesta pensar en Irse yendo como una primera novela, porque es una de varias intersecciones que marcan un mapa personal. En cada aparición pública del universo mutante voy dejando pistas, conexiones que surgen de obsesiones, presagios del futuro, huecos inexplorados de la cartografía.(...) A veces el progreso de la linealidad del tiempo no pauta un ascenso en lo que desde afuera pueden parecer mojones en la vida de una persona, se han abierto puertas, sí, pero al final del día una está sola en su refugio y ahí la expansión no coincide con las lógicas con las que aprendimos a nombrar el mundo, hay un lenguaje otro, un sostén subrepticio que a veces sale a la luz para una primera novela o la forma que se le dé a la cosa según lo que la materia pida.
—Venías escribiendo teatro. ¿Qué te llevó a hacer una novela?
—Un poco como decía, no suelo pensar en géneros literarios rígidos, no lo hago como lectora ni como creadora. Tampoco pienso en literatura, me siento más cercana a la escritura, a una práctica que es la acción de escribir, partiendo de la apertura total de la noción de escritura y la multiplicidad de sentidos que pueden asociarse a esa actividad.
—¿Cómo se sale del limbo, es decir, de ese “irse yendo”, que no es quedarse, que no es irse, que no es romper con la familia aunque se sufra, y tampoco querer quedarse del todo ahí?
—Hay un poema de Silvina Giaganti que dice, creo, algo así como: vayas a donde vayas las cosas se van con vos. Irse yendo es un oxímoron, una nunca se va del todo, las cosas vienen con una. En el museo personal de lo fantasmagórico una sombra puede ser la figura oscura de un conejo, la imitación de la cabeza de Medusa, y así sucesivamente a infinitas deducciones, la primera alude a un recuerdo cariñoso y la segunda a alguien que si te mira te convierte en piedra. En ese museo, paseo de espejos y montaje también está ese borde interior, el lugar que quedó entre, del que no es posible alejarse definitivamente aunque se haya hecho pedazos, una galería de lo familiar reconocible que puede hacerse sombra pero no desaparece del todo y muchas veces vuelve cuando no lo llamamos. Aprender a mirar y tomar distancia ayuda, la profundidad de campo también, los planos tienen que tener perspectiva, no da quedar sumida en un eterno cubismo.
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